lunes 08 julio 2024

La prodigiosa imperfección de Wenders

por Germán Martínez Martínez

Wim Wenders es un maestro vivo del arte cinemático. Tanto que, sin merma de la potencia de su más reciente película, Días perfectos (2023), quizá extiende en exceso el final que muestra en primer plano la cara entre el llanto y la sonrisa de su protagonista —que es el rostro de cualquiera— e introduce cortinillas a través de la cinta —instalaciones visuales— creación de su esposa Donata Wenders (1965, Berlín) —una fotógrafa con su propia carrera— que no añaden gran cosa, aunque quizá cumplen su función. La cinta, no obstante, se demuestra fascinante tanto para personas sin mayor interés por el cine como para genuinos cinéfilos. Yo encuentro virtudes, ajenas a la perfección, en Días perfectos.

Ver este filme de Wenders (Düsseldorf, 1945) es adentrarse en un ritmo audiovisual que si bien hace uso de música popular se construye principalmente a través de su propia composición y de motivos recurrentes, como alguien que barre la calle al amanecer y las cortinillas que son el sueño y los ensueños del protagonista Hirayama (interpretado por Kōji Yakusho). Como en otros filmes del director la música es mayormente rock —con temas alrededor de la felicidad— que, con realismo, atribuyen un gusto globalizado al personaje. Hirayama es un hombre maduro de pocas palabras y emociones contenidas, sumamente metódico y que se gana la vida limpiando baños públicos, principalmente de parques, en Tokio, con la torre Sky Tree como punto de referencia. Japón ya había sido objeto de su filmación, pues Wenders rodó ahí el documental Tokio-Ga (1985), sobre el director Yasujirō Ozu, y parte de su largometraje Hasta el fin del mundo (1991). Días perfectos no carece de historia, pero se desenvuelve —como la mayor parte de la vida de cualquiera— en una rutina en que sólo las visiones emancipadas pueden encontrar maravillas, pues vuelven central cómo pasa cada acto. En conjunto, la visualidad de la película parece sutil, pero cuadro por cuadro revela composiciones elaboradas que incluyen por igual homenajes a los hermanos Marx y a Tarkovski.

El protagonista de Días perfectos recibe la inesperada visita de su sobrina.

Hirayama no es en forma alguna una persona ordinaria. El relato de Wenders, sin volverlo tema, plantea que es un hombre cuya vida se vio torcida de manera grave. Su trabajo probablemente contrasta con su origen social. Es visto como raro, pero aun para él hay alguien en la sociedad más afuera de la sociedad: un vagabundo que lo fascina. Las posibilidades de la tragedia son infinitas: puede ser un viudo que prefirió cambiar su vida; pudo ser alguien sin el ánimo de competir que se fue ajustando a las circunstancias; puede ser alguien con alguna ruptura familiar debida a no realizar lo que de él se esperaba; las posibilidades son infinitas e irrelevantes. El personaje no está alejado de la practicidad del mundo: es capaz de expresar enojo y poner límites laborales. Hirayama es alguien que hace su vida encontrando maneras de ser meticuloso, muy considerado, respetuoso, y, sobre todo, gentil hacia el mundo y sus semejantes, sin la impostura de la dulzura. Las decisiones de Hirayama son una forma auténtica de la vida radical.

El actor Kōji Yakusho interpreta a Hirayama quien rescata brotes de árboles.

Hirayama es un hombre solo. Lo de menos es que se dedique a limpiar baños públicos. Wenders no presenta un mundo en que la soledad haya dejado de ser un problema —hay cuando menos dos sugerencias de posibles relaciones amorosas para Hirayama— ni se trata de un ambiente en que su labor sea valorada. Al principio del filme, una madre lejos de agradecerle que haya ayudado a su hijo a encontrarla, limpia de inmediato las manos del niño que han tocado las del afanador, ignorándolo. A su vez, Hirayama asea a detalle, más allá de los estándares esperados y aunque a momentos use guantes, se ha liberado del asco. Más importante que su oficio es su disposición ante él y esa especie de voto de silencio que se ha impuesto él mismo: sólo las palabras indispensables salen de su boca. La soledad de un hombre maduro tiene algo de tristeza que sólo niegan distintas formas de imbecilidad —como la superstición de las generaciones según la cual habría un proceso de normalización y aceptabilidad de semejante condición— lo que no altera que Hirayama es encarnación de cierto sufrimiento.

Wim Wenders dirigió su película Días perfectos en Tokio, Japón.

