Este artículo fue publicado originalmente el 26 de julio 2015, lo abrimos de manera temporal para su consulta.
La Guelaguetza, presunta fiesta de hermandad, siempre ha sido racista. En menos de dos décadas llegará su primer centenario y no se ve que sirva para hermanar a las etnias oaxaqueñas. Sólo hay que ver la nota roja para leer que no pasa una semana en que dos pueblos se den de balazos o, cuando menos, de garrotazos, por un metro de tierra (es un decir) que ni siquiera cultivan.
Esa fiesta oculta al mundo esas rivalidades y enconos étnicos con siglos de permanencia; asimismo oculta la dominación de los caciques, de los partidos (del PRI, el principal), de la Iglesia católica, y ahora, de las sectas protestantes.
La selección de bailarines proporciona otro elemento de división en los pueblos y encubre el desprecio que el gobierno (el estatal y el federal) mantienen hacia el indígena (sinónimo de pobre).
Oaxaca es uno de los tres estados que concentra la mayor parte de grupos considerados “indígenas” (aunque ya no exista un indígena puro), no obstante es uno de los estados más atrasados y más pobres del país. Lo que indica la importancia que le dan las autoridades a los originarios.
También es uno de los estados que más indígena expulsa al Estado de México y a los USA: se calcula que vive casi un millón y medio de oaxaqueños entre Ciudad Nezahualcóyotl y el estado norteamericano de California. Lo que nos habla muy bien de lo que aprecia el gobierno a sus indígenas.
Hace tiempo el famoso artista plástico oaxaqueño Ariel Mendoza Baños declaró:
“El Estado siempre ha pisoteado la cultura: la Guelaguetza es una mentira; es una utilización del gobierno, según para difundir nuestra cultura y no es cierto porque toda la gente que viene a bailar no le pagan, la tienen en cuartitos de hotel y comen mal: es faltar a la integridad a lo que es bailar. Eso no es cultura y, que lo ocupen para fines comerciales, es ahí donde está mal todo.
“Las danzas son más rituales que espectáculos, para empezar. Aquí lo hacen espectáculo y le quitan lo ritual, le quitan la esencia de lo que somos y lo hacen espectáculo para agradar a los demás. Qué vergüenza para el estado que muestre esta transformación de lo que somos para beneficio del turismo y de los comerciantes que hacen negocios con eso, con nuestra cultura.
“Estoy a favor que los turistas vayan a sus comunidades a conocer toda nuestra cultura natural, a cada pueblo; no traerla y transformarla en un espacio en que la hacen un espectáculo”.
Lo curioso es que el gobierno del estado gasta cientos de miles de pesos en promoción en el pago de artistas de la televisión, que son blancos o rubios y con un prototipo de belleza que nada tiene que ver con las etnias oaxaqueñas.
Desde el principio de la fiesta, que inventó un gobernador istmeño, hubo racismo. Decimos que es invento, ya que la fiesta tiene antecedentes que, incluso, se remontan hasta tres siglos antes, pero no tienen nada que ver con lo que se llamó inicialmente el “Homenaje Racial” en 1932 (en el marco de un centenario más de Oaxaca como ciudad, y del desastre causado por un terremoto el año anterior, que causó un éxodo de oaxaqueños).
Solamente alguien que no sepa nada de la historia de Oaxaca podría creer que, antes, en ese cerro, bailaban juntas las delegaciones mixteca y zapoteca, por ejemplo, y que, al terminar, seguían con sus incontables peleas.
Esta imagen de mantener detenida en el tiempo la cultura étnica, también significa impedir que esa cultura evolucione como todas en la historia de la humanidad. Pareciera que conviene al gobierno que los pueblos sigan así. Que se mantengan estereotipos, prototipos de dominación masculina, por ejemplo; porque el comité de autenticidad descalifica a una joven que levanta la cabeza al bailar, en algunos casos.
O mostrar candorosamente en sus bailes enfermedades asociadas a la suciedad y la pobreza, como la danza de “La sarna”.
Se expone también la dominación de la religión católica, porque, aunque se alude “su antiguos dioses” o a la grandeza de su pasado prehispánico, lo que se observa son las costumbres que, a sangre y fuego, les grabaron los frailes españoles.
“Somos el pueblo jamás conquistado”, dice con orgullo algún representante de los danzantes. Sin embargo, el nombre de ese pueblo es “Santa María Equis”; donde ellos hablan en español, la música la tocan con instrumentos que trajeron los españoles, y la estructura de sus canciones siguen los lineamientos de aquellos que se las enseñaron y su religión es la católica. ¿Más conquista quieren?
