Este artículo fue publicado originalmente el 19 de mayo de 2010, lo abrimos de manera temporal dada su relevancia periodística.
Un cuento de Arouet
El lector lee. En tres cuartillas de letras recorre la casa de ladrillos de dos pisos que habitan dos mujeres que pasean como sombras y que se entrecruzan en el tiempo. El lector lee que una le dice a la otra que mira el pasado y que le aterra su soledad de niña de cuando sus padres se separaron, y luego la otra le responde a la una que tal vez ese sea el estadio irremediable de su propio destino. En las siguientes páginas el lector lee que la una halló en la familia el reducto de su dolor de niña, pero la otra de inmediato le dice que, tal vez, en la escritura ella encontró el refugio de la soledad que así ha devenido en placidez.
Las letras que el lector lee tienen escondrijos. Los coloca una mujer que antes se embarraba la cara con buñelos de manzana y que ahora, taciturna, recrea la atmósfera apacible de los árboles y el canto sereno de las aves, como el fondo de un retrato de aquellas dos sombras que solas acompañan a las preguntas que mejor ya no se hacen porque entienden que la respuesta es inevitable y que en palabras es más dolorosa.
A lo lejos ladra un perro y nada más.
Esas sombras son como la de un gorrión que anda libre y un jilguero que canta en la jaula y es feliz, lo es sin duda. Pero entre esas mujeres quién es el gorrión y quién es el jilguero, se pregunta de súbito el lector, y enseguida se advierte así mismo que la respuesta va más allá del reparto de vodevil al que al principio nos remite cualquier relato. Al lector le entusiasma la respuesta de que el gorrión mira al jilguero para afianzarse libre pero también le gusta la idea de que el jilguero reconozca en el gorrión al ave de paso que ahora está aquí y ahora no está aquí.
El lector encuentra el pecho palpitante del gorrión que sabe que su naturaleza no está en la atmósfera de olor a leña. Más bien se mira arrogante y displicente al juicio de los demás, es una gorrión hembra bailarín y risueño que hace lo que quiere. El gorrión también se sabe impetuoso y que tiene la complicidad de los aires que le esperan para andar, incluso con la incertidumbre de sus vaivenes; lo descubre a través de la separación irremediable de sus padres. En cambio, el jilguero se sabe feliz enjaulado porque ese es su universo, un gorrión no se permite estar ahí, no está en su naturaleza y quiere cantar alto aunque moleste.
Las palabras que el lector repite en balbuceos suenan tristes y huelen a impotencia aunque dejan el sabor placentero de lo agrio con lo dulce. Las dos sombras son una misma mujer, son el jilguero que canta para los otros y el gorrión que anida en cada techo. Uno canta píos y notas largas como si fueran los recuerdos de otras aves, pongamos el de un gorrión que sabe que en su vuelo libertario no faltará quien escriba sobre él. Y yo quiero hacerlo, porque para mí es el recuerdo del ave que un día abrió sus alas, que cantó como el jilguero y que fue libre al juguetear con brinquitos que dibujan letras en el piso.
El lector lee. En media página recorre la casa de dos pisos de ladrillo rojo habitada por dos mujeres que pasean como sombras y que se entrecruzan en el tiempo. Una le dice a la otra que mira el pasado y que le aterra su soledad de niña de cuando sus padres se separaron, y luego la otra le dice a la una que tal vez ese sea el estadio irremediable de su propio destino. En las siguientes líneas el lector lee que la otra halló en la familia el reducto de su dolor de niña, pero la una de inmediato le dice que, tal vez, en la escritura ella encontró refugio de la soledad que así ha devenido en placidez.
El lector sigue. Una es la madre feliz de dos jóvenes, profesora de letras respetable y esposa respetada; la otra es irreverente, altiva, risueña, intensa e ingeniosa: mujer que dirige la vida a leer y a escribir: Le gustan por ejemplo Borges y Quevedo y delinea en el teclado cuentos que entusiasman por su frescura y porque no pretenden más que desentrañar la oportunidad fugaz que tenemos de ser polvo de estrellas que piensa en estrellas, como dijera Sagan a quien tanto cita. Una colma de amores o sea de caricias, consejos y reprimiendas a sus hijas; la otra es la hermana cómplice de ellas o el hada madrina de un cuento que escribe a diario durante su vida. Una vive ilusionada, la otra realiza sus ilusiones en la escritura.
El lector mira cómo la una y la otra se diluyen entre sí, y en esa dualidad ve la forma en que cobra cuerpo un cuento que él quiere escribir sobre esa mujer. Sí, de una que surgio de entre las letras y de la otra que no conocerá jamás. Entonces el lector interrumpe la lectura y cierra el libro.
Ella es el recuerdo del ave que un día abrió sus alas frente a él, que cantó como el jilguero y que fue libre como el gorrión que juguetea con brinquitos que dibujan letras en el piso.