Si la democracia sobrevive y hay elecciones libres al final de este sexenio, tendremos la posibilidad de cambiar de gobierno. En el corto plazo es lo urgente. Siempre que un régimen destructivo y con pulsiones antidemocráticas como el obradorista pretende erigirse en hegemonía, la primera encomienda es detenerlo y salvar la democracia, porque si no la destruye en el primer intento, lo puede lograr después, cuando se enquiste en las estructuras de poder, se vuelva más astuto y extienda su dominio territorial.
Suponiendo que eso se logra, la transición no basta. El obradorismo no es nada más un gobierno temporal, no es sólo el “estilo personal de gobernar” del ejecutivo en turno. El obradorismo es un fenómeno de cultura política, una idiosincrasia, una expresión de maneras de ser y ver el mundo que preceden a su cabecilla actual. Una transición profunda significaría no sólo reconocer el enorme fracaso del actual gobierno sino identificar las fuerzas que lo nutren, los trastornos que lo animan.
Habría que desenraizar la idea de un Pueblo bueno y sabio. El problema no es que el pueblo mexicano no sea bueno ni sabio –que desde luego no lo es–, sino que exista una concepción de él como sujeto agraviado. Ese resentimiento anima a la demagogia contra la historia, contra los diversos masiosares, contra el dinero, contra la ley. La animadversión se fija contra diferentes culpables conforme a los tiempos, pero la raíz es la misma: la victimización. De ahí que la solución anhelada sea el desagravio, el ajusticiamiento, la venganza, ya sea retórica o material.
Para lograr ese cometido debe haber un redentor que sea la encarnación de ese Pueblo agraviado: parecerse en cuerpo y alma al hombre común. El caudillo es al mismo tiempo salvador y justiciero. Su encomienda es conducir al Pueblo a alguna tierra prometida, pero castigando a los enemigos y reparando las injusticias. Los medios justifican el fin.
Un tercer desorden, que conecta a los dos previos, es la idea de que la clase política tradicional –la principal culpable de los males– no emana del Pueblo. El redentor sí, pero los políticos tradicionales, no. El Pueblo no engendró una clase política corrupta. Que gobierne aquí es un infortunio azaroso. Los países modernos tuvieron suerte. Por tanto, el Pueblo nunca es responsable de sus gobernantes ni de su destino.
La transición será mejor si hay una pedagogía democrática general, un aprendizaje colectivo que le ponga el clavo en el ataúd al obradorismo como educación política, histórica y sentimental. En ese caso tal vez, incluso, el desastre habrá valido la pena. Desafortunadamente, estos procesos toman años, acaso siglos. A pesar de una eventual transición, habrá obradorismo para la posteridad y, en algún momento, llegará otro redentor a intentarlo de nuevo.