En una de tantas curiosidades que uno oye al salir de una sala de cine, atestigüé cómo un hombre instruía a quien probablemente era su hijo: para saber si una película era “buena” tenía que fijarse si había estado en festivales. La ingenuidad me reveló la razón de un detalle que nunca había significado gran cosa para mí: carteles repletos de laurelitos, incluso inventados. Que ciertos premios son referencia —así sea para criticarlos— es seguro. Sin embargo, suponer que la participación de un filme en festivales indique algo más que habilidad para hacerse parte de ellos —debido a variados motivos— sería atribuir cualidades a una obra, arbitrariamente.
Los festivales abundan y en cada uno se multiplican los premios. No se trata de restar méritos, pero con la pluralidad de categorías existentes, lo extraño es no ganar un premio. Hay quienes difunden la mera participación como virtud, por promoción propia. Se entiende el adherirse a esas prácticas para dar a conocer una obra hecha gracias al esfuerzo de muchos —El deseo de Ana (2019), por ejemplo, logró apoyo financiero a través de Kickstarter e IMCINE. Surge un problema cuando las dinámicas de caracterización de uno mismo son lo que configura una película desde su concepción hasta su difusión, olvidando la posibilidad del cine.
El deseo de Ana se plantea como ejercicio autoral al declarar en su inicio que es “Una película de Emilio Santoyo”, director primerizo. A pesar de contrasentidos, como una nítida conversación entre el estruendo de un bar, lo que la película ofrece está en múltiples productos audiovisuales —salvo casos de negligencia creativa. Es, como tantas, una cinta bien fotografiada, competentemente actuada, montada de forma adecuada… y nada más. En créditos finales, el director agradece, imagino, la inspiración que ha obtenido de directores como Ceylan, Erice y Rohmer, con lo que da parámetros para ponderar su película. No dudo que habrá segmentos del público que la disfruten y hay gente de cine a quienes ha gustado. No obstante, encuentro desfavorable el saldo y conviene discutir algunos puntos.
Aunque hay imprecisiones temporales, tras una separación —que hemos de suponer prolongada— Juan reaparece ante su hermana Ana quien lleva una vida clasemediera con su hijo Mateo. El deseo de Ana es una película narrativa que no teme recurrir a la musicalización, incluyendo piezas que resultan convencionales hasta en su intención de no serlo. Hay pericia técnica, sin que pueda hablarse de virtuosismo a pesar enfoques y desenfoques, juegos de luces y acercamientos extremos, que probablemente quisieran orientarse en ese sentido. La manipulación de la imagen no es siempre exploración audiovisual. Tampoco es imposible que algunos —basándose en la consigna de que el cine debe representar la realidad nacional— reprochen que los miembros del reparto sean criollos, sin asomo de apariencia mestiza, aunque sea una historia mexicana. Esa no es mi perspectiva. Encuentro un desafío mayor.
La ausencia de polvo en un cuarto abandonado remite a falta de verosimilitud básica. La apariencia de los personajes es un sesgo sin siquiera referente geográfico. Los diálogos ponen en evidencia su función: en una cinta naturalista son ordenados y secuenciales, carecen de espontaneidad y de lo accidentado de la conversación real. Para el observador —todo cinéfilo llega a serlo— es notorio que los personajes se mueven como cierta gente de ciudad. Su hablar es tan lento, a momentos, que podría transcribirse sin necesidad de pausas. También son curiosas las imágenes de pasto bien podado y ropa urbana de niños rurales. Más bien resultan niños de ciudad en casa de campo. La arquitectura interior de la casa y alguna pieza de joyería abonan a la incongruencia.
El deseo de Ana no crea un mundo particular: no basta declararse en plan autoral para crear realidades cinemáticas. Criticar con elementos es respetar, halagar siguiendo la marea carece de valor y puede ser contraproducente además de ser, con frecuencia, mera condescendencia. A pesar del acierto de la cabeza que sale de cuadro durante un acto sexual —recurso que no es original, pero está bien logrado—, en El deseo de Ana no encuentro rasgo alguno de imaginación cinematográfica. Sin embargo, aunque querer no sea poder, el origen no tiene por que ser destino.
La trama de la cinta puede interpretarse como el resultado de buscar complacer criterios establecidos, incluyendo el de atribuir carácter disruptivo al incesto, aunque éste se trate sin mayor complejidad. En hacer posible El deseo de Ana estuvieron involucrados miembros experimentados de la comunidad cinematográfica. El guion fue escrito por Gabriela Vidal y el director. Entre quienes dieron “asesorías creativas” se cuentan Paula Astorga y Gibrán Portela. Paula Markovitch fue una de 13 personas que aconsejaron sobre el guion. El director puede haberse extraviado entre opiniones que acaso adoptó como expectativas de la comunidad. O quizá simplemente le falta visión personal.
Más que misterio sobre la relación incestuosa de los protagonistas, hay trampa. Durante buena parte de la película se escamotea si los personajes son realmente hermanos. Se banaliza así un cimiento de la obra al convertir el tema en duda, que no es pregunta sino confusión. El deseo de Ana pierde sentido. El cine innecesario está por igual en vertiginosas cintas de superhéroes, que en comedias románticas absurdas y en productos del círculo de festivales. De la misma manera, el cine puede aparecer en cualquier género, con o sin laureles.