Lo de matarse a pajas no es una hipérbole sino un riesgo real que asume el siervo de Onán cuando le da al manubrio. Esa es al menos la moraleja de un tremendo manual (con perdón) publicado en Francia en 1830, con el enigmático título de ‘Libro sin nombre’, y cuyo protagonista entra en una letal espiral de tocamientos y decadencia física que hace pasar por saludables a los yonquis de metanfetamina de Dakota del Sur.
Si Dios no hubiera querido que los hombres se masturbaran el pene no tendría forma de joystick. Sin embargo, los guardianes de la moral llevan dando la tabarra sobre los riesgos de la masturbación desde el Libro del Génesis. Puede que incluso a ti, querido lector, te hayan advertido de que te puedes quedar ciego si le das demasiado al cimbel.
No fue hasta el siglo XVIII y el advenimiento de la época victoriana que al supuesto daño moral que ocasionaba la masturbación se añadió el daño físico y comenzó a decirse que la masturbación, además de condenar las almas, ocasionaba un número increíble de enfermedades. Se idearon muchos métodos para descubrir a los niños y niñas masturbadores, y se crearon numerosos remedios contra la masturbación.
En las estampitas que ilutran el ‘Libro sin nombre’ se aprecia la imagen de un espantoso sujeto: el masturbador. Por lo menos, así lo mostraban los libros “científicos” del siglo XIX. En los grabados está, en primer lugar, el masturbador habitual (listo para convertirse en imbécil); luego, el masturbador desenfrenado(loco de atar, ya); y, por último, el masturbador crónico (con evidencias de oftalmía espermatorreica).
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