Creo que todos (o casi) nos hemos emocionado al mirarnos en nuestros más remotos ayeres mientras cantamos "Esos locos bajitos", con Serrat. Pero no se preocupen esto no será una retahíla políticamente correcta que termine en algo así como que nosotros cortamos las alas a los niños por esas formas tan raras que tenemos de ser los adultos y luego llorar juntos por lo malos que somos. En realidad me quiero situar en el anverso (ah, ese extremo eterno que tienen las cosas y las circunstancias) y así escribir que sospecho que muchos de nosotros tenemos claro, y con mayor regularidad de la que aceptamos, que los niños también llegan a ser insoportables.
Tengo cuatro hijos y nunca he pretendido ver en ellos a héroes y heroínas porque corrigen a sus abuelos delante de los demás, digamos, por su forma de hablar; como estoy convencido del valor de la prudencia, a mí me daría pena su ánimo corrector aunque en estos tiempos sé que sobran quienes me respondan algo así como “no cercenemos la frescura y la ingenuidad que sólo tienen los niños frente a esta sociedad hipócrita”. No creo que Emiliano deba decir a su abuela que no sorba la boca al comer aunque estoy convencido de que la vieja Lala sí le debió decir a él cuando era un niño que no sorbiera la boca al comer; no creo que Mateo le deba advertir a su abuela que la palabra correcta es “dijiste” ni Ursula decirle a su abuelo que no profiriera groserías cuando comprara chácharas en Tepito ni creo que Dante tenga ni una oportunidad, no al menos delante de mí, para decirle a su abuela que las enagüas ya no se usan. Desde luego que cada quien educa a los hijos como quiere y puede pero a mí los que no conocen el valor de la prudencia y la autocrítica me caen muy mal. Ah, y de la autoridad también.
Ya sé que para muchos es una heroína la niña que corrigió al secretario de Estado; para mí, además de ser un show exagerado, en realidad ni lo corrigió -al respecto han escrito quienes conocen mucho más el tema que yo- pero se sintió muy listilla y ahora hasta al Presidente es capaz de criticar, según advirtió la super niña (aquí van los aplausos de quienes no coinciden conmigo). Es posible que el cazatalentos Arturo Elias Ayub ya esté en pláticas con ella para incorporarla a la Telmex bancada o promoverla como activista de la AMEDI, yo sólo pienso que la niña necesita unas clases de prudencia y humildad, y también de fonética y gramática además de ir al médico para revisar a qué se debe su obesidad. Ella aún está a tiempo de mejorar su preparación lo que no sucede con las legiones que la han catapultado como una heroína. Pero dejemos a Andrea
Les invito a pensar en el chaval que le pregunta al pordiosero porque no se baña o en aquel pinche escuincle que no más no te deja en paz en aquel restaurante y jala tu saco una y otra vez o tira tu vaso de agua (“se dice con agua”, podría corregir Andreita, y creer en realidad que sí corrige), con la sonrisa cómplice de su madre, y ni te atrevas a decirle algo al nene o a su madre porque tienes el riesgo de recibir una respuesta temblorosa y airada que te diga represor, no sé, hijo de la mafia y hable de lo que es la libertad y todo eso, anden, anden, como un discurso de Denise Dresser. Qué tal cuando su gordo patea el balón y lo estrella en la cara del señor que estaba leyendo el periódico en el parque; les juro que he escuchado al padre diciéndole al chaval que le pegó mal a la pelota y que por eso le salió el tiro desviado, mientras aquel señor recoge sus lentes y el periódico.
En Facebook tengo contactos que fueron mis amigos en la infancia y la adolescencia. Fueron esos tiempos donde “El Mugres” era parte de la banda aunque le dijéramos así, “El Mugres”, un bolero con el que, en el Callejón de la Amargura de Garibaldi, jugamos partidos de fútbol intensos (estoy seguro de que si alguien nos hubiera querido corregir diciendo algo así “no se dice El Mugres, se dice niño en situación de falta de higiene”, lo hubiéramos madreado pero seguro; se bien que ahora las cosas son al revés, si a un niño en situación de falta de higiene le decimos “Mugres” nos llueven los cocolazos). Pero allá en el Callejón los mudos eran “Los Mudanzas” no personas con distintas capacidades para darse a entender mediante señas o algo así. Lo que quiero decir con todo esto es que, al menos a mí, no me gustan los correctitos. Mis amigos de la secundaria no me dejaran mentir: nunca me cayeron bien los fufurufos o los fresas; recuerdo cuando la maestra de inglés nos puso a bailar esa espantosa rola de los Beatles que se llama Obladi obladá. Imaginen ustedes: niños de catorce años debíamos usar pantalones deslavados de peto de brinca charcos con un ridículo sombrero de palma, a lo que yo por supuesto, me opuse y todavía estoy orgulloso de ello; primero invito a bailar una polca a Layda Sansores que salir con esas chingaderas. Pero bueno, el tema no acabó ahí: mi grupo ganó el concurso de baile (lo cuál les dará a ustedes una idea de cómo estaban los demás) y la maestra decidió rifar el trofeo. Yo, desde luego, dije que no participaba de ese gran triunfo de mis compañeros pero la maestra con un gran toque de solidaridad dijo que yo era parte del grupo y que claro que debía participar del sorteo. Aplausos. Pero, esperen. Lo gané yo. La maestra (que aunque no venga a cuento digo que estaba bien buena aunque era muy fea) se arrepintió y pidió que lo regresara. Me opuse, claro –frente a unas miradas contra mí muy duras, como las de Mafalda contra Libertad–. Yo no lo gané en el baile, dije, eso lo ganaron mis amigos (haciendo un pinche ridículo de aquellos, cosa que no dije, reconozco); yo me lo gané en la rifa y es mío, mi suerte me costó. Ya sé que la niña Andrea me habría pedido que lo regresara pero no, yo lo tengo en una de las cajas donde guardo recuerdos junto con otros, esos sí bien merecidos, de poesía coral e individual, porque echar desmadre no significó distraerse de la escuela
Me caen bien los niñas y las niñas traviesas y cabronas, que no se dejan del otro, que vuelan sus aviones de papel en la casa o que bailan a la menor provocación; los que piden razones o no logras su obediencia, incluso los que jugando almohadazos –Mateo es un experto– se aprovechan de cualquier distracción tuya para reventarle la nariz al padre (“va la mía, mi ca”, se le puede responder al momento de poner otra vez la almohada en todo lo alto junto al grito de guerra). Los niños o las niñas bien portaditas me caían, me siguen cayendo ya de viejo, casi tan mal como Don Fede o Noroña, pero me caen mal por definición no porque fueran de chismosos a acusarme porque me estaba fajando a una niña detrás del puesto de tacos del patio de la escuela. Pero créanme que yo no tengo nada contra quien aplaude a Andrea y hasta digan que por ser como ella es que no han podido conseguir pareja, desde luego que eso lo entiendo, aunque para mi en realidad eso sea un motivo para una urgente autocrítica y no para pavonearse como en sol de primavera.
¿Ahora sí, cantamos juntos con Serrat?