El personaje tiene una peculiaridad reveladora para un elemento de mi acercamiento a las obras. Hirayama tiene cuando menos tres orientaciones estéticas en su vida. Ha desarrollado tal poder de observación que detecta retoños de árboles en los parques de los baños que limpia y los rescata para cuidarlos en su casa, quizá para crear bonsáis o replantarlos cuando hayan pasado la etapa de ser pisados por cualquiera. Es lector constante que expande su biblioteca, quizá sólo con volúmenes que efectivamente lee y que consigue de segunda mano a precio mínimo. Finalmente, Hirayama también es fotógrafo analógico que gusta de ver y capturar reflejos de luz y movimientos en las hojas de los árboles o, como informa el final del filme —explicando también algunas cortinillas— retrata momentos de komorebi: la palabra japonesa que designa combinaciones de resplandores de luz y sombras que se crean entre las hojas balanceadas por el viento, que existen sólo por un instante. Con sus fotografías el personaje crea un archivo —para sí mismo— seleccionando con rigor su propia “obra”, destruyendo muchas imágenes y guardando unas cuantas en un armario. No estaría de más decir: todo momento en nuestras vidas existe sólo por un instante. Wenders filma esto y más sin afectación.

En su cotidianidad rutinaria Hirayama no puede evitar múltiples encuentros.

Las interpretaciones despojadas de preconcepciones no parecen existir: uno lee las obras siempre desde parámetros previos. Así, hoy la tendencia —propiciada por un ambiente cultural que incluye desde cursillos hasta el dominio de algunas teorías en universidades— es la de hacer lecturas que dan por hecho cierto carácter político a condiciones que son vistas generalmente como agravios. Si hace décadas las lecturas sociales de las obras tendían a ver reflejos mecánicos de la sociedad en las creaciones artísticas —incluyendo los insospechados— ahora las interpretaciones se obstinan en percibir operaciones de denuncia y subversión. Además, este tipo de lecturas da por hecho que los artistas y sus creaciones seguirían los guiones de tales teorías. A éstas Bloom las etiquetó, limitadamente, como componentes de la “escuela del resentimiento” (en El canon occidental [1994], pero usaba el término desde antes, por ejemplo, en una entrevista con The Paris Review en 1991 y seguramente en sus clases). Esa tradición teórica, sin embargo, lejos de desaparecer ha continuado su desarrollo y difusión en décadas subsecuentes. Siendo así, Hirayama probablemente sería visto de manera automática como víctima de precarización laboral, desde una supuesta visión anticapitalista —aunque la vida material del personaje no sea una desgracia, ni elogio indefendible de la austeridad— además, con todavía más arbitrariedad, quizá se atribuiría su soledad a un egoísmo generalizado consecuencia del neoliberalismo, cuya villanía y poder alcanzarían el nivel de haber moldeado, con suprema efectividad, la totalidad de las psiques. Esto por no hablar del énfasis cómico sobre la necesidad del dinero para cualquier cortejo en Días perfectos, que en estas miradas sería reproche al capitalismo; como si el común de las relaciones estuviera o hubiera históricamente estado libre de algún tipo de intercambio. Tales lecturas podrían o no tener algún mérito.

Hirayama, siendo un afanador, tiene una vida repleta de actividad estética.

Quizá Días perfectos sintetiza la transición actual de la creación y el acercamiento al arte: podría ser una de las últimas grandes obras de una idea del arte que no lo subordina a otras dimensiones sociales. A la ligera se atribuiría a la avanzada edad del director el generar una historia en que su personaje sufre la soledad y alcanza a vivir con algo de felicidad gracias a la belleza; aunque incluso algunos contemporáneos suyos ofrecerían argumentos contra la estetización de la vida. La cuestión no es descalificar las lecturas esquemáticas actuales que, atendiendo a las permanentes vicisitudes de la historia, podrían por igual perder vigencia o dar forma hegemónica a maneras futuras de acercarse al arte. Tampoco se trata de atribuir pureza o autenticidad primigenia a aproximaciones de antaño y, por tanto, derivar la necesidad de su preservación. Sería suponer que habíamos alcanzado la interpretación artística definitiva, una especie de lectura exclusivamente literaria; cuando esto, en realidad, quizá sea tarea sin fin, aunque haya opciones claramente insuficientes. Por ejemplo, el análisis de estructuras estaba tan condicionado como las opciones contemporáneas; aunque vale decir a su favor que no tendía a reducir las obras de la misma manera. El problema es la barrera al disfrute y deslegitimación del acercamiento específicamente estético a las obras que provocan las orientaciones interpretativas contemporáneas, como si la autonomía del arte fuera trivialidad perniciosa. La alternativa está en no abandonar el esfuerzo intelectual y sensible como ejercicio de respeto a las obras, partiendo de que lo merecen. ¿Qué sucederá más allá de vaivenes académicos y de públicos ideologizados? Probablemente ni la razón ni la crítica puedan expresar con atino cuál será el futuro de las lecturas de la obra cinemática de Wim Wenders, quizá tampoco a la intuición le sea dado conocer ese destino. Me queda sólo el deseo de más larga vida al artista y de la creación de películas como Días perfectos en que habita la belleza por su terrenalidad.

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