Con la creación del espectáculo, también se inventaron los “Comités de Autenticidad”, que son los que evalúan a los “verdaderos indígenas” y los aprueban o no para representar a su pueblo o etnia.
DESDE EL PRINCIPIO…
Claro que desde el principio, el espectáculo, conocido primero como “Homenaje racial”, fue racista. Para empezar, las entonces seis regiones del estado le rindieron homenaje a la ciudad capital, representada por la “Señorita Oaxaca” (copia de la “miss” gringa; porque pudieron llamarla de otra manera).
Los “Comités de Autenticidad” se fijaron, principalmente, en la vestimenta de la mujer. Desecharon las prendas que portaban las mujeres de clase media o popular y destacaron las de las ricas o pudientes. El traje representó el concepto de la identidad. [Sobre esta idea se creó el traje de la tuxtepecana, por ejemplo, ya que antes de 1958 usaban el jarocho].
Otra forma racista de la selección de embajadoras o representantes de los pueblos, fue la manera en que se ganarían un lugar en el cerro del Fortín. Primero fueron “nominadas” como candidatas, pero, para salir “premiadas” tenían que vender votos.
Es obvio que las ganadoras fueron chicas de las familias ricas del lugar, que podían comprar el mayor número de votos. Por coincidencia, esas familias pudientes también eran las más blancas o las de menor tipo indígena.
La antropóloga Deborah Poole, en su trabajo: “Diferencias ambiguas: memorias visuales y el lenguaje de la diversidad en la Oaxaca posrevolucionaria” señala:
“Las embajadoras, sin embargo, no se consideraban ‘indígenas’. En efecto, algunas, tal como Rosa María Meixuiero de Hernández, la embajadora de Sierra Juárez e hija de uno de los caciques del Movimiento de la Soberanía, representaban a las familias más poderosas (y más blancas) de su región.
“Varias de las embajadoras marcaron más sus distancias con respecto a sus séquitos de piel oscura, blanqueando su cara con harina (o polvos) para resaltar la distancia racial que las separaba de ellos”. (Revista Mexicana de Ciencias políticas y Sociales. Vol 47. No. 195. 2005).
Poole indica también que, cuando los del comité de autenticidad, discrepaban en la elección de la vestimenta, el Comité Organizador Central se movilizaba para imponer su selección: si era necesario, le indicaban a las participantes que tomaran prestada la vestimenta de otros lugares.
El Comité de Autenticidad es discriminatorio, porque, aunque se vista o se baile de cierta manera, si a los integrantes de ese comité no les parece suficientemente “auténtico”, exigen que se cambie ese vestuario o esa forma de bailar, en algunos casos.
Deborah Poole, en su ensayo citado, sobre los parámetros o los juicios que utiliza el comité para aprobar a una delegación, sostiene que “está en los detalles” y cita parte de la entrevista una integrante de esa comisión:
“La misma mujer mencionada líneas arriba me llegó a comentar: ‘Nos fijamos en los detalles del vestido, los peinados, las trenzas, las colas de caballo, los aretes, los collares, en todos los detalles. La coreografía es otro detalle importante que tomamos en cuenta”. Dos cosas me interesan sobre esta conversación negociada sobre detalle y efecto: primero, cómo el Comité autoriza sus juicios (y por ende su poder) por medio de ‘sensibilidades’ o "’sentimientos’" inarticulados. La presidente del Comité me dijo cuando le pregunté (inocentemente) qué documentos o fotografías utilizaban para juzgar la autenticidad histórica: ‘Lo que es auténtico en mi región, yo simplemente lo sé´, me dijo (en una voz un tanto cortante).
"’¿Por qué? porque yo nací allí. Yo viví las costumbres de mi tierra… Es un sentimiento que estamos interpretando’".
RACISTA DESDE EL XIX
Considero que todo este asunto, de la fijación en el vestido de la mujer oaxaqueña, inicia con los trabajos de Manuel Martínez Gracida, quien tuvo el apoyo de Porfirio Díaz, por lo que, entre otras aportaciones, realizó un inventario de la vestimenta de las mujeres indígenas. Gracida fue seducido por la mujer de Tehuantepec (como antes Brasseur de Bourbourg y otros), para él la tehuana era el prototipo de la indígena pura.
En este concepto lo seguían muchos viajeros, que se asombraron con el tipo de la tehuana y su vestimenta, sin considerar que había otras etnias que jamás verían a su paso por el istmo de Tehuantepec.
