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miércoles 11 diciembre 2024

La noche de los soles

por Juan Villoro

Los escépticos que no creen en nada sufren menos que los ilusos que fracasan. La nostalgia ante la dicha perdida duele más que repasar lo que siempre ha sido malo. Con esta melancolía recuerdo que hace veinte años Cuauhtémoc Cárdenas se convirtió en el primer jefe de Gobierno del Distrito Federal. La emoción de entonces es la zozobra de hoy.

¿Qué decir de nuestra democracia? El PRI ha entendido los procesos electorales como una kermés donde hace trampas y se sale con la suya. La “caída del sistema” impidió que Cárdenas llegara a la Presidencia en 1988 y las recientes elecciones en el Estado de México demuestran que la trapacería está en el ADN del antiguo “partido oficial”. Sus tretas ya transformaron la lengua vernácula con expresiones dignas del glosario Picardía mexicana. Gracias al ingenio priista, se practica la “operación tamal”, desayuno que alimenta a los votantes a cambio del sufragio; se usan “urnas embarazadas”, que antes de llegar a la casilla ya pasaron por una inseminación de votos; las “casillas zapato” garantizan que no haya un solo voto de la oposición; también se ejercen la “catafixia” (el votante llega con la boleta marcada por un operador político y sale con una en blanco para que la suplantación se repita) y el truco del “ratón loco”, que permite reunir votos de distintas casillas para concentrarlas en otra donde hacen más falta.

A esto hay que agregar los desvíos de fondos públicos para incidir en la voluntad popular y la incertidumbre que despiertan el padrón electoral y los conteos.

Simone Weil argumentó que los partidos políticos son adversarios de la democracia porque someten la verdad al imperio de la propaganda y la conciencia individual a la tiranía de grupo. “Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva”, escribió. Tarde o temprano, el partido distorsiona la realidad para beneficiarse de ella y confunde los medios con los fines. Las convicciones se olvidan en aras de conseguir más dinero, más miembros, más puestos de poder.

En su ensayo “Apuntes sobre la supresión general de los partidos políticos”, recientemente publicado en la revista Reporte Sexto Piso, Weil recuerda que la democracia no es un bien en sí mismo. Todo depende de su ejercicio.

A diecisiete años de la alternancia, los partidos son más un obstáculo que un instrumento de la democracia. Gozan de descrédito, pero hacen negocios millonarios. La opinión que se tenga de ellos importa poco porque se asignan recursos sin supervisión ciudadana. En cualquier evaluación, el PRI ganará en dos rubros decisivos: ha sido el partido más corrupto y el más exitoso. La transa rinde.

La autobiografía política del mexicano se parece a la de una sufrida protagonista de telenovela. Vive de esperanza y agoniza de realidad.

Debuté en las urnas en 1976, cuando sólo había un candidato a la Presidencia: José López Portillo. “El domingo son las elecciones. ¡Qué emocionante! ¿Quién ganará?”, escribió con ironía Jorge Ibargüengoitia. Votar ese día era un ritual vacío.

El país del partido único ha cambiado, pero no lo suficiente. Durante un breve lapso el IFE generó confianza en el proceso electoral y en algún domingo decisivo nos encontramos ante la paradoja de tener más ganas de votar por el IFE que por un candidato. Hoy el INE no despierta la misma tentación.

Esta lúgubre evocación no se desprende de una mala noticia, sino de algo que lastima más: una espléndida noticia que no duró. Hace veinte años ganó Cuauhtémoc. En la noche del 6 de julio de 1997 la ciudad se llenó de pancartas con los soles del PRD. Por primera vez, la izquierda conocía la más insólita de las costumbres: el triunfo. Así comenzó una gestión de gobierno que lleva dos décadas. Con altas y bajas, ha sido preferible a la de la mayoría de los estados, pero dista mucho de ser perfecta. Por otro lado, el partido que encumbró a Cárdenas es hoy el organismo repudiable al que él renunció.

Es posible que la certeza de seguir perdiendo elecciones sea menos agria que la de haber triunfado hace veinte años sin que eso sirviera de gran cosa. Con todo, algo se aclara a la distancia: la transformación de la sociedad no pasa por ganar una elección, sino por modificar el sistema de partidos.

Los soles que aparecieron a deshoras se eclipsaron pronto.

La alborada del cambio está en otra parte.


Este artículo fue publicado en Reforma el 7 de julio de 2017, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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