El mundo está en pausa y sin embargo pareciera que todo cambia. Tanto así, que hay quienes creen que después de la pandemia nada será igual. Quizá es cierto que todo cambiará, pero eso no implica que lo nuevo será mejor.
En esta enojosa y dolorosa pausa la vida sigue, aunque sobresaltada —y amenazada— por la pandemia. La economía funciona, si bien maltratada y sujeta a los peores augurios, y muestra sus atroces paradojas. El FMI estima que la recesión mundial de este año resultará 30 veces peor que la crisis financiera de 2009. En América Latina la contracción del PIB será mayor al 5%. Buena parte de la producción industrial está suspendida, millones de trabajadores quedaron repentinamente sin salario, el consumo está reducido a mínimos insostenibles para millares de empresas y sin embargo las bolsas de valores siguen ganando. Para que no nos compliquemos, Paul Krugman recuerda que la Bolsa no es la economía.
Los defectos y virtudes que afloran en la pandemia ya se conocían. Los trabajadores de la salud despliegan una abnegación heroica. Amplios segmentos de la sociedad, cuando tienen condiciones para ello, permanecen en casa con disciplina y responsabilidad. Hay otros que no pueden e incluso algunos que no quieren. La estolidez no es exclusiva de ninguna clase social.
Los infelices que salen a la calle porque están convencidos de que el coronavirus es un mito tienen la coartada de la ignorancia. Los empresarios (ciertamente pocos) que al negarse a que cierren sus plantas, oficinas y tiendas exponen a sus trabajadores, no son negligentes sino maleantes. Los políticos que piensan antes en la responsabilidad que en la popularidad (ciertamente menos de los que hacen falta) contrastan con los gobernantes de corte populista. Hacen populismo de derechas o de izquierdas (a veces de derecha con apariencias de izquierdas) aquellos que intentan culpar al pasado, o a etéreas conspiraciones, por sus imprevisiones, su ignorancia e incapacidades.
Todo eso ya existía y se sabía. La pandemia lo hace evidente. Estamos en medio de un metaevento, como se puede llamar a esta circunstancia totalizadora, que todo lo ocupa y determina, que no tiene fechas precisas de inicio y término y a la que no podemos apreciar de conjunto sino a partir de una suma de experiencias fragmentadas. En medios y redes no hay otro asunto, y si lo hay transita inadvertido. Los dislates y deslices que en otro momento podrían haber tenido menos notoriedad, quedan resaltados en la inquieta atención de los ciudadanos.
En la emergencia, las mentiras de los gobernantes tienen más costos. La tonta declaración de Donald Trump sobre el cloro y el Lysol como remedios al virus llevó a centenares de personas a intoxicarse con esos desinfectantes. El menosprecio de Boris Johnson a los riesgos de la pandemia se le revirtió cuando él mismo tuvo que ser hospitalizado. En Brasil Jair Bolsonaro, igual que Trump, ha tomado como adversario a la Organización Mundial de la Salud y, sin más respaldo que sus prejuicios, la acusó de promover la homosexualidad entre los niños. Cuando le recordaron que las orientaciones de la OMS son indispensables y que en Brasil ya había más de 6 mil muertos de COVID-19, ese presidente exclamó: “¿Y qué? Lo siento. ¿Qué quiere que haga? Soy Mesías pero no hago milagros” (el segundo nombre de Jair Bolsonaro es Messias).
Esos disparates son especialmente ostensibles porque tienen consecuencias inmediatas y circulan al instante. El confinamiento nos impone ritmos distintos a los que estábamos acostumbrados. Desde esa reclusión, la realidad condicionada por la epidemia se nos presenta como si transcurriera de manera más pausada, como en cámara lenta. En vez de la vida líquida que describió Bauman, en esta circunstancia la realidad es pastosa, densa, pesada. Muchas personas, aunque están al tanto de las noticias en medios y redes, confunden las coordenadas cronológicas y olvidan en qué día de la semana están.
Los días en la pandemia son iguales, aunque a la vez resulten irrepetibles. A la rutina que cada quien establece en el encierro casero se sobrepone la abarcadora monotonía de la pandemia. Eso no implica que no existan novedades, al contrario. En el transcurso de la emergencia hay noticias a montones, comenzando por la situación en los hospitales, las decisiones oficiales, el avance de las cifras y la desesperación de los enfermos y sus familias. Tras cada uno de esos asuntos, que conforman el mosaico de inquietud y aflicción que define estos días, se encuentra la sensación de riesgo que casi todos tenemos de manera constante. Alexis de Tocqueville distinguía entre el “miedo saludable” al porvenir y el “terror blando y pasivo” que resulta de una situación ominosa.
