María Concepción andaba cautelosamente, manteniéndose en el centro del blanco camino polvoriento, donde las espinas del maguey y las traicioneras púas curvas de los cactus eran menos abundantes. Habría disfrutado de un momento de descanso en la sombra oscura junto al camino, pero no podía perder tiempo quitándose espinas de cactus de los pies. Juan y su jefe estarían ya esperando la comida en las húmedas zanjas de la ciudad enterrada.
Llevaba casi una docena de gallinas vivas colgadas del hombro derecho, atadas por las patas. La mitad caía sobre su espalda, en precario equilibrio con las que pendían sobre su pecho. Las patas entumecidas e hinchadas de los animales le rozaban el cuello; las gallinas retorcían sus ojos pasmados y le escudriñaban inquisitivamente la cara. Ella no las veía ni pensaba en ellas. Sentía cansancio en el brazo izquierdo por el peso de la cesta de la comida y tenía hambre después de una larga mañana de trabajo.
Su recta espalda se bosquejaba con firmeza bajo el limpio rebozo de algodón de un azul intenso. Una serenidad instintiva suavizaba sus ojos negros y almendrados, muy separados y un tanto oblicuos. Caminaba con la libre, espontánea y contenida naturalidad de la mujer primitiva que lleva un niño en el vientre. Su cuerpo era grácil y la vida que en él crecía no lo distorsionaba, sino que le daba las correctas e inevitables proporciones de mujer. Se sentía enteramente satisfecha. Su marido estaba trabajando y ella iba al mercado a vender las gallinas.
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