La democracia generó en México esperanzas y expectativas más que grandes: se le atribuyó un poder transformador desmesurado en prácticamente todos los ámbitos mientras que, a la vez, se ignoraron muchos y diversos problemas, tanto previos como los que traería consigo. Tal vez el más importante entre los primeros era un Estado débil y hasta ausente.
Una de las más severas evaluaciones de nuestra ruta hacia la democracia es la presentada en el libro La casa de la contradicción (Taurus, 2021), de Jesús Silva-Herzog Márquez, en el que muestra como diversas taras y fallas de la transición, pese a algunos éxitos importantes, han conducido al país a la decepción, a un aumento de la violencia criminal y al arrasamiento de la arquitectura institucional de la república.
Por ello el autor convoca a un examen menos esperanzador y más problemático de la democracia mexicana: “El régimen de la contradicción no ofrece el paraíso, sino la confrontación con nuestros enredos más profundos. No pretende deshacerlos, nos exige confrontarlos”.
Acerca de ellos conversamos con Silva-Herzog Márquez (Ciudad de México, 1965), quien es maestro en Ciencias Políticas por la Universidad de Columbia en Nueva York. Ha sido profesor en los institutos tecnológicos Autónomo de México y de Estudios Superiores de Monterrey, además de investigador invitado en la Universidad de Georgetown, del Woodrow Wilson y de la New School for Social Research. Autor de al menos cinco libros, articulista de Reforma, ha colaborado en publicaciones como Nexos y Letras Libres.
Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué un libro como el suyo, sobre la construcción incompleta, fallida de esta “habitación a la medida de nuestras incompatibilidades”, como usted le llama?
Jesús Silva-Herzog Márquez (JSHM): Estamos tratando constantemente de descifrar la naturaleza de nuestro presente político, dónde estamos, qué retos estamos enfrentando, y yo creo que hacen falta algunas excursiones: en primer lugar, una un poco conceptual o teórica para ver cuál es la naturaleza del régimen político al que todos decimos, de alguna manera u otra, que aspiramos a construir, y luego qué es lo que hemos hecho con eso proyecto.
Entonces se trata de hacer tanto una crítica tanto a nuestro entendimiento de la democracia como a nuestra construcción de ella.
AR: Sobre la idea de democracia que utiliza: usted se niega a dar un concepto o una definición, y habla más de vacío, de indeterminación, de indecisión. ¿Qué es esa “República del desasosiego” que atraviesa todo el libro, y que va contra la idea de certeza y de que la democracia iba a solucionar todos los problemas?
JSHM: Este es un apunte que viene, en alguna medida, desde el escepticismo político, de nuestra imposibilidad de encontrar soluciones definitivas a nuestros problemas, a nuestras exigencias. En ese sentido, tenemos que acomodar con mucha precariedad las diversas visiones de la política, los distintos intereses, las distintas perspectivas que se encuentran en la sociedad.
Lo que constituye fundamentalmente la experiencia democrática es que la política pierde ese asidero que le ofrecía, por ejemplo, la política de una monarquía absoluta, en donde había claramente una referencia, un imán al que se dirigían todas las brújulas, que decía desde la garganta del soberano qué son la verdad y la justicia, cuál es el contenido de la ley e incluso cuál es el cuerpo de la belleza, porque todo eso está comprimido en la voluntad, en el poder de un soberano.
La democracia en la que creo no es el relevo de esa sola persona por un parlamento ni por el pueblo entendido como un sujeto con una sola voluntad, sino, por el contrario, la aparición de la incertidumbre, la pérdida de referencias, de certidumbre. Dice Claude Lefort que, en ese sentido, en la democracia hay, inevitablemente, cierta ansiedad, un anhelo de claridad que es imposible obtener y, por lo tanto, no hay forma de vivir en democracia que no sea acomodando nuestra frustración con ella.
AR: Usted dice que no estábamos tan preparados realmente para la democracia, no se había pensado. Hace una crítica a la transitología, principalmente por su historicismo y por lo que llama “el ensueño sin adjetivos”, el cambio que iba a desatar todos los cambios. ¿El país no estaba preparado ni siquiera intelectualmente para abordar los problemas que también traería la democracia?
