La elección de consejeros electorales del INE puso de manifiesto, de forma más vívida que nunca, la existencia de dos tradiciones, estilos y formas de hacer política dentro de la autoproclamada Cuarta Transformación.
Sin ánimo de simplificar -porque la 4T se nutre de una diversidad ideológica vasta- el grado de madurez política de unos y otros se puso de manifiesto. Quedó claro quién es el adulto en el cuarto y quién el adolescente perpetuo.
Hay una versión adulta de la 4T que busca el diálogo y la negociación, que construye acuerdos y procura respetarlos; que actúa dentro de las reglas establecidas y -en caso de no compartirlas-, intenta modificarlas. Independientemente de cual sea su origen o su pasado político, alcanza a comprender que hoy, cuando le toca gobernar, debe conducirse con seriedad y responsabilidad.
La versión adolescente, en cambio, actúa con intransigencia, de manera impositiva y se regocija en sus posturas recalcitrantes cual si se dedicara a cierta política universitaria. Cuando no comparte el desenlace de un proceso -aún habiendo consentido previamente en sus reglas- patea el tablero, hace berrinche, desconoce acuerdos e incluso miente descaradamente.
El corte entre la versión adulta y la adolescente no tiene necesariamente que ver con la idea de moderados y radicales o de reformistas y revolucionarios que por años ha marcado a las izquierdas. Tiene mucho más que ver con la capacidad de asumir la responsabilidad de ser gobierno -con todo y sus desventajas– y la ostensible incapacidad o desinterés por hacerlo.
La diferencia más importante está en que, mientras la versión adulta de la 4T es consciente de que sus palabras y acciones tienen consecuencias para la estabilidad social, económica y política del país, la versión adolescente antepone su satisfacción ideológica por encima de todo; está dispuesta a vivir en un festín verbal y darle rienda suelta a la demagogia. Como no conoce el significado de la palabra gobernabilidad, puede hacer y decir lo que sea.
Por eso en lugar de pensar en la necesidad de cumplir con plazos legales perentorios para renovar un órgano autónomo del que depende la estabilidad política y la democracia formal, el adolescente cuatroteísta prefiere ser reconocido como “el valiente”, “el puro” y, por sobre todas las cosas, el non plus ultra de la “verdadera izquierda”. Lo suyo son, en el fondo, las victorias pírricas. Las ganas de ganar aunque sea perdiendo. Y es que son adolescentes, precisamente, porque lo que mejor saben hacer es gritar, quejarse, protestar. Fuera de eso, la nada.
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