Fue una sagaz periodista —regiomontana ella— quien, desencajada, puso cara de espanto nada mas al leer la portada Aquí volverá a temblar (Grijalbo 2018). “Me da gastritis nada mas de recordarlo”, confesó. Lo malo del asunto es que no tenemos otra opción, es un deber —de todos los chilangos— salir de la negación, conversar una y otra vez sobre estos asuntos y prepararnos, como si el siguiente desastre ocurriera mañana.
Ensanchar y mantener muy viva la cultura sísmica implicaría, por ejemplo, respondernos: ¿que hacen en otros países para preparar y enfrentar una devastación, digamos un temblor como el del 19 de septiembre?
Si usted es chileno y desea ayudar vehementemente ¿llevará a los albergues tortas, jabones, platos, refrescos, frutas, mole o todo tipo de medicinas? Nada de eso, el Protocolo exige agua, latas de alimentos no perecederos de fácil y rápida apertura, frazadas y pañales… no se admite nada más. Por una parte, no hay que llevar basura potencial a los escombros; clasificar un montón de objetos traídos reduce la rapidez y efectividad de la asistencia y ayudar no significa regalar lo que me ha sobrado en la despensa. Hay que “saber donar”, dicen.
Cuando ustedes entran por primera vez a la casa de un neozelandés típico (en Wellington, digamos) ocurrirán tres cosas: caravanas y sonrisas con un amable saludo; una presentación de gentes y en seguida, el anfitrión le mostrará la ruta de evacuación de su propio hogar.
Japón no cree en la buena suerte. Suponen que en una catástrofe los teléfonos van a fallar, punto. Los servicios de telefonía normal quedan obligados a suspender sus operaciones por ley, de modo que liberen espacio, eviten la congestión y permitan el paso a los “mensajes de emergencia” vía internet. Por esa red los nipones tienen predeterminado un buzón de voz (como whatsapp) donde comunican el “no te preocupes, estoy bien” a los números preestablecidos y por allí comparten noticias y necesidades. Se llama Disaster Voice Messaging Service.
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