Por ejemplo, el investigador norteamericano Frederick Starr escribió:
“Por su belleza personal las mujeres de Tehuantepec son famosas: todos los viajeros acentúan el hecho y algunos afirman que son las mujeres más hermosas del mundo. Esta impresión favorable se debe a sus formas finas, su movimiento libre y agraciado, y su manera directa y audaz. (Physic al Chakacters of Indians of Southern Mexico. Chicago. 1902).
Starr, era muy amigo de Gracida, dice Poole, y proclamaba que las mujeres tehuanas eran la única "raza pura" que se podía encontrar en todo Oaxaca. Sin embargo, pasmosamente, para esos señores, el tehuano era feo, ya que lo consideraban “supuestamente menos puro”, sostiene la antropóloga:
Poole cita un comentario del dominico británico Thomas Gage: "El físico nativo de los hombres de Tehuantepec es tan repulsivo como atractivo resulta el de las mujeres".
Todos andaban equivocados. Señalaban como indígenas “de raza pura” a una de las etnias más mezcladas de Oaxaca. Con más de tres siglos y medio de mestizaje, difícilmente podría decirse que existía una raza pura en Tehuantepec a finales del siglo XIX. En cuanto al absurdo de que las mujeres fueran hermosas y los hombres “repulsivos” no entraña más que una cuestión sexista, porque, de alguna parte debieron salir esos hombres o ¿las mujeres se reproducían solas?
Poole observa que las tehuanas sobresalen en el trabajo de Gracida: “Aunque Martínez incluye dos ‘tehuantepecanas’ de lo que él llama la ‘clase popular’ y una de la ‘clase media’ su mayor interés claramente radica en las ‘tehuantepecanas de clase superior’.
“En los textos escritos para acompañar estas ilustraciones, Martínez comenta sobre la gran riqueza en joyas, tierras y dinero acumulada por estas mujeres y proporciona descripciones detalladas de los elegantes tocados de encaje, las faldas bordadas y la joyería de oro que ya se había convertido en su ‘marca de fábrica’ en la sociedad mexicana. Es claro que don Manuel vio la riqueza y belleza de los atuendos de tehuana como evidencia para la supervivencia de la civilización aristocrática que había alabado en los otros trabajos que había publicado. El resto de las láminas está dedicado a ‘tipos etnológicos’ que habitan otras regiones de Oaxaca y visten menos suntuosamente”.
Entonces es posible que este tipo de estudios hiciera que los pioneros de la Guelaguetza centraran su atención en la vestimenta femenina como icono de la identidad.
NI ES GUELAGUETZA
El padre Gay nos dejó una definición muy corta de “Guelaguetza”: “Es un don gratuito que ofrecen todos a porfía al que lo necesita, y que lleva consigo la obligación de reciprocidad”.
Es decir: se da para recibir, no en ese mismo momento, sino en uno posterior. Como en la víspera de una fiesta; los amigos y vecinos acuden a matar y destazar la res, las mujeres a cocinarla, hacer los tamales… y ellos esperan la reciprocidad cuando a su vez hagan su festejo.
Entonces, lo que se presenta en estos lunes de julio en el cerro del Fortín es una falacia de la Guelaguetza; ese espectáculo de “La Rotonda de las Azucenas” fue llamado así porque los bailarines lanzan productos de su región a los asistentes. Pero eso no es Guelaguetza, es un regalo simplemente; desde ahí se desvirtuó su esencia.
Ya desde 1972 don José María Bradomín, criticaba al espectáculo:
“Guelaguetza. Esta es una costumbre de carácter eminentemente social, vigente entre los indígenas de origen zapoteco, cuyo verdadero y auténtico sentido ha venido siendo mixtificado, de hace ya algunos años a esta parte, al asignársele esa modalidad de besamanos público, de manifestación servil escudada tras un acto de aparente homenaje a las autoridades […] si propalando tal especie satisfacen cumplidamente un interés público, sacrifican, en cambio, en aras de ese interés el auténtico sentido de nuestras tradiciones populares: la Guelaguetza, por lo tanto, no es la pretendida manifestación de homenaje a las autoridades gubernativas, sino, concretamente, un acto de solidaridad colectiva, de mutua ayuda entre el vecindario de los zapotecas, mediante el cual todos contribuyen o aportan su concurso, personal, económico, para la satisfacción de una obra en beneficio de un miembro de la colectividad”. (Monografía del estado de Oaxaca).
