El viernes 11 de mayo de 2012 en la Ciudad de México hubo un carnaval de protesta —quizá espontáneo— alrededor de la visita del candidato presidencial Enrique Peña a la Universidad Iberoamericana (UIA). El eco mediático de los hechos fue enorme. Estuve en el auditorio en que se presentó el aspirante al poder burocrático y observé lo que ocurrió después en patios y pasillos de la universidad. En las semanas siguientes se decía en medios de comunicación que del griterío habría surgido un movimiento social. Si había que creerlo el fundamento estaba en que pronto después se amplió fuera de la UIA, adoptó peticiones como la “democratización de los medios” y congregó manifestaciones en un país en que marchar no podría haber estado más devaluado. Posteriormente sus integrantes tuvieron que dar sentido a sus expresiones. A la frase “democratización de los medios” le atribuyeron contenido con seis puntos: tres favorecían el intervencionismo gubernamental, otros dos tendían a ello y uno más consistía en probable adoctrinamiento con la etiqueta de “alfabetización mediática”. Una serie de imprudencias y torpezas de los aspirantes al poder —que rara vez detentan talento más allá de la intriga— había llevado a que pronto después del carnaval un conjunto de estudiantes de la UIA se filmara y armara un video en que ellos reivindicaban que eran estudiantes a diferencia de lo que aseguraban los protoburócratas. En el extranjero grupos de estudiantes mexicanos, probablemente de posgrado y sin duda desubicados, también se manifestaban frente a embajadas de México. Recuerdo que en alguna transmisión televisiva se entrevistó a un estudiante de la UIA, participante en el barullo inicial. A cámara el muchacho estaba sentado con las piernas abiertas contra el respaldo de la silla en que recargaba sus brazos mientras sostenía una cerveza en su mano. Sin recato parecía atribuirse gran importancia, sus respuestas no conocían la ausencia de información y razonamiento. En algún momento calificó a alguien como “reaccionario” y era discernible que esa palabra le sonaba a descripción emocional de alguien impulsivo. Aunque el sujeto se creyese protagonista de la historia —y fuese universitario— hay que conceder que no tenía por qué saber el contenido político del término, lo suyo era de otra índole. Este personaje ha vuelto a mi memoria al leer la muchedumbre de reacciones ante la muerte del escritor e intelectual Mario Vargas Llosa.

Esos jóvenes fueron expresión de oposición a Peña, pero son conocidos el resultado de aquella elección presidencial mexicana y, peor todavía, las consecuencias de la impericia de Peña para hacer algo más que repartir el pastel burocrático. Que lo clasificado como movimiento fuera efímero no es sorprendente. Como profesor de algunos de los involucrados en aquel momento —y de otros en semestres posteriores— sabía que su fuerte no eran las ideas políticas, ni siquiera algún interés social. Alguno de los estudiantes me contó que aquel día uno de sus compañeros habría metido a la universidad personas para provocar ese escándalo. Me contaron también haber recibido amenazas. Con todo, no me es posible afirmar que notara coherencia en los sucesos. Ahora el desfiguro de calificativos hacia Vargas Losa comenzó el domingo 13 de abril tras su muerte a los 89 años en su natal Perú. Bastante de lo dicho deja ver que el personaje estudiantil —con bebida en mano, infantil sentado cantinero y, destacadamente, vacuidad— no fue raro, sino representativo.
Las redes sociales y los medios de comunicación se saturaron de testimonios que no han mostrado reparo en registrar simultáneamente lo significativa que les habría sido la lectura de las novelas de Vargas Llosa —cayendo hasta en el cliché de enunciar que les habría cambiado la vida— al lado de la reprobación política del intelectual. Me referiré a tres calificativos —facho, conservador, ultraderechista— que se le han endilgado en días recientes y que inexactamente se continuarán reiterando hacia Vargas Llosa. Aunque estos calificativos compiten en alejarse de la realidad del pensamiento liberal de Vargas Llosa, el de fascista tiene una ligereza que revela mejor que los demás el desinterés por cualquier comprensión política y, por el contrario, pone en evidencia la estrategia de llamar la atención a través de disputas.

