Este artículo se publicó originalmente el 6 de abril de 2017.
El silencio no siempre es ausencia de palabras, no lo es estoy seguro cuando implica intentar ordenar la razón y los sentimientos, digamos por ejemplo frente al inmenso cielo estrellado de la Toscana durante el invierno, como hace 407 años hizo Galileo Galilei con su telescopio para descubrir los cuatro satélites de Júpiter. “Noche tras noche las siguió; no podía haber error”, relata Isacc Asimov, “lo cual refutaba definitivamente la vieja idea de que todos los cuerpos celestes giraban en torno a la Tierra”
¿Qué habrá pasado por la cabeza del pisano frente a su lente revelador? Nunca lo sabremos pero lo que sí puede asegurarse es que más tarde guardaría silencio, ese otro silencio al que somete el fanatismo -en este caso religioso- para suprimir la existencia de Nicolás Copernico o quemar en la hoguera a Giordano Bruno; la ofensiva de la ciencia era inadmisible para toda la iglesia: siempre será tentador sentirnos el centro del universo –como especie o cada quien en lo individual– y en esa expectativa se deposita buena parte del poder de los hombres de dios.
Y Galileo era un insolente: primero despedazó la creencia aristotélica de que la velocidad con que cae un cuerpo era proporcional a su peso, y ahora ponía en duda que los cielos fueran perfectos –y la Luna sin cráteres ni montañas– además de la creencia fantástica de que los satélites, todos, giran alrededor de la Tierra. Por eso el tribunal de la Santa Inquisición lo hizo callar de su defensa de la teoría heliocéntrica de Copérnico del sistema solar, el 22 de junio de 1633 hasta su muerte ocho años después. El viejo nunca exclamó “Eppur si mouve” pero la Tierra, sin embargo en efecto, se mueve; o como acuñara Asimov más o menos 350 años después: “Negar un hecho es lo más fácil del mundo. Mucha gente lo hace, pero el hecho sigue siendo un hecho”.
Esa es, apenas, una partícula del universo de la ciencia y sus obstáculos, a la que consagró su vida Isaac Asimov, para volverla acicate del conocimiento aun incluso dentro de la fantasía ya que este hombre de razón no sólo contribuyó a la historia del pensamiento sino también propuso su propia versión de la historia del futuro mediante la ciencia ficción. Asimov murió un día como hoy y creo que entre sus más de 500 libros hay al menos diez imprescindibles lo mismo para comprender los momentos estelares de la ciencia –y las matemáticas como uno de sus principales epicentros– que para valorar el desarrollo de la tecnología (a él se debe el término robótica) y, entre ellos, Internet: hace poco más de 30 años este pensador de origen ruso, nacionalizado norteamericano, afirmó que la triple www implicaba la posibilidad de una interacción directa entre los seres humanos desde una computadora y con el ritmo que cada quien desee –fue de los primeros en aludir a la brecha digital– y cifró en la esfera digital la memoria universal del conocimiento al que los seres humanos accederían de acuerdo con su vocación. “A través de las máquinas por primera vez tendremos relación uno a uno” señaló el gran divulgador norteamericano, frente a la superchería de que las redes sociales deterioran las relaciones en sí mismas, así, como si esos vasos comunicantes fueran malignos, que fue de lo mismo que la Inquisición acusó al telescopio de Galileo Galilei.
Cuando era adolescente decía que Isaac Asimov era a la ciencia lo que Cupido al amor, un instigador del apego por el otro, si es que consideramos que el impulso vital de la ciencia es, precisamente, comprendernos como especie; siendo niño junto con él me maravillé al saber que el agua es la única sustancia en el universo que se encuentra en los tres estados y junto con él, por supuesto, navegué entre sus fundaciones (a él mismo sus padres le dejaron leer revistas de ciencia ficción porque “si dice ciencia, algo bueno tendrá). Pero sobre todo fue un vehículo para la comprensión de los alcances que llega a tener el pensamiento azuzado: sus narraciones sobre la obstinación de Arquímides, la señora Curie o Alfred Russel Wallace que, por unos días, sólo por unos días, llegó a las misma conclusiones que Darwin
“Nunca hay motivo para dejar de aprender”, comentó Asimov en el ocaso de su vida, (para lo cual podría estar Internet, agregó): “Hay una historia famosa sobre Oliver Wendell Holmes quien vivió hasta los 90 años. En cierta ocasión estaba en el hospital, no tenía mucho tiempo de vida, y el presidente Roosevelt fue a visitarlo y ahí estaba Oliver Wendell Holmes leyendo gramática griega. Y Roosevelt le dijo: ¿Por qué está leyendo gramática griega señor Oliver Wendell, y el señor Holmes le respondió: para mejorar mi mente señor Presidente”.
De Isaac Asimov me gusta también su soberbia, tiene un encanto particular exhibir todas las supersticiones posibles o subrayar la ignorancia de quien cree conocerlo todo –como uno de los más grandes atentados contra la ciencia–; esa soberbia con la que también informó que él era el autor más prolífico de la historia (como lo es).
Hace más de 400 años en la Toscana, bajo un cielo estrellado, Galileo Galilei miraba apenas un mota insignificante del Cosmos y creo que él lo sabía: no éramos, no somos, el centro de nada. Ahí está el astrónomo durante ese clima fresco de invierno que tiene esa región (abajo el horizonte de las montañas y las tierras del trigo levantado), y mira otra vez: ahí están esos cuatro satélites fijos en Júpiter. Este hombre del renacimiento ignora que ahí está un cinturón de asteroides y por ello no puede saber que, centurias después, uno de esos asteroides se llamaría “Asimov” sí, como aquel hombre de ciencia que se remontó en el tiempo para poder comprender el ímpetu de Galileo quien horas antes de morir seguía investigando. Me gusta imaginar que, en una historia ficticia del pasado Galilei avistara el futuro y leyera esto de Asimov que murió un día como hoy:
“Escribo por la misma razón que respiro, porque si no lo hiciera, moriría.”