Vaya por delante que los periodistas no somos hermanitas de la caridad y que muchos de nuestros males actuales son fruto de nuestras propias acciones. No sería justo encender el ventilador para compartir culpas con emprendedores que se comen nuestro pastel porque han aprendido a cocinarlo mejor o con lectores que no dan un duro por nosotros porque no estamos justificando nuestro precio. Pero creo que tampoco somos los malos de la película. Somos una especie de Kira/Light Yagami, el protagonista de ‘Death Note’: tenemos dos caras y a veces usamos ciertas dosis de maldad para defender a los débiles y castigar a los poderosos. La cara que mostramos en cada momento nos define, y el problema está en que la profesión tiene altas dosis de ego, idealismo, poder e intereses. Los que damos la cara con nuestras firmas y nuestras horas a pie de calle somos al final los peones del tablero, utilizados muchas veces por reyes y reinas para defender sus posiciones. Y mucha gente se queda ahí sin moverse unas cuantas casillas para ver que junto a todos nuestros pecados, también emerge mucha honestidad.
Sí, podemos decir sin miedo a equivocarnos que los periodistas somos, en general, honestos. Dadas las condiciones en que se ejerce el periodismo en la actualidad, solo el idealismo o la estupidez mantendrían a nadie frente a su ordenador y tras su cámara. Y estúpidos no somos, precisamente. Pero aguantamos porque nadie nos ha obligado a dedicarnos al oficio de contar lo que sucede y porque tampoco tenemos la culpa de las turbulencias derivadas del cambio tecnológico y de la crisis económica. En el primero llevamos metidos dos décadas y todavía no sabemos cuál será el camino. En la segunda llevamos diez años y tal vez podríamos decir más de lo mismo: no tenemos ni idea de cómo rentabilizar el periodismo. Hay que asumirlo y empezar a moverse.
Error histórico
La llegada de Internet nos abrió una inesperada ventana al mundo: por primera vez en la historia íbamos a poder distribuir nuestros contenidos sin importar la distancia, el tiempo o el espacio. Y encima con las oportunidades multimedia que ofrece el mundo digital: vídeos, fotografías, infografías, animaciones, audio, texto, enlaces, elementos interactivos que fomentan la participación, personalización de contenidos, tiempo real, directos… Capacidades técnicas y tecnológicas inéditas que prometían un periodismo sin límites, lo que nos abrió tanto los ojos que nos echó a los brazos de esa tecnología y, como consecuencia, a los pies de los caballos.
Regalar en Internet lo que cobrábamos en el mundo real fue el mayor error cometido en la transformación digital de los medios, tan grave que aún hoy duele. Porque ahora mismo no existe un modelo de negocio para los medios (uno que funcione, “uno”, en definitiva). Existe una amalgama de opciones que vamos probando y descartando a medida que no observamos cambios que nos hagan apostar todo a una carta, como hicimos en su día con las redes sociales. Todo ello mientras mantenemos con puño de hierro nuestro modelo anterior, el que sabemos condenado a la desaparición, pero que nos sigue llenando bolsillos y estómagos: uno basado en la combinación de venta y publicidad, cuando no de solo publicidad (y en el mundo físico).
Aprovechemos la tecnología
El problema está en que el cambio tecnológico ha cambiado la sociedad, y por tanto a las personas. Un ejemplo: cualquiera de nosotros puede leer en tiempo real las noticias, conforme se desarrollan, en Internet. En Twitter, por ejemplo, donde periodistas y charlatanes van deslizando datos reales e irreales, respectivamente, que podemos y debemos creer o no (respectivamente). Pero no necesitamos abrir el periódico de mañana, porque para entonces esos textos ni estarán actualizados ni contarán nada que no hayamos leído hace 12 o 15 horas. Y encima hemos pagado por ello. No debería sorprendernos que la gente haya decidido dejar de leer periódicos, dada su configuración y estructura actual.
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