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Las tiples de los años 20 nutrieron al cine mudo y sonoro de los años 30 y 40 del siglo pasado, aunque hubo varias con grandes aptitudes histriónicas que, al no corresponder con el arquetipo de la industria, fueron relegadas. En el primer caso podríamos hablar de Guadalupe Vélez y, en el segundo, de Mimi Derba, Lupita fue una luminaria del celuloide en Estados Unidos y México mientras Mimi es icono del teatro de revista en nuestro país.

Ese es el hecho, y registra sólo un par de ejemplos de lo que sucedió en aquellos tiempos con actores de teatro que no pudieron dar el salto a la pantalla grande y luego con otros, estrellas fulgurantes, que no sobrevivieron al cine sonoro. Hay otros casos que, para el tema del que me ocupo, vale la pena resaltar: artistas que sin tener más virtudes que un fisico deslumbrante brillar por eso, porque pudieron encajar en los moldes de la mercadotecnia. Hay ejemplo complejos en la historia pero esta vez sólo me refiero a uno, insignificante por su protagonista, pero representativo de la buena fortuna y el azar:

Angélica Chaín fue una de las grandes beneficiarias de lo peor que ha producido el cine mexicano en su historia.

Los años 70 fueron la última de las tres épocas relevantes de la vida nocturna mexicana. La primera comprende los primeros años del siglo pasado hasta finales de los 20, sobre todo en teatro y carpas, otra abarca las décadas de los 30 y 40, sobre todo en cabarets y centros nocturnos y la última abarca todos esos recursos afianzando al cine (que ya había tenido su apogeo con las rumberas). Los años 70 fueron pródigos en grandes espectáculos, como lo testifican las rutinas de Olga Breeskin, los contoneos de Lin May o la elegancia de la Princesa Lea. Esa calidad, sin bien irregular y con jacalones de shows deveras lamentables, no se correspondió en la pantalla grande y de ello da cuenta la contratación de vedettes de medio pelo para participar como extras de burlesque y centros nocturnos, además de cómicos de teatro sin la chispa ni el ingenio de los grandes del género. Angélica Chahín Martínez, nacida en Orizaba, Veracruz el 24 de mayo de 1956, de origen libanés, fue una de esas extras que, en su caso, contó con la suerte de obtener ese tipo de fama efímera y vulgar por retratar fielmente las urgencias de la carne y la incipidez con la que también puede ejercerse la libertad para encuerarse frente a las cámaras.

Angélica se autopromovió como actriz, bailarina y modelo, sin tener más cualidades que dejarse plantar de un modo u otro para resaltar su belleza como banquete visual, una flapper de los años 20 perdida en los 70 con poses de elegancia. En 1973, es decir, a los 17 años inició su fugaz carrera como vedette en el entonces decadente Teatro Iris, ostentanto el nombre de “Liz Chahín”. No fue ni siquiera una buena bailarina ni regular cantante pero, como publicó la revista Bellezas el 28 de julio de 1973, “le basta con ser bella aunque haga el ridículo”. Tuvo su público, claro está, por la distinción que su delgada figura y su piel nivea le conferían, como una rama de cebada movida por la brisa. Incluso fue considerada una de “Las tremendas del burlesque” y emprendió el teatro de comedia sin conquistar al respetable. Pero justamente en sus enormes falencias halló fortuna, porque al cine no le interesó producir arte sino ganar dinero fácil y ella, como un poster en movimiento en la pántalla grande, resulto redituable, tanto, que participo en más de 30 filmes de ficheras y sexycomedias y docenas de fotonovelas, sin que exista una actuación memorable. Sólo el prodigio de la sonrisa brillante, el pelo rubio y la sinuosa delgadez con que la naturaleza la prodigó.

Oportunidades le sobraron aunque el talento faltó. Como otras grandes estrellas que actuaron en el cine de luchadores, Angélica Chaín se estrenó en “Santo y Blue Demón contra el Doctor Frankenstein” y al no tener mayores horizontes fue parte de la lista de “Muñecas de medianoche” (1979), “Burlesque” (1980), “Las vedettes” (1983) y “El diario íntimo de una cabaretera” (1989). En la década de los 80 lo intentó en la televisión actuando (y donde la palabra “actuando” es un decir) en culebrones. Hace poco más de 30 años, en 1991, se retiró tras casarse con el millonario Enrique Molina Sobrino (antes había contraído matrimonio con el empresario Ricardo Martí García).

La ruleta de la vida y ese donaire inexplicable que captan las audiencias para encumbrar íconos que no corresponder con el arte pero sí con el impacto visual me hacen pensar en Black Shadow y el Santo. En serio: el 7 de noviembre de 1953 ambos sostuvieron una encarnizada lucha que al final y por muy poco ganó el enmascarado de plata aunque el preferido de las multitudes en las arenas del pancracio era, sin duda, Black Shadow. El resultado sin embargo, lo sepultó mientras a Santo lo llevó a espacios siderales en el cine aunque sus cualidades histriónicas fueran lamentables. Debo conceder, sin embargo, dos cosas: que Angélica Chaín tenía aún menos recursos para actuar, por lo que el desnudo no le ganó a la máscara. Y sin embargo, esta es la segunda cosa que voy a conceder incluso hasta por gratitud a ella: “haiga sido como haiga sido”, esta mujer veracruzana que no actuó ni bailó decorosamente, por lo que no fue vedette en estricto sentido es, pese a todo, gracias a la magia del proyector y a su apariencia de musa griega, un avatar del cine de ficheras y sueño de muchos jóvenes que ahora de viejos anhelamos.

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