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La película Tres chispas (2023) de Naomi Uman es, al mismo tiempo, diario audiovisual de viaje de una cineasta experimental, un documental sobre un pueblecito de las montañas del norte de Albania y, fundamentalmente, la realización de una mirada. El filme se presentó hace unas semanas —durante la que se anuncia será la más benigna de las olas de calor que asolarán al planeta en años porvenir— en el Festival Internacional de Cine de la Universidad Nacional de México (FICUNAM 2023) y en unos días se proyectará en el festival Nuevos Horizontes en Breslavia, Polonia. Uman (1962, Estados Unidos) tiene larga residencia en México y es reconocida por miembros destacados de la comunidad local de cineastas experimentales como su maestra. Me interesa asomarme a por qué Tres chispas es una cinta disfrutable.

Una caracterización habitual del cine experimental es calificarlo como práctica libérrima. Estaría en contraste con el anquilosamiento de la mayoría del cine de entretenimiento y la preocupante homogeneidad de buena parte del que se identifica a sí mismo como cine de autor (por expresarlo en bloques que simplifican la cuestión). Considero que tal caracterización del cine experimental es insuficiente y que sus distintivos deben buscarse en otra parte. En lo general, hay que reconocer que, en realidad, hay retóricas en el cine experimental que tienden a repetirse (¿es posible el lenguaje completamente individual, es lenguaje si es estrictamente individual?). Tres chispas, en lo particular, se inscribe en el género documental, lo que podría condicionarlo a cumplir ciertas expectativas. El filme tiene dos secciones: una de cerca de una hora —a blanco y negro— y una segunda de alrededor de media hora —a color— que según el discurso público de la directora atienden a distintas perspectivas. La primera correspondería con su visión, para después dar paso, en lo posible y a color, a la de sus anfitriones. Afortunadamente, contrariando lo expuesto por Uman, el poder está no sólo en las manos de quien opera la cámara, sino principalmente de quien selecciona los materiales y les da forma de película. Naomi Uman dirigió, fotografió y montó Tres chispas.

Pobladores que parecen dedicarse a la agricultura.

La artista declara: “encontré mi película en Rabdisht”, la aldea albanesa en que rodó el documental. Albania es uno de los países más pobres de Europa. En Tres chispas se alude a la migración de jóvenes a Grecia e Italia. También, aunque no se explora el asunto, se informa que: “la mayoría de las mujeres en Rabdisht son de otros lugares” y en muchas viviendas son las únicas habitantes adultas; circunstancia conocida en comunidades de múltiples naciones que ven partir a sus ciudadanos por motivos económicos. Es un lugar alejado, de difícil acceso; sin embargo, no se trata de un pueblo suspendido en el tiempo. Uman captura imágenes que evidencian que —como pasa alrededor del mundo— sus habitantes cuentan con teléfonos celulares.

Que una película sea personal no significa que la visión del artista esté desligada de múltiples marcos sociales. La cinta de Uman está dedicada a la viajera británica Edith Durham, quien redactó trabajos etnográficos sobre Albania en las primeras décadas del siglo XX. Quizá esos textos moldean la perspectiva de la cineasta. Durham consignó, por ejemplo, la práctica de las “vírgenes juramentadas” —que no son llamadas así en la película— a quienes hoy consideraríamos mujeres que cambian oficialmente de género. Uman, sin énfasis informativo, comparte que las vírgenes juramentadas siguen existiendo en el siglo XXI, menciona el compromiso del celibato y explica que la costumbre habilita a las mujeres a tener derechos de herencia y liderazgo familiar. Claramente hay una cuestión de género en este y otros elementos de Tres chispas. En algún momento, un niño pequeño se maquilla —probablemente usando los cosméticos de su hermana e imitándola— lo que adquiere otra dimensión en el contexto de las vírgenes juramentadas. Una lectura ideologizada vería en esto exclusivamente la ficcionalidad de los géneros. La potencia del cine de Uman es también ver, sencillamente, un niño que juega.

Personaje central del documental Tres chispas.

