CIUDAD DE MÉXICO — “El gobierno caerá en un descrédito que nada ni nadie lavará jamás”, escribió el gran historiador liberal Daniel Cosío Villegas tras la matanza del 2 de octubre de 1968, que acabó de tajo con el movimiento estudiantil. Como estudiante de ingeniería en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), participé en el movimiento, acudí a sus manifestaciones y mítines y, a cincuenta años de los hechos, puedo atestiguar el cumplimiento de esa profecía. El 68 fue un terremoto histórico que cambió para bien la vida política de México. Sus efectos llegan hasta nuestros días.
Las metas inmediatas del movimiento eran muy modestas: entre otras, la remoción de jefes de la policía y la derogación de una ley que penaba con cárcel la disidencia política. Los estudiantes no queríamos derrocar al gobierno ni desatar una nueva Revolución cubana. Tampoco teníamos en mente la democracia. Nunca pensamos en fundar un partido, exigir instituciones electorales autónomas o promover el respeto al voto. Lo que en el fondo queríamos era libertad: libertad de manifestación, de expresión y de crítica. A un alto costo las conquistamos, y al paso del tiempo contribuimos indirectamente a la democratización de México. El reciente triunfo de Andrés Manuel López Obrador confirma ese legado: por primera vez en la historia de este país, la izquierda ha llegado al poder en un marco de libertad y por la vía democrática.
En los años sesenta, la juventud mexicana se sentía —como había previsto Octavio Paz en El laberinto de la soledad— “contemporánea de todos los hombres”. Adoptamos los cambios culturales de la época, desde la música, la vestimenta y el pelo largo hasta la libertad sexual y la experimentación con drogas. Nos emocionaba la insurgencia estudiantil en París y Berlín. También nosotros queríamos “prohibir lo prohibido” y lanzar proclamas sobre la revolución y el amor. También nosotros leíamos a Frantz Fanon, Herbert Marcuse y otros teóricos de la liberación.
Las fuentes principales de nuestra rebeldía eran internas. Éramos hijos de la exitosa modernización económica de las últimas tres décadas, pero nos repugnaba el opresivo sistema político del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con su retórica caduca, vacía y autocomplaciente. Tuvimos la osadía de pedir un diálogo público con el gobierno. En las calles exclamábamos “¡México, libertad!”. Festivos, irreverentes, exaltados, incendiarios, llegamos a ser alrededor de 400.000.
Por desgracia, nuestro ánimo libertario estaba destinado a chocar con Gustavo Díaz Ordaz, el más autoritario e intolerante de los presidentes de México. Ante la inminencia de las Olimpiadas, que se inaugurarían el 12 de octubre, estaba convencido de que México se había vuelto el escenario de un complot del bloque soviético. “La patria está en peligro”, “Hay que salvar a México”, repetía.
Todo ocurrió en tres meses vertiginosos. El 22 de julio, una pelea callejera entre muchachos de dos escuelas de educación media superior desató la intervención violenta de la policía. El 30, el Ejército atacó la antigua Escuela Nacional Preparatoria, donde centenares de estudiantes se habían replegado. Hubo aproximadamente cien detenidos y algunos heridos. El 1 agosto, Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, encabezó la primera de varias marchas de protesta que se sucedieron hasta mediados de septiembre. Sabíamos que los tanques rusos habían aplastado la Primavera de Praga, pero las amenazas del presidente no nos arredraban. Seguramente, no ocurriría aquí.
Pero ocurrió. El 2 de octubre sobrevino el desenlace. Aunque el Ejército tenía órdenes de disolver el mitin de esa tarde en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el asalto terminó en un fuego cruzado entre los soldados y ciertos francotiradores misteriosos pertenecientes al “Batallón Olimpia”, un grupo paramilitar creado por el gobierno, apostados en los edificios contiguos. Quienes pagaron con su vida fueron los estudiantes desarmados. El infierno duró horas. Nadie supo jamás el número de muertos. Se habló de cientos. Quizá no llegaron a cien, pero las escenas de horror, las aprensiones y encarcelamientos, los testimonios de tortura, quedarían impresos en la memoria colectiva hasta el día de hoy.
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