Es cierto que el apelativo “facho” se ha vuelto común en países como México, en que con desacierto e irresponsabilidad se equipara con el fascismo —aunque sea disposición totalitaria— a cualquier pobre diablo que no pertenezca al gobernante partido populista de izquierda. Quizá esto salga particularmente de bocas jóvenes, tanto las que ya no lo son —como el aturdido que se refirió al “reaccionario”— como quienes efectivamente lo son. Podría ser que la facilidad del uso de la palabra provenga tanto de su origen italiano como del uso ibérico contemporáneo de la expresión “fachaleco”, que hizo referencia a la prenda de vestir percibida como distintiva de detentadores de poder burocrático ubicados a la derecha. Dejo de lado en este punto la coincidencia de pensadores políticos en caracterizar al fascismo a través de su énfasis en reivindicaciones nacionalistas y me refiero a otros rasgos que alejan a Vargas Llosa del fascismo, aparte de su oposición y crítica a todas las dictaduras —lo mismo Castro que Pinochet. En una célebre conferencia de 1995, Eco ahondó en el fascismo. Basta referir algunos puntos que según el escritor y semiólogo distinguen al fascismo para incurrir en el innecesario y absurdo deslinde de Vargas Llosa de él. Según Eco el fascismo rechaza la modernidad, ejerce un irracionalismo que implica valorar las acciones sobre la reflexión y promueve la aversión a la diversidad. Puede notarse que por su naturaleza totalitaria estos elementos son contrarios al énfasis de Vargas Llosa en la tolerancia, que da por hecho y aprecia las diferencias lejos de buscar eliminarlas, pues su punto de partida es que uno mismo puede estar equivocado. Paradójicamente hoy, tanto populismos de derecha como de izquierda —en México, Estados Unidos y otros países— se muestran propensos a la exaltación nacionalista, las políticas que dicen favorecer lo propio y las intenciones de control de la comunicación.
El conservadurismo es una posición política legítima. Pero en el México contemporáneo la distorsión provocada por instrumentos ideológicos como los Libros de Texto Gratuitos —con su historia oficial y obligatoria— hacen ver a esa persuasión política como un enemigo al que se debía eliminar del paisaje social y que jamás debiera regresar a la disputa por el poder burocrático. Esto lleva a la confusión de que incluso los católicos que buscan el voto para apoderarse del aparato gubernamental crean ser liberales —se identifican como algo que no son— en vez de reconocer sus creencias y hacer su defensa frontal. El tradicionalismo social de los conservadores, en México y el mundo, los lleva a oponerse a políticas contemporáneas como la legalización y el subsidio del aborto, los matrimonios entre personas del mismo sexo o la legalización y liberalización de las drogas. Por el contrario, Mario Vargas Llosa favorecía la ampliación de libertades para el conjunto de las personas. Y también puede abordarse esto con su militancia, tomando como referencia los partidos españoles, país donde también era ciudadano. En sus últimos años fue cercano al Partido Popular fundamentalmente por ausencia de opciones, no por adopción de su ideología: si se hubiese hecho conservador habría apoyado a Vox. Antes fue públicamente afín a formaciones políticas como el partido Unión, Progreso y Democracia —del que fue uno de los fundadores— y de Ciudadanos, partido que se definió como de “liberalismo progresista”. Vargas Llosa apoyó a Ciudadanos hasta el final de 2021 cuando declaró: “Yo he votado hasta ahora por el partido liberal, el que estaba más cerca de las cosas que yo creo, pero en las siguientes elecciones el partido liberal en España ha dejado de existir creo que en términos concretos y, entonces, voy a dar mi voto al PP”. Es la misma lógica del mal menor detrás de su apoyo a distintos candidatos presidenciales en América Latina. Aunque se tejan alianzas circunstancialmente, hay liberales que nos sentimos tan lejanos de la izquierda como del conservadurismo.
Si en México uno pregunta sobre el tema a alguien que se identifica como “progre” —eufemismo para izquierdista e imitación del español ibérico— la respuesta de cajón, ya por décadas, es afirmar que la división entre derecha e izquierda sería obsoleta. Sin embargo, es muy factible que esa misma persona no tenga objeción en blandir la clasificación de que alguien sería de “derecha”, “extrema derecha” o “ultraderechista”, como si la categoría fuese evidente a pesar de que el partido mexicano calificado como derechista ha presentado candidatos socialdemócratas a las dos últimas elecciones presidenciales. Por una parte, la salida fácil es decir que esto sería llanamente una división práctica, ya no ideológica; pero esto es falso: se da sentido infamante a considerar a alguien de derecha. Pero en cuanto se trata de sustanciar el agravio, escasean los argumentos. Se les puede ayudar a los izquierdistas: dos rasgos distintivos de la derecha son el nacionalismo y la religiosidad de sus ideas, por eso se confunde con el conservadurismo. Pues bien, Vargas Llosa se declaró agnóstico una y otra vez y en coherencia con esa postura, cuando fue candidato presidencial en Perú decidió no acudir a una “audiencia especial” que pudo tener con el papa Juan Pablo II (esto habría potenciado sus posibilidades y quizá habría cambiado el resultado de la elección). Por otra parte, el escritor fue sistemáticamente contrario a los usos políticos del nacionalismo. No asoman elementos para llamarlo siquiera derechista.