Que emerja este tema difícilmente está desligado de conversaciones de nuestro tiempo. En la sección en blanco y negro hay constantes y pormenorizados intertítulos. Uno de ellos anuncia: “hay varias formas en las que una mujer puede esencialmente convertirse en hombre”. En otros explica: “si la familia no tiene un hijo varón, se puede criar a una hija para que viva y trabaje como un hombre […] nunca se casará y jura permanecer virgen para siempre”. Con respecto a esto, Uman filmó a una virgen juramentada, con ropa de hombre, mientras trabajaba. La secuencia no es mera ilustración, ni el caso ocupa prioritariamente la película. Otro giro que mantiene el asunto en un plano más cinematográfico que ideológico es una candorosa conversación: unas niñas cuentan a Uman que algunos niños del pueblo han creído que ella es un hombre disfrazado de mujer y estaría usando prótesis para simular senos. La razón de la sospecha: la directora “fuma cigarros como hombre”. Sin explicación, sino con el énfasis táctil de la ingenuidad de una niña, la escena muestra dimensiones psicológicas y sociales en segundos.

En las artes de nuestro tiempo se han instaurado prácticas como nombrar investigación a esfuerzos que familiarizan a los creadores con sus materias o ambientes de trabajo. Hay que tener en mente, sin embargo, que estos procesos de información tienen peculiaridades —no suelen tener como prioridad el conocimiento— y en los mejores procesos son escalones para construcciones estrictamente estéticas. En Tres chispas, una parte significativa del entramado sobre el pueblecito albanés proviene de referirse al kanun, un amplísimo conjunto de normas orales de origen medieval. Se trata de derecho consuetudinario, lo que en décadas recientes llamamos “usos y costumbres” en México. Así, el documental informa que “un padre que no tiene hijos no puede dejar a su hija ni tierra, ni propiedad ni casa” y Uman describe que en la aldea sobreviven los matrimonios arreglados. También es central el concepto de “besa”, que estipula el honor y cumplimiento “de la palabra y el buen cuidado de los huéspedes”, que —se sugiere— hizo posible la estancia de la directora en sus dos visitas al país.

La virgen juramentada filmada por la directora.

Uman omite que el kanun son normas de origen musulmán, relacionadas con el dominio otomano de la región. Un intertítulo asegura que “el kanun es un conjunto de leyes antiguas, creado por los ilirios”, pero ese grupo humano habitó la zona siglos antes de Cristo, no en la Edad Media (son los nacionalistas albaneses quienes trazan una continuidad dudosa con los ilirios; arbitrariedad análoga y mayor a considerar literalmente aztecas a todos los mexicanos). El kanun no es del rigor doctrinal de la sharía y atiende más al día a día de la gobernanza. En años recientes estos usos y costumbres han estado asociados a venganzas que se concretan en asesinatos o amenazas creíbles de que se perpetren (según reportajes, la regulación de la venganza de sangre sería lo único vigente del kanun, específicamente en el norte de Albania). Por parte de los periodistas suponer que sólo la venganza de sangre tiene vigencia es aproximación inocente.

La directora habla de armonía religiosa, lo que probablemente no esté disociado de la realidad. En pantalla se lee: “No hay animosidad religiosa en Albania. La población es aproximadamente mitad musulmana y mitad cristiana. Coexisten en paz”. En el país casi 60% de los albaneses son musulmanes y apenas cerca de 17% son cristianos (sumando católicos y ortodoxos). Una historia conmovedora surge de esto y tiene significado especial para la directora: “Debido a su concepto de ‘besa’, el pueblo albanés protegió a sus vecinos judíos durante la Segunda Guerra Mundial”. La población judía de Albania habría pasado de 200 a 2000 en ese tiempo (el país es pequeño: hoy apenas supera los tres millones de habitantes). En intertítulo, Uman afirma: “Yo soy judía”. Lo relevante no es la identificación de la directora, sino que, más allá de lo verbal, se vuelve inocultable una mirada de empatía radical que encarna en hechos tan desatendibles pero elocuentes como la preparación del pan.

La cineasta experimental Naomi Uman.

Aunque presentes en Tres chispas, varias cuestiones sociales están lejos de definir la película. En cierto punto se mezclan un intertítulo —“La vida del pueblo requiere colectividad”— y las imágenes de los anfitriones de Uman trabajando la tierra rudimentariamente: con animal de carga e involucrando a varias personas. En la enunciación hay rigor intelectual, pero parte del público podría interpretar el segmento asumiendo que hay fuerte sentido de comunidad. Una visión materialista —como las inspiradas en el marxismo— podría ver la circunstancia de estos campesinos como una condena por la pobreza, no como orientación que deba celebrarse. En países desarrollados, los subsidios de la Unión Europea permiten que las granjas adquieran tecnología que hace viable a una sola persona realizar más trabajo que toda esa familia extensa en su jornada agotadora. En lo retratado hay fatalidad económica, no necesariamente amor por la comunidad. Pero la mirada cinemática de Naomi Uman hace que Tres chispas vaya más allá de sus posibles convicciones políticas.

