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Hay temas que atraen tanta atención que diferentes bandos buscan adueñárselos. A veces tal apropiación goza de cierta lógica, aunque al análisis se desvanezca; como cuando algunos izquierdistas —otros lo ven como banalidad burguesa— se adjudican la patente del amor. La lógica sería, siguiendo artificios verbales extendidos y simples: la pareja como célula de las sociedades no podría ser sino producto de afanes y virtudes comunitarios. Esta disposición enfrentaría el egoísmo que los izquierdistas atribuyen, incorrectamente, a los individualismos. En realidad —como escribió Ortega y Gasset y muchos más— en el amor hay un ejercicio excepcional de la individualidad, que podría dar materia suficiente para confrontar discursos colectivistas que quieren ver al amor como su dominio: el individualismo no es intrínsecamente solipsista o aislacionista. Ante esto es útil releer el libro Elogio del amor (2009) de un héroe filosófico de muchos izquierdistas: Alain Badiou.

El título retoma el de una película de 2001 de Godard (1930-2022), amigo de Badiou (1937) y también ícono del mismo giro ideológico. El elogio de Badiou tuvo su origen en la conversación del lunes 14 de julio de 2008 entre Nicolas Truong —periodista— y Badiou en el Festival de Aviñón, Francia, destacada actividad anual dedicada a las artes escénicas, principalmente al teatro. Este diálogo fue parte de “El teatro de las ideas”, sección del festival que Truong concibe y modera —e incluye también conferencias y debates— para intentar “describir las condiciones del hombre moderno”. La editorial Flammarion convirtió el intercambio en un CD de audio y después la transcripción fue retrabajada y presentada como libro, con Truong como interrogador y Badiou como exponente de su idea del amor. La escritora argentina Ana Ojeda tradujo el libro al español y se publicó por la editorial Paidós en Buenos Aires.

La conversación arrancó con el periodista aludiendo a lo dicho por el filósofo —al paso— en su libro sobre el entonces presidente de Francia, Nicolas Sarkozy: el amor debía ser “reinventado” y “defendido”. Otros pensadores contemporáneos han coincidido con él, por ejemplo, Paz en La llama doble (1993) describió el “paulatino crepúsculo de la imagen del amor en nuestra sociedad” y lo calificó como “la crisis de la idea del amor” (Badiou y Paz tienen en este tema coincidencias fundamentales, no sólo una simpatía compartida hacia el surrealismo). Badiou identifica dos amenazas al amor. A la primera la llama “amenaza aseguradora” que consistiría en las prácticas que prevendrían los riesgos que toda persona corre al involucrarse en una relación y que, simultáneamente cancelaría “toda poesía existencial”. La segunda amenaza sería la que “niega toda importancia” al amor, descalificándolo como hedonismo prescindible. La primera es opción supuestamente aséptica, la segunda un pseudoescepticismo o negación que se envanece porque habría superado determinaciones sociales y biológicas.

Badiou aborda diversos asuntos, incluyendo la relación entre amor y cristianismo —al que reconoce potencia amorosa, pero reprocha que coloque la “diferencia” no en la tierra, sino en la “trascendencia”—, la familia y los hijos —negándose a identificar al amor con una u otros, pero sin excluirlos del universo amoroso—, también trata los celos —considerándolos “parásito”, pues “el enemigo del amor es el egoísmo, no el rival”—; se asoma a tres diferentes concepciones filosóficas del amor —la romántica centrada en el encuentro, la escéptica que descarta al amor como extravagancia o ilusión— distinguiendo Badiou su propia concepción como tercera opción que postula al amor como “construcción de verdad”, en el sentido de “la verdad de Dos. La verdad de la diferencia como tal”.

El amor según Badiou no es forma alternativa de alimentación sino actitud carnívora irredenta: no teme, por endebles racionalizaciones, a la eternidad ni a la fidelidad. El filósofo resignifica la palabra “fidelidad”, atribuyéndole: “el pasaje de un encuentro azaroso a una construcción tan sólida como si hubiese sido necesaria”. En palabras de Badiou: “la absoluta contingencia del encuentro de alguien a quien yo no conocía termina tomando la apariencia de un destino”. Factores como éste llevan a Badiou a afirmar la intensidad del amor —palpable a pesar de falsos sabios— pues es “irrupción de la eternidad en el tiempo”. Al ser ejercicio cotidiano, al filósofo le interesa lo que nombra “duración”: la vida de la pareja que se traduce en “nacimiento de un mundo”.

