Uno puede abrir el diario de los hermanos Goncourt al azar y encontrar en cualquier línea un nombre esencial, una anécdota para resumir la segunda mitad del siglo XIX. Jules y Edmond fueron el binomio más atípico de la Historia literaria. Escribían juntos, compartían amantes y sentaban cátedra en una época repleta de estrellas en el firmamento. Cuando Jules murió en 1870 Edmond prosiguió con ese monumento, que en su edición canónica ocupa tres volúmenes, cuarenta y cinco años y cuatro mil páginas de extensión.
Cuando Edmond se encontró con la parca en 1896 se activó un mecanismo previsto desde los primeros años sesenta, durante el segundo Imperio. El testamento contemplaba vender los bienes de los hermanos y constituir un capital para conceder cada año 5000 francos oro a una obra de imaginación en prosa concedida por el jurado de los diez componentes de la Academia Goncourt, asimismo remunerados con 6000 francos anuales para poder dedicarse al arte sin preocupaciones pecuniarias. Estos elegidos no podían permanecer a la nobleza ni a la clase política y tenían vetada la aspiración de ingresar en la Academia Francesa.
Por aquel entonces los galardones novelísticos eran una rareza considerable pese a todo el auge del género desde Stendhal a Balzac hasta llegar al auge del Naturalismo, encarnado por Émile Zola. Los Goncourt no habían escrito un verso en toda su existencia y, en cambio, habían destacado en prosa con Germinie Lacerteux o Manette Salomon.
Entre las cláusulas del premio figuraba otorgarlo a la juventud, a la originalidad del talento y potenciar tentativas nuevas y arriesgadas de forma y pensamiento. En 1903 la máquina echó a andar y el vencedor fue John-Antoine Nau, un narrador franco americano. Hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial el nombre de los ganadores siguió una senda más bien heterodoxa, pero las especiales costumbres de los académicos les confirieron un aura insólita. Desde 1914 comían una vez al mes en Drouant y proclamaban su decisión anual en la última reunión del mes. Para evitar suspicacias la votación se realizaba a mano alzada al considerar poco caballeroso el escrutinio secreto. A menos de dos kilómetros del restaurante, un genio trabajaba en su habitación entre vahos, ataques de asma y unos horarios nocturnos a contracorriente al resto del mundo. Se llamaba Marcel Proust y había sido objeto de mofa por sus constantes apariciones en los salones de rancio abolengo, donde la decadencia aún bebía su esplendor antes de sucumbir a las trincheras que nunca pisaron y a un aire destinado a hundirlos en su verdadera condición mediocre. Algunos, como el poeta Robert de Montesquiou, serían modelos para los personajes de la ‘Recherche’, última novela del Novecientos y primera de la pasada centuria, un monstruo nacido con muchos dolores entre la incomprensión y el rechazo de una élite cultural a ese extraño personaje, incomprensible hasta la revelación de su genio.
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