Tres chispas practica una etnografía ingenua; esto lejos de ser deficiencia es marca de carácter estético. La investigación etnográfica —una película o un documental no tienen por qué serlo— está impedida a quedarse con la afirmación de que: “el hijo menor de la familia y su esposa vivirán con los padres de él, en la casa de ellos”. Lo procedente es ver cómo una comunidad está lidiando, en su presente, con las normas establecidas. Dar por hecho que lo enunciado y las conductas coinciden equivale a suponer que millones de católicos alrededor del mundo recuerdan, en pleno acto sexual, la voz papal afirmando que no deben usar anticonceptivos. En cualquier sociedad la vida cotidiana nunca ha sido ni es idéntica a sus normas.

Un último punto contribuye a notar cómo lo cinemático con frecuencia es distinto a rasgos moldeados por circunstancias sociales ineludibles. Nuevamente hago referencia a los abundantes intertítulos: “todas las mujeres jóvenes se negaron a dejarme filmarlas, preocupadas de que pudiera molestar a sus actuales o futuros maridos”. En efecto, en Tres chispas sólo las niñas y las ancianas son visibles. Pero, como público, carecemos de elementos para saber si esto se debe sólo al punto afirmado. Otras personas, varones, también parecen estar en desacuerdo con ser filmados, según se ve en la película. Es razonable suponer que, así fuera por accidente, alguna mujer habría quedado registrada en las tomas. Sea que Uman respeto, por completo, lo expresado por las mujeres o que ella decidió hacerlo al percibir vulnerabilidad en la situación que viven, el resultado es que las mujeres adultas permanecen fuera de cuadro, una decisión moral y visual que se integra al filme.

Así como hay una etnografía no antropológica, también hay una etnografía involuntaria que resulta reveladora en Tres chispas. La presencia de la niña casi adolescente plantea el problema de la vida en un lugar remoto y pobre. Ella es la tensión entre el acceso a tutoriales de maquillaje y la persistencia de las tradiciones. La joven —sin notoria intención de burla— pone en escena, para la cámara de Uman, un remedo de baile tradicional, mientras debajo de un traje típico improvisado viste globales pantalones de mezclilla. El del documental es un mundo en que, comprensiblemente, se pega a una gallina intentando educarla para no poner huevos en lugares en que terminarán desperdiciados. Un pueblo en que niños atrapan batracios que están destinados a morir pronto, como los botines inconscientes de niños alrededor del mundo. Un entorno en que no predominan los biempensantes autoritarios que creen saber lo que los demás han de hacer. Al final, sin que Uman lo exprese, el público puede saberse testigo de gente que se negaría a morir en un hospital citadino.

La niña entre lo contemporáneo y lo tradicional.

Con frecuencia pienso en el cine experimental más que como innovación, como regreso a los orígenes y continuación de caminos perdidos del cine. Con los intertítulos y el blanco y negro, Uman regresa al cine silente. En la parte a blanco y negro, aunque se oyen sonidos ambientales o de acciones —como los provocados por paletadas de estiércol— las voces de las personas desaparecen. La transición al color descubre voces y detalles nimios pero importantes como la nieve y el hielo en el suelo. En Tres chispas abundan recursos y efectos: las imágenes se distorsionan por lentes de gran angular, se ralentizan o aceleran con cámara rápida, se congelan por instantes; el enfoque no es una prioridad, los cuadros se sobresaturan, se imita el grano y otros efectos fotográficos usando soporte digital. Con todo, lo que caracteriza a Tres chispas es su mirada discreta —de compasión sin teatro— en detalles como la expiación de Uman al bordar un muñeco de su pequeño perro muerto en un accidente.

En la película, el kanun podría ser una ficción generada por la directora. Su función en el filme es ser herramienta narrativa y, centralmente, detonadora cinematográfica: armazón que trasciende la estructura y provoca la imaginación del espectador. La cinta alude a que el conjunto de reglas contiene incluso ordenamientos como desencadenar los perros después de la cena. Esto da al kanun la omnipresencia de la tierra y el polvo. Un pueblo desconocido, sus habitantes sometidos a usos y costumbres que atentan contra la libertad, la estancia ahí de una estadounidensemexicana, se transfiguran en una mirada que se busca entre visiones establecidas, entregándose a los encuentros o la esperanza de que ocurran. El documental triunfa cinemáticamente porque logra crear un pueblo albanés que corresponde con la mirada de Naomi Uman. Las Tres chispas son destellos vueltos cine de nuestro afán de los otros.

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