Este texto fue publicado originalmente el 22 de marzo 2017.
Me pregunto cuántos caminos llevan a Johann Wolfgang von Goethe, fallecido hoy hace 185 años.
A Goethe le gustó Bach (sobre quien ayer escribí), y a partir de ese registro podría hilvanar la historia más o menos conocida –aunque de precaria verosimilitud– entre el escritor y poeta y Beethoven, quien habría menospreciado a Goethe por su vasallaje frente al poder durante un casual encuentro en un parque.
Sobre aquel registro podría optar entre dos vías: la primera es aludir a la predilección musical del autor de Fausto, tan luterano como Bach y tan absoluto como adujo E.M Cioran al referirse a Bach como “la única impresión de que el universo no es un fracaso” y, enseguida, ubicar a Beethoven también como fanático del creador de La pasión según San Mateo, al quien caracterizó como “El Dios inmortal de la armonía”. La segunda opción es clara: aludir al cortesano del poder que también fue poeta desde los 26 años de edad, cuando se trasladó a la Corte de Weimar (con los pretextos de olvidar uno de sus primeros amores y desechar la abogacía).
La primera opción es fascinante: remite a la inquebrantable convicción de Goethe de nunca abandonar la aventura del pensamiento (“cada día aprendo algo nuevo”, escribió el anciano alemán); si la música es el lenguaje de la trascendencia, Goethe aprehendió las reflexiones de Bach y no solo, el mismo Goethe hizo de la escritura y la poesía su propio estandarte para trascender. En la lectura de Milan Kundera esto último es “la inmortalidad”, el ser universal en que deviene la creación literaria cuando rebasa las fronteras, en El telón, el autor checo cita al creador de Elegía de Marienbad: “La literatura nacional ya no representa mucho hoy en día, entramos en la era de la literatura mundial y nos compete a cada uno de nosotros acelerar esta evolución”. La otra opción la desecho porque disiento del juicio implacable de Rosa Montero quien, en La Loca de la casa desprecia a Goethe por haberse vendido barato además de subrayar que esa apuesta significó la disminución de su potencial literario, no es lo mío pontificar, definitivamente.
Me atrae la alternativa de recrear los devaneos amorosos de quien en la vejez no sólo sintió los apetitos del conocimiento –hasta el último de los días dibujó y estudió la evolución– sino que también estuvieron siempre con él, los apetitos de la carne y, en especial, la predilección por las jóvenes doncellas. El mismo Goethe en su biografía o su secretario –autorizado por el autor para escribir al respecto– alude al encanto que le generó siempre el perfil femenino y el enamoramiento al que fue proclive incluso para sentir su desfallecimiento, en el desconsuelo de alguna herida de las reyertas de amor; sin ese talante apasionado, estoy de acuerdo con Stefan Zweig, el señor Goethe jamás hubiera escrito la Elegía de Mirienbad y Zweig signa la fecha: el 5 de septiembre de 1823 en la mañana, cuando el poeta iba a bordo de un coche de posta con el corazón destazado a la edad de 74 años, porque no logró que una niña de 16 años se casara con él, la joven Ulrike. Al biógrafo austriaco le interesa recrear la atmósfera y el sentimiento que dio vida a ese hermosa composición, a Rosa Montero le incumbe anotar el desprecio de la joven que, a diferencia del muchacho Wolfgang, no aceptó ser comprada; en constraste, a Milan Kundera le importa poner de relieve que esa elegía sitúa al autor más allá de la muerte, es decir, en la inmortalidad, al autor, dije, no a la obra, porque esa obra ahora mismo nos podría parecer almibarada, perdida en el tiempo, extraviada, no así el nombre del poeta que en ese contexto y en un tiempo preciso (ah, Zewig, casi señala la hora con el reloj obsesivo de las narraciones de Dostoievski).
Ahora, no sé porqué, pienso en Goethe dibujando a los 83 años, días antes de su muerte; lo miro sin sus dientes, la espalda corva y el cabello escaso. Balbucea el nombre de Elisabeth Katharina Ludovica Maddalena Brentano; “ese moscón antipático”, se escucha decir, la mujer de quien nunca se enamoró, la escritora alemana amiga que recreó intercambios ficticios con el poeta, sí, Bettina, amiga de Beethoven y Karl Marx, novelista del romanticismo que nunca pudo atrapar a Goethe según sus biógrafos, incluso los más despiadados aluden nada más a escarceos fugaces sin más consecuencia que una mano depositada en el pecho de la poeta y escritora.
Los resuellos de Goethe suenan en la habitación como ronquidos de un perro viejo, lo visitan esos fantasmas que vienen del futuro –sí, los mismos de los que habló Milan Kundera en La Inmortalidad–, me refiero a los fotógrafos que, curiosos como nosotros los lectores, no saben comprender la trascendencia en el rostro decrépito del anciano. Sólo miran a un hombre que está a unos días de morir sin observar su trascendencia hasta que de pronto alguien, entre los fotógrafos o los lectores que ahora están atentos, pronuncia en voz alta estas palabras:
“¡Dejadme aquí, compañeros de camino!
A solas entre rocas, pantanos y desiertos.
¡Adelante! El mundo os abre su sentido,
ancha la tierra y excelso el firmamento.
Ved, investigad, y acumulad detalles,
Seguid persiguiendo los misterios naturales”
Los fotógrafos y los lectores provienen de la alborada del siglo XXI y en este instante comprenden por qué el poeta es inmortal; entonces se entusiasman al sentir azuzado el pensamiento y la pasión, y el sentimiento lo plasman con una palabra: “Goethe”.