Si bien ese humillante “besamanos” ya fue eliminado, donde los presidentes municipales y representantes de las delegaciones acudían a rendirle pleitesía al gobernador en turno, aún hay otras cuestiones criticables.
Hay que aclarar que en un principio, desde el “Homenaje Racial”, esta distinción clasista primero fue para la “Señorita Oaxaca”, a ella se entregaban los regalos, es decir, las otras regiones le debían reverencia a la ciudad capital.
Otro punto reprochable de esta fiesta “indígena”, es que no lo es; como apunta el investigador del Ciesas, Jesús Lizama Quijano. Él dice que esta celebración es eminentemente urbana “porque la organizan las autoridades locales para la ciudad de Oaxaca, es decir, no es una fiesta de todo el estado. “Los Lunes del Cerro” se celebran aquí, en Oaxaca; ¿y dónde fue creada?, aquí en Oaxaca; ¿y para quién fue creada?, para los de aquí, para los oaxaqueños citadinos.
“Es una fiesta urbana y no es una fiesta indígena, porque los indígenas no organizan la fiesta: Y los beneficios son para la ciudad. El comité Pro Fiestas de Oaxaca tuvo como objetivo dar impulso a las fiestas oaxaqueñas para atraer turismo, así lo dice, está en crónicas y hay toda una documentación que lo avala. Son ellos los que dicen qué es lo que se va a hacer e invitan a las delegaciones a bailar a la fiesta. Por eso la ciudad se hace su fiesta y la ciudad pone los requisitos para el que quiera venir a su fiesta”.
Hace años, en un folleto a todo color que publicó Telmex, el Grupo Sansco y el gobierno del estado para promocionar la Guelaguetza (o ¿A Telmex?), Andrés Henestrosa escribió:
“Ha gozado ésta tan bella práctica oaxaqueña, retoques, agregados, supresiones, pero su esencia permanece. Otros adornos le vendrán (sic) para ponerla al día, para ajustarla al ritmo de la vida oaxaqueña, siempre en pie y en el camino. ¿Cuáles vayan a ser? No lo sabemos, pero de una cosa podemos estar seguros, y es que las futuras Guelaguetzas, contendrán algún aditamento que las enriquezca […]”. (9 de marzo de 2001)
De origen indígena, raíz que siempre propaló y con lo que logró escalar grandes alturas, don Andrés acepta que esa fiesta sea alterada, porque cree que siempre conservará su esencia. Con esos puntos de vista justifica la devaluación de las costumbres pero a favor del turismo. Si se permiten que ellas se vayan adecuando al ritmo del avance social, “para ponerla al día”, ¿qué quedará de su esencia en algún momento futuro?
Ya sabemos de esos cambios; ahora ya son cuatro representaciones del espectáculo, sus precios son prohibitivos para la mayoría del pueblo; y si hay ganancias no les toca a los bailarines de las delegaciones, que, en la mayoría de los casos tienen que invertir de su peculio personal para sus trajes y aditamentos.
Si hubiera llenos totales en esas representaciones, y más pueblos exigieran participar, ¿el gobierno del estado aumentaría la fiesta a otro lunes con dos espectáculos más?
Otra falacia es que, un buen porcentaje de participantes no son indígenas, ni usan esos vestidos en su vida cotidiana y su pensamiento y enfoque del mundo son occidentales, como los de cualquier citadino.
En ciertos casos, como señala Deborah Poole, una invitación para bailar en la Guelaguetza “es una oportunidad para iniciar una carrera como danzantes culturales y un medio para establecer vínculos políticos con representantes del gobierno oaxaqueño […] incluso para lograr acceso al gobernador mismo”.
Así como el gobierno del estado maneja esta fiesta, está mintiendo a quien la admira; así no es Oaxaca: se niega la raíz española (sin decirlo se manipula con ese estereotipo de que los oaxaqueños admiran su pasado prehispánico, cuando lo que se muestra son las costumbres, la religión, la música y actitudes que los españoles impusieron con sangre los naturales de esta tierra.
Son pocos los pueblos que aman su música tradicional, mantienen su lengua o se visten como se ve en “La Guelaguetza”; la gente que asiste a sus fiestas en la mixteca no baila el “Jarabe” como lo vemos en el Fortín, por ejemplo.
No se trata de eliminar la fiesta. Lo que se critica es que se negocie con las costumbres, que se venda esa idea de autenticidad cuando no lo es y que sea un aparato puramente comercial. Se debe mostrarla tal cual es: un espectáculo para turistas. Y que la reciprocidad (la guelaguetza) se devuelva a los danzantes en algún tipo de beneficio.