Música (2023) de Angela Schanelec es, como otras películas de la autora, un concreto oasis cinemático. La cinta tuvo su estreno mundial al principio del año en la Berlinale y en México se proyectó un par de veces en junio durante el Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM). Hace pocos días, en la Cineteca Nacional, el Instituto Goethe, Cinépolis Diana y Cine Tonalá, volvió a verse como parte de la 22 Semana de Cine Alemán. Para un público cinéfilo —y no cualquiera que consume filmes lo es— Música es una película amable en múltiples sentidos, comenzando por su accesibilidad: una narrativa delicada al grado de resultar huidiza pero que es siempre coherente y hasta tradicional en su linealidad e inclusión de graves conflictos tanto morales como relacionados con el destino que escapa a los individuos.
La cinta sigue la vida de un hombre, desde su juventud despreocupada hasta su madurez. En el proceso, salta geografías, pasando al menos por Grecia y Alemania. El cuidado de Schanelec está en la construcción del flujo audiovisual, no en forzar verosimilitud, aunque se trate de una cinta realista. La falta de teléfonos celulares permite adivinar que la mayor parte de la historia es previa al siglo XXI. Hay indicadores del paso del tiempo, como el desarrollo de la hija de los protagonistas, pero no hay angustia que lleve a fingir el envejecimiento en los rostros o el pelo de ellos, recurso fácil del cine convencional. La estrategia de la directora no es naturalista: los artificios son constantes, como lo muestran el contraste de color entre sábanas blancas y el oscuro atuendo de una joven celadora o que ese personaje repose después en lo más alto de una columna de colchones. Un accidente lleva al protagonista a la cárcel y esa celadora se ocupa de él más allá de su deber, buscando ungüento en alguna farmacia para los lastimados tobillos del cautivo. De esta forma, más allá de la verosimilitud —valor menor— Schanelec se ocupa de cómo el amor, o al menos los emparejamientos, suceden todo el tiempo, en cualquier parte.
Es curioso y, sobre todo, valioso que en Música —condenada al circuito de cinematecas, festivales y cines de nicho— haya tantas características que la distinguen, sin aspavientos, del común de las cintas de ese tipo. Ocurre, no obstante, una paradoja. En 2017, FICUNAM dedicó una de sus “retrospectivas” a las cintas de Schanelec, quien estuvo como invitada en el festival. Esto dio a conocer a la directora y su filmografía en la Ciudad de México, relativamente, pues, aunque acudió incluso a medios de comunicación populares, acaso fue, como la mayoría, contenido que se desvaneció con poco viento. Entre muchos asistentes a FICUNAM o que —aun sin acudir al festival— se fían de sus ecos, surgen confusiones: se da por hecho que los invitados tendrían magna importancia artística, a pesar de que, si bien se trata de selecciones que no renuncian a un criterio, al mismo tiempo están siempre marcadas por cuestiones sumamente terrenales, como la disponibilidad de los cineastas o el mero presupuesto. Así, por sobredimensionamiento de ciertas actividades, por ausencia de crítica que clarifique las cosas y por falta de reconocimiento de lo específico de los públicos, se crean distorsiones por las que verbalmente se da centralidad a creadores que pueden o no tenerla. A Schanelec se la elogia, pero sus funciones en la Semana de Cine Alemán no se agotaron. Hoy Música no cuenta con distribuidor en México. ¿Es el ciclo común de un filme o los involucrados estiman que la cinta no tendría público suficiente para hacerla viable económicamente?
La música tarda en oírse en Música y es escasa en un relato más bien silencioso. La fotografía de Ivan Marković es de una nitidez y de luz tan abundante que produce alivio con respecto a las oscuridades de cinefotógrafos en misión de mostrar su habilidad meramente técnica. Marković y Schanelec, por ejemplo, convierten las reverberaciones de un lago en factor emocional. Que múltiples pequeñas coreografías estén aquí y allá —como la de unos presos o la de manos de diferentes personas que se lavan juntas— podría suponer afectación audiovisual, en que, afortunadamente, Schanelec no cae.
El silencio de los personajes de Música, principalmente los jóvenes, es improbable. La directora crea un mundo en que la verborrea es innecesaria. Los sonidos ambientales están, pero no son enfatizados, como ocurre hasta en cineastas serios como Weerasethakul. Por el contrario, podría parecer que lo auditivo está atenuado. Así las palabras cobran peso y rozan la sentencia, como la letra de una canción que dice: “el dolor del amor perdura toda una vida”. Sin embargo, en esto como en otros elementos, prevalece la sutileza, que es la marca de esta obra. Un personaje por completo incidental también sufre un accidente: Schanelec muestra apenas un rastro de sangre a su alrededor; alejando su cinta de los charcos que prodigan otros productos audiovisuales. Aunque Música en cierto sentido —por su melodrama y arte auditivo— linda con ser el musical de Schanelec, se mantiene en una realización tan contenida que refleja cómo se pasa la vida, como en canciones.
En Música, Schanelec ha encontrado la belleza a través de composiciones enigmáticas: encuadres en que la puesta en escena y los movimientos de cámara y personajes se conjugan, sorprendiendo por su imaginación cinemática —como corresponde a una creadora significativa— no por efectismo, triquiñuelas ni complacencias para públicos que han abandonado el asombro, encasillándolo y representándolo en imágenes predecibles. Algunas acciones parecen extrañas, incluso extravagantes —como un bebé sacado de entre peñascos— pero no carecen de explicación, para quienes las requieran. Schanelec no recurre a truculencias, le bastan decisiones como poner a dialogar dos pares de chanclas, sin palabras, o la mera visión de cerros griegos llenos de piedras. De alguna forma hacer cine es llanamente ver, no lo predispuesto para ser mirado, sino lo que encuentran los ojos en libertad.