Primer acto: en el terso y humillante proceso para ahora extender la extensión de la administración militar de la inseguridad pública a cambio de una “supervisión parlamentaria”, el general secretario imparte clases avanzadas de soberbia, y aún antes de que concluya el retroceso constitucional, trocó su comparecencia ante el Congreso por una visita de pleitesía a sus oficinas… y luego la canceló. Segundo acto: el enésimo video en el que unos soldados vestidos de Guardia Nacional detienen a unas personas armadas, son rodeados por pobladores alebrestados y optan por liberar a los detenidos. No son dos eventos desconectados, no son coincidencia; son escenas de una misma trama de abusos cruzados que ya hace rato desbordaron los rieles institucionales, en un constante ir y venir de amenazas, extorsiones, compras y ventas, desplazamientos ásperos de gente, dineros y poder.
El abuso principal, el capital, el que da la pauta para los demás reflejos, es el de López Obrador, que alardea su desprecio a la institucionalidad al mismo tiempo que parasita el prestigio de las Fuerzas Armadas y se despacha en grande con su disciplina, sus ambiciones y su opacidad. La plana mayor castrense, que no parece ver más allá del último parte, lo imita y también presume sus resentimientos contra policías, contra “la oposición”, contra periodistas y organizaciones latosas, y contra cualquier indicio de inspección externa, como procede en cualquier democracia real.
Mencio fue un propagador del confucianismo que pasó gran parte de su vida, varios siglos antes de Cristo, dando consejos a distintos gobernantes, y distinguía entre el señor de la guerra, que reina por la fuerza, y el verdadero rey, o hijo del cielo, que reina a través de la virtud. En la antigua Roma distinguían entre potestas, la imposición sustentada en los cargos y en la ley, y auctoritas, el poder que emana del prestigio de una persona. ¿Cuánto respeto podría generar una disposición mezquina que inventa apóstatas y humilla a los que ya se doblaron? Porque no pinta bien para las Fuerzas Armadas una acumulación de poder desprovista de autoridad y lidiando con un mundillo burocrático y político en eterno colapso, y ya indistinguible de las cloacas; todo aderezado con filtraciones por goteo, tortura china que devela un cochinero insondable y reafirma las torpezas que se cometen al aire libre.
Ni modo, el país no construyó un sistema nacional de seguridad pública y por ahí se coló una militarización cuya grosera vanidad es directamente proporcional al creciente desmadre nacional. Ahí está la grieta, o el abismo en sus entrañas, porque defender a un gobierno productor de arbitrariedades mayúsculas y mandar a los soldados a enfrentar las consecuencias a ras de tierra es la contradicción (y la hipocresía) esencial de la cúpula militar.
Se toma con la mayor naturalidad que “allá abajo” la tropa y los policías deban lidiar, con sus propios impulsos, desde luego, pero también con otras mechas cortas a la espera de una mirada, un gesto, una palabra, lo que sea. Difícil la vida para un policía cuyo asesinato no le va a importar a nadie. Difícil para los soldados que llevan nuevos uniformes y nueva marca, símbolos de la obediencia para los encargos bochornosos. Aunque los enfrenten a unos contra otros, ambos son damnificados de una miseria política incapaz de construir una misión a favor de la comunidad o del Estado. Ellos lo saben, lo viven y lo entienden. A saber qué cosas se estén incubando allá abajo.