lunes 08 julio 2024

Fragmentos

por Germán Martínez Martínez

El expresionismo abstracto no es en forma alguna degradación de la pintura, sino una de sus posibilidades.

En la bibliografía académica sobre cine —en otros textos también— descubre uno fabulosos disparates. Las lecturas culturalistas tienen el riesgo de encontrar datos donde no los hay. Alguna vez leí a un angloparlante que disertaba sobre el carácter nacional argentino a partir de un personaje que, según el malogrado estudioso, preparaba un asado bajo techo en su departamento. Saltaba al desorden, pero sobre todo la “rebeldía” que —por supuesto— nos caracteriza a los latinoamericanos. Poco menos que revolución encarnada contra normas para prevenir incendios y contra despiadados caseros. El autor fue incapaz de notar que la acción ocurría en un patio.

Una visión simplista cree que la irracionalidad es cosa del pasado, que evolucionamos —como si no nos asaltara el hambre cada tantas horas, como si no sintiéramos deseo sexual a diario, varias veces— que sería regresión la manifestación de lo irracional. Pero las insensatas defensas de intelectuales orgánicos a líderes populistas —evidentemente contrarios a sus causas— muestran la vigencia de la irracionalidad, que siempre persiste.

Querer pintura figurativa como única opción del arte es tan necio como suponer que la poesía se consigue con versificación. Es tan viejo decirlo y, sin embargo, hace falta repetirlo.

Algunos lamentan acciones en monumentos como El Ángel de la Ciudad de México.

El cultivo de apariencias basadas en meticulosos desaliños y atuendos que se empeñan en el ridículo —que, por tanto, tienen enfáticamente presente la convención general de vestido— conlleva inversión de tiempo igual o mayor a la que realizan los personajes alienadamente integrados a usos comunes. Aunque quienes quieren verse distintos se presenten como opuestos a quienes califican como superficiales, son, como tantos, enemigos hermanos.

También hay vicios legitimados en la escritura. Uno común que aqueja a personajes mexicanos, que son más famosos que escritores, es acumular descripciones. Sólo la pereza lectora permite no detectar tales ferrocarriles verbales como reiteraciones sin utilidad o hasta pleonasmos.

Con una sola imagen Hollywood plantea una historia, creyéndolo virtud. Sus directores —que están en todas partes— no alcanzan más mundo que ese. El cine que me interesa construye su realidad con paciencia, no con eficacia comunicativa.

Atacar obras artísticas —actuar, o fingir, el atentar contra ellas— por parte de activistas tiene lógica de espectacularidad. Realizar acciones sobre monumentos —generalmente estatuas— padece de una debilidad, pues más allá del escándalo entre bobalicones que repiten lo que creen han de decir, en realidad, la mayoría de los monumentos son prescindibles: no pasan de elementos de cultura oficial, propaganda institucionalizada que los discursos burocráticos —adoptados por algunos o muchos ciudadanos— disfrazan de arte o construcciones “históricas”. Al final, a casi todos, sin espectacularidad, el tiempo los desaparecerá.

Mundo grúa (1999) fue la primera película del cineasta Pablo Trapero.

Algunos creen que hacer cine es narrar una historia ilustrándola —bella, efectistamente o desde el actual y popular estilo de lo desagradable— sin darse cuenta de que la materia central del cine son los sonidos y las imágenes.

Hay que escapar de reducir la crítica de poesía —o cualquier arte— a elocución de frases paradójicas que capturarían el misterio analizado.

Decir que las cosas dependen de su contexto es salida fácil, aunque sea cierto. Yo pienso en eso cada que las asombrosas plataformas de reproducción audiovisual enfrentan los pésimos proveedores de internet mexicanos. La innovación tecnológica del XXI regresa al siglo anterior: aun escogiendo baja calidad de reproducción lo visto suele retroceder al nivel de los viejos videocasetes piratas o muy usados. La imagen se vuelve nostálgica.

Que la poesía no radica en la métrica de los versos ni en las rimas, debería ser obviedad, pero hay que insistir en ello. La historicidad de las formas artísticas siempre se asoma y provoca prejuicios: así como algunos escribidores, para que sus textos parezcan poemas, se refugian en preceptos de versificación de un pasado remoto, que ya confunde sólo a lerdos; así también hay cineastas que reniegan del color y suponen que el blanco y negro los equipara con antiguas glorias cinemáticas.

El pintor Cy Twombly murió el 5 de julio de 2011.

Hay actrices que no pueden evitar mostrar su belleza, por caracterizadas que estén. En la cultura que va camino a volverse hegemónica, esas apariencias —si hay coherencia— se convertirán en obstáculo, quizá serán “canceladas” —desplazadas al menos— con argumentos de representatividad, diversidad, racismo y colonialismo. Si hay coherencia. El problema nuevo del atractivo de las actrices.

Un escritor, en la sala de su casa, contaba que veía con aburrimiento las películas de algún cineasta respetable. Decía que tomaba el control y adelantaba: nada revelaría si la imagen estaba congelada o avanzaba. ¿No le faltaba razón o no sabía ver?

Hay obras tan intrascendentes que pueden pasar muchas páginas, acumularse minutos en pantalla, antes de que uno comience a preguntarse si había leído o visto eso antes. En cambio, hay obras que uno conoce que sorprenden a la memoria y al presente.

La lucidez es individual, no colectiva; ejercer la crítica puede conducir a la soledad.

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