En esa realidad, de la que apreciamos segmentos cuadro por cuadro, los desatinos de los personajes públicos son más vistosos. Pero si no son sometidos al análisis crítico pueden ser normalizados y trivializados entre la enorme abundancia de hechos que conforman este metaevento. Quizá incluso para destacar en medio de esa enorme cantidad de hechos los fundamentalistas se comportan con más insensatez que nunca, como los fanáticos que entraron armados al Congreso en Michigan para exigir que se levante el confinamiento porque están convencidos de que la COVID-19 no es mortal. En Londres varios manifestantes con la misma opinión rechazaron el confinamiento y se pusieron darse abrazos en la calle porque, dijeron, quieren propiciar el contagio de coronavirus (“abrace a alguien, salve vidas”, decían).
En la pandemia también sobresalen actos de responsabilidad como los de los trabajadores de la salud. Esta circunstancia propicia el reconocimiento, además, de los trabajadores que recogen la basura, producen y empacan alimentos, ofrecen servicios de mensajería y transporte, están a cargo de la infraestructura y la urbana y la seguridad, las telecomunicaciones, los medios y el sistema financiero. Esa nueva presencia pública de quienes desempeñan servicios esenciales podría conducir a una revaloración de su trabajo.
También hay una nueva apreciación social de la ciencia y el conocimiento. Aunque no siempre entienden o atienden a sus indicaciones, los gobernantes han requerido de la asesoría de especialistas para aquilatar los rasgos y el desarrollo de la pandemia. Las explicaciones de epidemiólogos e infectólogos, así como las estimaciones de matemáticos y estadísticos, entre otros profesionales, son atendidas por audiencias expectantes en todo el mundo. Esa revaloración del conocimiento experto se contradice con la autosuficiencia y el desprecio por la ciencia que distingue a los gobernantes populistas. Bajo el manto de la demagogia y las imposturas que propalan esos gobernantes, también hay demostraciones de extravío y seudociencia como las antes mencionadas.
Las tendencias al egoísmo, a la ignorancia y a la violencia que forman parte de la naturaleza humana pueden exacerbarse en la pandemia, pero también hay la oportunidad para que se moderen y sean reemplazadas por un repunte civilizatorio. El dilema está en el aire. El metaevento lo conmociona todo. El politólogo búlgaro Iván Krastev explica en El País: “Hay instantes en los que nuestras certezas se desmoronan y nuestra idea colectiva de lo que es posible se transforma radicalmente. La gente aparta la vista del presente y empieza a pensar en un futuro al que aspiran o temen. Estamos viviendo uno de esos instantes”.
No hay garantías infalibles para que ese futuro sea mejor o peor. Ahora mismo, cada gobierno evalúa cuándo y cómo regresar a las actividades normales, aunque en regiones como América Latina estamos en el momento más difícil e incierto de la epidemia. Existe el riesgo de que, por apresurar la reanudación de actividades, se tomen decisiones precipitadas y que costarían muchas vidas.
En un recientísimo ensayo el profesor John Keane, uno de los pensadores cardinales de la democracia contemporánea, sugiere que el miedo a la pandemia puede favorecer la resignación de las sociedades ante gobiernos despóticos. Aterrados ante las consecuencias de esta y las próximas epidemias, los ciudadanos aceptarían el mantenimiento de medidas autoritarias. El futuro de la democracia no estaría en el ideal participativo en donde, de acuerdo con la terminología de ese especialista, los ciudadanos pueden monitorizar y así supervisar a las instituciones, sino el modelo chino (“La democracia y la gran pestilencia”, en Letras Libres de mayo).
El profesor Keane tiene razón al preocuparse del riesgo autoritario, que siempre está presente después de las grandes crisis. Se puede esperar, sin embargo, que las reservas cívicas de nuestras sociedades, que ahora mismo se encuentran en tensión en el examen, la discusión y en su caso el rechazo a las decisiones del poder político, obstaculizarán la consolidación de las ambiciones autoritarias.
Por lo pronto a los gobiernos populistas no les va bien, o se encuentran ante sociedades divididas. Sólo el 27% de los brasileños (según Datafolha) respalda la actuación de Jair Bolsonaro ante la pandemia. En el transcurso de abril, la aprobación en el Reino Unido al manejo de la crisis a cargo del gobierno de Boris Johnson descendió del 61% al 51% (de acuerdo con British Futures). En Estados Unidos, según YouGov, el 52% de los ciudadanos tiene una opinión negativa del presidente Trump. En México, Consulta Mitofsky encuentra que el 45.2% de los ciudadanos aprueba el manejo que el presidente López Obrador hace de la crisis por el coronavirus y el 52.9% lo desaprueba.
Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 4 de mayo de 2020, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.