marzo 9, 2025

Compartir

Mucho se ha degradado el leguaje de la política en esta época de caudillos populistas. No es que antes las cosas fuesen perfectas, ni mucho menos, pero hoy se imponen como nunca los estilos más toscos y los leguajes más degradantes. Se denuesta sin contemplaciones a quienes piensan distinto. Prolifera el discurso de odio y la intolerancia. Son las “nuevas estrategias de comunicación”, tan eficaces para ganar votos con un lenguaje elemental y soez (supuestamente “franco y directo”) el cual tiene la intención de conectar con sectores de la población apelando a unos códigos esperpénticos. Frente a las sofisticaciones intelectuales y complejidades de la existencia humana, los populistas contraponen una cosmovisión maniquea la cual procura simplificar todo y reducirlo al sencillo contraste blanco/negro. Desde luego, un perfecto ejemplo de todo esto lo padecemos en México con López Obrador, para quien los que pensamos distinto a él somos “traidores a la patria”.

Últimamente la tendencia de los vituperios ha invadido también el ámbito de las relaciones internacionales. Se está endureciendo el trato entre los jefes de Estado lo cual es, sin duda, resultado lógico de una atmósfera política polarizada poblada por dirigentes adictos a llamar la atención, pero tal práctica tiene consecuencias aciagas para la política global porque va en detrimento de las normas y protocolos de la diplomacia internacional. Desde luego, los insultos en las relaciones internacionales no son nuevos. Para el experto en estos temas Erik Goldstein “el insulto diplomático se originó junto con la invención de la diplomacia… incluso en la Biblia hay un relato del rey de los amonitas afeitando la mitad de las barbas de los representantes enviados por el rey David”. Sin embargo, las cosas evolucionaron al grado que el insulto diplomático se convirtió en el último recurso utilizado como una forma de expresar un descontento extremo cuando todos los demás esfuerzos de comunicación han fracasado. 

Dice Goldman: “Francia, en particular, es un consumado usuario del insulto diplomático. Se ha documentado que Napoleón abiertamente insultó al embajador británico en 1803, al austriaco en 1808 y al ruso en 1811, como una señal de que la guerra con cada potencia era inminente”. Con el tiempo los insultos diplomáticos se hicieron más sutiles. Es famosa la anécdota de lo sucedido en una cena de la OTAN en 1994 con Warren Christopher, a la sazón secretario de Estado de los Estados Unidos. Previamente se habían verificado enconados desacuerdos entre las delegaciones francesas y norteamericana, al grado que cuando el secretario general de la OTAN (Javier Solana) propuso un brindis en honor a Christopher, el ministro de Asuntos Exteriores francés, Hervé de Charette, abandonó abruptamente la sala “para expresar su descontento”. Tras esta acción, el embajador francés ante la OTAN ocupó el lugar de Charette y ostentosamente le dio la espalda a la sala mientras se realizaba el brindis para llevar aún más lejos el agravio.

Goldstein proporciona otro ejemplo: Durante una visita a Washington (1997) del primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, la Casa Blanca anunció que las “dificultades de agenda” impedían que se organizara una reunión con el entonces presidente Clinton, un desaire claramente destinado a transmitir el descontento estadounidense por lo que se consideraba la falta de cooperación de Netanyahu en el proceso de paz de Oriente Medio. Estos son solo un par de los muchos ejemplos en los que los insultos en el estilo diplomático más tradicional se convierten en una herramienta eficaz. Se trataba de escarnios simbólicos diseñados a proporcionar a la parte humillada algunas oportunidades interpretativas y permitirle salvar las apariencias y continuar la relación con el ofensor. Los insultos groseros eran raros en la práctica diplomática porque se supone que la diplomacia contiene civismo y tacto, pero ahora impera el agravio directo y soez, tendencia agravada, por cierto, con la utilización de Internet.

Hay una larga lista de ofensas soeces y directas entre gobernantes en la historia reciente. Quizá esta moda empezó con aquella famosa alocución de Chávez en su programa racial de “Alo, presidente”, cuando el dictador bolivariano se dirigió a Bush diciéndole: “Eres un burro, Mr. Danger… Para decírtelo en mi mal inglés, you are a donkey… cobarde, asesino, genocida borracho e inmoral”. Por ese entonces la Unión Europea cayó en una grave crisis diplomática cuando Silvio Berlusconi llamó “guardia nazi” al parlamentario alemán Martín Schulz “Sé que en Italia hay un hombre produciendo una película sobre campos de concentración nazi, debería ponerte para el rol de kapo, estarías perfecto”, le dijo. Tal fue la indignación de los integrantes del Parlamento Europeo, que Berlusconi se “disculpó” diciendo “Trataré de suavizarme y volverme aburrido, tal vez muy aburrido, pero no estoy seguro de que pueda lograrlo”. Años más tarde, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan recomendó a Emmanuel Macron practicarse un “examen de salud mental” después de que el francés defendiera el trabajo de los moneros de la revista Charle Hebdo al caricaturizar al profeta Mahoma. El ex presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, llamó “hijos de puta” a Obama y a Papa. Y así se ha ido alargando la lista de gobernantes a los que les ha dado por adoptar al insulto como instrumento de sus relaciones internacionales con personajes como Bosonaro, Petro, Putin y por supuesto, nuestro inefable Peje.

El ejemplo más reciente de la diplomacia del insulto lo dio e la semana pasada el presidente argentino Javier Milei con los denuestos que le propino en España a Pedro Sánchez y a su esposa durante un evento del ultraderechista partido Vox. Para populistas y outsiders de nueva generación como Milei y sus homólogos a la derecha y a la izquierda, erosionar estas normas es una característica, una parte integral de su deseo de disrupción. Se trata de amplificar la a guerra contra los oponentes ideológicos, independientemente de dónde se encuentren en el planeta. Para Milei, quien es todo un showman además de un adolescente impertinente, Sánchez es un blanco perfecto, sobre todo tratándose de un mitin donde el argentino podría usar sus provocaciones para atraer la atención de varios líderes prominentes de extrema derecha europea. 

Las palabras no crean la realidad, pero pueden contribuir a desfigurarla. Los insultos jamás reemplazan a los argumentos, más bien son los recursos para eludirlos. Las injurias reiteradas son característica de los gobernantes irresponsables. Aunque siempre, en alguna medida, las descalificaciones son parte de la vida pública, en sociedades afectadas por un clima atribulado por la estridencia se anula la posibilidad del diálogo civilizado y aben la puerta a la violencia. La proliferación de esta tendencia en el ámbito internacional entraña graves riesgos justo cuando el orden mundial parece más propenso a los conflictos. 

Autor