Imagen: Tim Mossholder
Una de las virtudes que a menudo se atribuyen al discurso presidencial es la politización. Los apologistas menos violentos reconocen que la palabra del líder puede ser hostil y beligerante, que puede generar un clima de animadversión y polarización, pero que el exceso en todo caso sacude a la población de su letargo histórico, inyectándole una energía democratizadora; es decir, que incluso los ataques del presidente son benéficos para los agredidos. Atribuyen este supuesto efecto democratizador no sólo a la lógica de combate sino al lenguaje del presidente, tan coloquial y accesible.
Recientemente he escuchado el argumento esgrimido en dos escenarios relacionados entre sí: la Suprema Corte y el INE. Frente al asedio a la Corte, y en particular a la ministra Norma Piña, se alega que podrá ser escandaloso, pero provoca que ahora, como nunca antes y por primera vez, la Corte sea tema de sobremesa fuera del círculo rojo, que esté en boca de todos, que se haya bajado a ras de cancha, que se discutan sus fallos entre familiares y amigos –un poco como sucede en las democracias avanzadas–, que la Corte haya salido de la oscuridad y ahora esté a la luz de la discusión pública.
En relación con la embestida presidencial al INE se alega que ésta ha tenido el prodigioso efecto de movilizar a las clases medias y altas, tradicionalmente apáticas y displicentes, sacándolas de sus enclaves privados a la plaza pública, logrando inmiscuirlas en el juego democrático. El oficialismo resalta que las marchas rosas, si bien reaccionarias, son el corolario de ese despabilamiento que induce el populismo. Alguien finalmente politizó a la burguesía.
Pero los ataques presidenciales no persiguen un fin pedagógico ni buscan fortalecer la democracia sino todo lo contrario. Los embates son, como dirían en inglés, all the way, parte de una estrategia sistemática de captura y destrucción: en el caso de la Corte no sólo tumbaron mediante la extorsión al ministro Medina Mora, intentaron prolongar el mandato del abyecto Zaldívar y han mantenido más allá de la ignominia a la ministra plagiaria: ahora la ministra presidenta Norma Piña es enemiga del pueblo. Y, en el caso del INE, ya vamos en la tercera letra del abecedario de la destrucción. Fracasó el plan A, pero están en curso el B y C, y ya podemos imaginar en qué consisten el D y E.
Llevado a sus últimas consecuencias, el proyecto antidemocrático del presidente tendrá precisamente el efecto contrario: la des-politización, pues la ciudadanía quedaría sin mecanismos efectivos para cambiar democráticamente de gobernantes. Como escribió Fernando Savater: Los pueblos sin democracia no tienen libertad de gobernarse. Están sujetos por el gobierno, pero no son sujetos gobernantes; y, por lo tanto, están en estricto sentido despolitizados.