Just as every cop is a criminal
And all the sinners, saints
The Rolling Stones
Cuando una alcaldesa de Morena declara que lanzar un tráiler contra decenas de “guardias” (así les dicen ahora a los soldados) no es un delito y que los atacantes “sufren mucho”, y no falta quien se asombra de oír por enésima vez el guión de la victimización que define a López Obrador y a su grupo, quizá conviene repasar los supuestos que le han abierto el camino a una fuerza tan hipócrita como destructiva.
Otra razón para el repaso es que aún cuando con este gobierno millones de mexicanos han caído en desgracia económica, todavía se escuchan resabios de aquel ridículo silogismo según el cual, como el señor hablaba mucho de los pobres, pues tenía no sólo que ser auténtico y tener buenas intenciones, sino que además debía tener una conexión especial con “la gente”. Este conglomerado de absurdos que se reforzaban mutuamente servían para justificar (y justificarse), y también fueron la premisa para vender el cuento de que una caterva de maleantes son los culpables de la pobreza y de que ésta es la causa de la violencia. La concreción política de esta melcocha de santidad iracunda –buenas intenciones, honestidad, conexión con los pobres y violentos (el famoso “tigre”), la identificación iluminada de “los culpables”– han sido, entre otras, las farsas de cada mañana, los cheques que se pagan destruyendo al Estado, el asedio porril a quien estorbe o pudiera estorbar, la prisión automática, la demonización de los espacios académicos y técnicos, el endiosamiento de las Fuerzas Armadas, y la mano tendida al crimen organizado. Todo lo anterior tiene una motivación, que es también corolario; y dimana de una personalidad, que a su vez deriva en procedimiento y objetivo: dinamitar el sistema legal y político del país para arraigar la arbitrariedad de una persona, con disfraz de justicia.

El cuento que inició la alcaldesa lo podía haber iniciado López Obrador, pero en esta ocasión le tocó completarlo y se fue a donde siempre va: contra el enemigo, “los conservadores”; “zopilotes”, añade, y les recordó a quienes toman casetas y avientan camiones que, si quieren dinero, ahí están las “becas” (así les dicen); también “reveló” que, entre los “estudiantes” (así les dicen), había “infiltrados”, palabra de especial significado para un gobierno que aspira a transformarse en una comisaría.
En días pasados otro tráiler volcó, y mientras su conductor agonizaba en la cabina, unos zopilotes —no los conservadores; otros, sin comillas y sin madre—, ignorándolo, se lanzaron a saquear el camión. En las escenas de la rapiña no se ve pobreza ni sufridas víctimas, sino a una manada de miserables empoderados.
¿Cuánta soberbia cabe en la idea de que las estigmatizaciones desde el poder marcan la legitimidad de un crimen? ¿Cuánta egoísmo cabe en el desprecio a una víctima porque no encaja en el guión del jefe? Las preguntas se estrellan con las escenas de esos camiones, o con las de cualquier otra tragedia, simples notas al pie de las páginas siniestras que dicta una victimización estridente a hombros de víctimas sin voz. Y todo empezó hablando en nombre de los pobres. Convendría recordarlo.
Autor
Ha colaborado en el diseño y gestión de proyectos en los ámbitos de comunicación social, política exterior, seguridad. Actualmente es director de la organización social Causa en Común.
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