Las confabulaciones existen, ni duda cabe. Pero pretender explicar todo a partir de éstas, no solo es un error sino, en el fondo, una renuncia al pensamiento razonado, o sea, a revisar los matices de la realidad compleja.
Ejemplos de lo antedicho abundan en nuestro intercambio público, desde el resultado de un partido de futbol hasta –aunque usted no lo crea– la fantástica osadía del gobierno federal por crear fenómenos naturales de manera mediática, como ocurrió con un huracán hace un par de años. Pero podemos precisar en una vertiente actual:
Cuando Javier Duarte fue gobernador de Veracruz la teoría del complot advirtió que esto era así porque el mandatario era pieza clave en el proyecto de Enrique Peña Nieto; cuando el exmandatario se fugó, la teoría de la confabulación aseguró que la fuga estaba pactada y que no sabríamos más de él; ya luego, cuando fue apresado la hipótesis de la confabulación sostuvo que él es un chivo expiatorio y ahora que es producto de un arreglo tras bambalinas y que ahora inicia el show como una cortina de humo para distraernos del socavón y la ineficacia del gobierno federal. En estos casos se exhibe que la teoría del complot no más no da una, asiduamente yerra aunque, vaya paradoja, se presenta enarbolada por seres que se creen muy inteligentes porque a ellos nadie los engaña como a nosotros que no vemos las cortinas de humo que ellos sí ven. Su ventaja es que pase lo que pase todo lo explican porque hay acuerdos en lo oscurito de los que solo ellos se enteran y sobre los que no tienen nada qué demostrar.
No obstante, el problema esencial de quienes encuentran en todo confabulaciones es que le confieran al adversario un poder que no tienen y, entonces, se convierten en uno de sus más connotados aliados.