Esta no es una revisión exhaustiva, pero podría argumentarse que la simpatía por el capitalismo de Vargas Llosa y algunos incidentes alrededor del feminismo lo habrían definido como de derecha. Difiero, no obstante, debo insistir: es legítimo militar en la derecha, es legítimo ser conservador, pero Vargas Llosa no fue lo uno ni lo otro. El escritor estaba a favor de la igualdad entre mujeres y hombres, pero definitivamente se declaraba en contra de censurar el arte por detectar machismo en las obras o, peor todavía, en sus autores. Es incierto qué pasará con el intento de alteración de los usos todavía vigentes del masculino y el femenino en el idioma español. Sin embargo, lo observable es que esperar que esos usos eliminen la discriminación de las mujeres es hoy una superstición. Para infortunio de las intenciones de quienes adoptan esas formas lingüísticas lo más probable es que al paso del tiempo si se adoptasen generalizadamente, terminarían perdiendo cualquier sentido incluyente que alguna vez hubiesen tenido. En cuanto al capitalismo, además del error que supone dar por hecho que en México ha habido otra cosa que mercantilismo y un defectuoso y muy corrupto “capitalismo” de compadres, hay que hacer notar que Vargas Llosa favorecía la libertad de mercado por palpable evidencia histórica de su éxito para crear desarrollo en múltiples naciones. No obstante, Vargas Llosa nunca fue anarcocapitalista, su liberalismo no era libertario en el sentido de concebir los gobiernos como males innecesarios y eventualmente desechables. Esto se lo reprochan libertarios conservadores y libertarios a secas, con o sin razón. Claramente, Vargas Llosa no requiere que nadie lo defienda: sus ensayos sobre asuntos sociales y políticos, así como sus charlas y conferencias bastan para notar la coherencia de su liberalismo. Pero el novelista puede haber sido hasta “reaccionario” según el facilismo declarativo, pues esa práctica está más enfocada a que quien la ejerce se presente en público —para crear el propio personaje— y no para pensar. Lo crucial en un ambiente corrompido es sentarse al revés en una silla y creerse héroe.
Como anoté, el tópico más recurrido en las reacciones a la muerte de Mario Vargas Llosa fue la división entre el supuesto aprecio de su obra literaria y la expresión enfática de desprecio hacia su acción intelectual y política. Este lugar común se había expresado por años y estas semanas ha tenido retorcidas expresiones en que se pretende plantear algún tipo de traición del intelectual al literato, situación que no existió. La ecuación podría ser distinta: el valor de las novelas de cualquier autor debe ser siempre puesto en cuestión, no se trata de textos sagrados, la vida de la literatura depende de lecturas críticas, de lectores lúcidos; sólo así se alcanza el placer. Sin embargo, ponderar apropiadamente una obra literaria requiere mucho más que la mecánica oposición de un autor de alcance mundial con santones de pureza imaginada —nótese el probable carácter adolescente de la operación: soy especial porque me gusta el grupo musical menos conocido— y, por supuesto, hay que superar la mera descalificación. Una persona que fue, y será, muy importante para mí —en uno de sus graves errores intelectuales— despachaba la obra de Vargas Llosa diciendo: “es siglo XIX”. Todavía peor es oír a alguno de sus cercanos, al paso de los años, repitiendo sin pericia evaluaciones de ese maestro, sin tomarse la molestia de confrontar los textos con algún esfuerzo de apertura. Así, el elogio y la descalificación se tocan como posiciones falsamente críticas. Es patente, en uno y otro caso, una alternativa genuina: leer. La recepción de la obra ensayística de Vargas Llosa —y su memoria como figura cultural— podría terminar sepultada por la ignorancia e imbecilidad que descalifican sus ideas políticas maduras, siempre resguardándose, cual presidentes mexicanos, en el vano halago al novelista. Pero quienes sigan leyendo los ensayos políticos y sociales de Mario Vargas Llosa descubrirán no una solución doctrinaria sino la incertidumbre de posibilidades que acarrea la cultura de la libertad.