Badiou hace notar que las historias contadas por los artistas se refieren mayormente a la “intriga del encuentro”, pero no a la “duración”. Si la solución del encuentro amoroso no es lo central, “existe un trabajo amoroso y no solo un milagro”. Distingue a Beckett como uno de los pocos autores que abordan la “duración”, exaltando la crudeza de su obra, porque la visión de Badiou sobre el amor no es ingenua. El filósofo reconoce que el amor puede ser “una de las experiencias más dolorosas de la vida subjetiva” y, en su perspectiva esto ocurre porque el amor es un “procedimiento de verdad” y “el drama amoroso es la experiencia más clara del conflicto entre la identidad y la diferencia”.

En la concepción de Badiou “el amor habla, primero y antes que nada, de un Dos” e “inicia siempre con un encuentro” (que sería “acontecimiento”, según su conocido concepto, que en ese Festival de Aviñón sintetizó como “algo que no ingresa en la ley inmediata de las cosas”). Así, el amor sería “una construcción, una vida que se hace, ya no desde el punto de vista del Uno, sino desde el punto de vista del Dos”. Con esto Badiou enfatiza su interés en “la duración”, “el proceso”. El filósofo insiste que “el amor no puede reducirse al encuentro, porque es una construcción”. Busca diferenciarse de la concepción romántica que, según él, es “concepción del amor como fusión”, un “amor consumado en el momento inefable y excepcional del encuentro”. Pero considera que tal visión “debe ser rechazada”, porque “hay que considerarla un potente mito artístico, más que una verdadera filosofía del amor”.

Badiou partió de deplorar una aplicación de búsqueda de pareja —Meetic— por su publicidad parisina, que revelaba la promesa de sortear todas las dificultades al encontrar a personas justas para cada uno. El filósofo concluía que el amor “no puede ser un don hecho a la existencia en el contexto de un régimen de ausencia total de riesgos”. Badiou afirmó también que el “liberal y [el] libertario convergen en la idea de que el amor es un riesgo inútil”, entonces, según él, las ideas de la libertad estarían detrás de la búsqueda del amor sin peligros, volviéndolo indoloro. Condenaba la aversión al riesgo y los conflictos, sugería la necesidad de afrontarlos.

Paradójicamente, una característica del capitalismo es la aceptación del riesgo. Ésta es una razón por la cual en sociedades como la británica florecen empresas aseguradoras: lejos de suponer que no hay peligros se da por hecho que habrá pérdidas y hay que hacer algo al respecto. No es el capitalismo, sino los regímenes totalitarios colectivistas los que prometen sociedades sin riesgo —en que se superarían luchas históricas— y en ello justifican, falsamente, su intervención, o intención de ella, en cada aspecto de la vida de los individuos.

Badiou participa de artificios verbales izquierdistas, pues llega a decir que “tenemos aún otra definición posible del amor: ¡el comunismo en su estado mínimo!”. Asimismo, especula que “el amor se encontrará más a gusto en este marco [de la hipótesis comunista] para reinventarse que en el del furor capitalista. Porque es seguro que nada que sea desinteresado se siente cómodo en este furor”. En plano más serio argumenta que “el amor es comunista en este sentido: si se admite —como hago yo— que el verdadero sujeto de un amor es el devenir de una pareja y no la satisfacción de los individuos que la componen”.

Muchos admiradores de las ideas políticas de Badiou deslizan que el amor tendría carácter revolucionario. La decepcionante posición de Alain Badiou para no pocos izquierdistas es que él traza una frontera, pues está seguro de que al amor “no hay que mezclarlo con la pasión política”. De hecho, los “usos políticos de la palabra ‘amor’[, dice,] los considero tan descarriados como sus usos religiosos”. “El amor, como aventura singular de una verdad de la diferencia, debe ser rigurosamente separada de la política”. De cualquier forma, un devenir colectivo como sustancia del amor le parece suficiente a Badiou para suponer que la experiencia no estaría fundada en la participación libre de los individuos, pues —como anoté antes— el filósofo parece reducir la individualidad a ser satisfacción de las partes. Esto deja de lado que la satisfacción individual puede estar —como probablemente lo esté en el amor— en actuar para ambos, desde uno para otro, haciendo realidad ese devenir compartido. La pareja no anula sus partes: son individuos cabales quienes hacen factible ese pequeño colectivo, sólo hay amor con individuos. Dice Badiou: “Un amor verdadero es aquel que triunfa en el tiempo, dura(ble)mente, a pesar de los obstáculos que el espacio, el mundo y el tiempo le oponen”. Y así, el amor no es socialista ni libertario: es trascendencia en sí mismo, con todo y generosas complicaciones.

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