Las víctimas directas son aquellas personas que sufren un hecho oprobioso contra sus vidas; las víctimas indirectas son familiares o quienes tuvieron a su encargo a las víctimas, y las víctimas potenciales son quienes pueden estar en riesgo o peligro inminente por prestarles asistencia o ayuda. Así se señala en la Ley General de Víctimas. Esta ley fue un logro del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabezó, junto con miles de víctimas, Javier Sicilia. Él mismo como víctima indirecta, por ser un padre cuyo hijo fue asesinado, exigió justicia integral, saber la verdad sobre los hechos y lograr la reparación del daño sufrido.
En este México de agravios, donde se reproducen hechos nefastos por la ausencia de la prevención social del delito, las graves violaciones a los derechos humanos y por la corrupción e impunidad de las autoridades, hoy se corre el riesgo de la inoperancia o desaparición de las instituciones que se crearon para resarcir y garantizar el Estado de derecho de las víctimas.
El deterioro de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y sus mecanismos a nivel local, al igual que la falta de corporaciones policiales confiables y de fiscalías tanto la de la República como las de los estados, es de tal magnitud que, no exageramos, hay un retroceso cuya repercusión será materia de recomendaciones de los organismos internacionales de derechos humanos al Estado mexicano. Ninguna de estas instituciones, como están hoy, sean descentralizadas o autónomas, ninguna, garantiza verdad, justicia y reparación de daños a las víctimas del delito o de violaciones a los derechos humanos.
Y no es que antes estuviéramos bien: con Felipe Calderón comenzó la militarización de la seguridad pública en lugar de formar y profesionalizar policías civiles con controles internos y externos desde un enfoque garantista; no se comprometió a poner fin a la tortura o a las ejecuciones extrajudiciales ni contra la desaparición forzada de personas; 2011 fue el año más cruento con más personas desaparecidas involuntariamente y su sexenio termina con 27 mil personas desaparecidas y con una antipática reacción contra la Ley de Víctimas, que termina judicializada por el presidente ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Con Enrique Peña Nieto, si bien logramos avanzar desde el Congreso en las leyes de víctimas, contra la tortura y para la búsqueda e investigación de la desaparición forzada de personas, así como la reforma al código de justicia militar para que la investigación de un hecho que involucre a militares y participe una persona civil, sea juzgada por una autoridad civil, entre otras importantes leyes, por desgracia faltó voluntad política para su implementación irrestricta. Tampoco la hubo para regresar a los militares a sus cuarteles.
Corrupción, impunidad y violación a la ley, así como el no reconocimiento de los errores, llevó a millones de personas a voltear a quien manejaba un discurso disruptivo. No se veía más allá, sólo la confianza de que por esa alternativa se lograría incluso trascender hacia una justicia transicional.
Veintiún meses de López Obrador, y lamentablemente no hay ninguna intención para avanzar en presupuestos a favor de las causas de las víctimas. El maltrato a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, así como su intromisión en el proceso de elección de la presidencia de la CNDH para poner a una señora que no tiene el conocimiento ni la estatura para dirigirla, son prueba de ello.
Mucho me temo hay intención de llevar a la CNDH a su desaparición, a menos que lo impidamos en serio. No es que antes estuviésemos bien, pero hoy estamos peor.