JSHM: Considero que en algunos aspectos nos ganó cierta ingenuidad política al pensar como se hacía en muchas otras partes del mundo: que la democracia entendida, de manera muy elemental, como aritmética electoral, sería el cambio que produciría todos los cambios, el acceso a un régimen pluralista a partir del cual se convertirían en saludables todas las relaciones que estaban enfermas bajo la hegemonía priista. Creo que relativamente pronto nos dimos cuenta que eso era, efectivamente, una ingenuidad, que teníamos tanto vacíos políticos muy profundos. Señalo el hecho de que accedimos al espacio pluralista sin una plataforma de Estado: no teníamos un piso firme de legalidad al que pudiéramos montarle los artefactos de la pluralidad y de la competencia.
Creo, en efecto, que también en términos intelectuales hubo pocas advertencias de que entrábamos en un territorio de grandes complicaciones y dificultades, y que, por lo tanto, el paraíso no estaba detrás del sufragio efectivo.
AR: En el libro señala la relación entre la democracia y el liberalismo. Dice usted que éste ha llevado a la oligarquía y la primera al populismo. ¿Cómo ha sido en México esa relación tan difícil?
JSHM: Es muy compleja en términos intelectuales, filosóficos e históricos. Me parece muy sugerente la idea de Judith Shklar (teórica política a la que creo que deberíamos recuperar porque es una autora que en México se conoce todavía poco), que ella dice con mucha gracia: entre el liberalismo y la democracia se entabló un matrimonio por conveniencia, en el que dos personas están unidas por necesidad: sin afecto, sin afinidades ni coincidencias, pero sí por sus repulsiones.
A lo largo del tiempo hemos visto esta dinámica de tensión, en la que podemos ver, por ejemplo, a un gran defensor del gobierno popular como Rousseau, que es un furioso enemigo del pluralismo político, del constitucionalismo liberal, de los derechos de las minorías, que son, para él, gangrenas del cuerpo saludable y unitario del pueblo.
Por el otro lado también vemos que entre nosotros hay quienes, al defender una lógica estricta de derechos, de separación de poderes, etcétera, llegan a sugerir que, para cuidar los derechos, pensemos en una epistocracia de los que sí saben gobernar, de los que sí están preparados para la gestión de lo público, y que no nos contaminemos con la ignorancia de los muchos.
Esa es una tensión permanente en la historia de la democracia contemporánea, tensión consustancial a la democracia liberal, que debe aquilatarse precisamente en el valor que aportan sus tensiones.
En México hemos visto el efecto de dos simplificaciones de la contradicción: la primera la podríamos definir como el régimen de la transición. Tiene la marca técnica de la política, en la que efectivamente hay un avance del pluralismo político, de los contrapoderes, pero al mismo tiempo también debemos reconocer que esos contrapoderes, esas autonomías son, en alguna medida, capturados por intereses a los que podríamos describir como oligárquicos.
La respuesta es pendular, y es la que tiene este impulso populista, en la que se desconoce el aporte de esos contrapoderes y, en vez de nutrir con mayor democracia esas instituciones, las considera abiertamente enemigas y pretende extirparlas del orden político.
AR: Acerca del suelo sobre el que la transición avanzó, señala usted que se construyó sobre un Estado precario, débil, y que fue como poner una alfombra sobre piso de tierra. ¿Cómo moldeó ello a la transición y, por otra parte, cuál fue el efecto de ésta sobre aquel? Parece haber sido hasta negativa por la relevancia que adquirieron los poderes subnacionales o el aumento de la violencia.
JSHM: Durante mucho tiempo escuchamos la leyenda en la que coincidían muchos autores de distintas orientaciones y con tonos muy diversos: la Revolución mexicana había construido un Estado portentoso, poderosísimo. Eso lo vemos en las reflexiones tanto de Arnaldo Córdova en su La ideología de la Revolución mexicana y en La formación del poder político en México, como de Octavio Paz en El ogro filantrópico, donde dice que el gran protagonista de la política mexicana no es el mercado ni las clases sociales, sino el Estado mexicano, que es un ogro paradójicamente filantrópico.
Considero que se equivocaron con esa visión: la Revolución mexicana no construyó un Estado poderoso sino que le dio un enorme poder a un grupo político que estableció los mecanismos de su perpetuación, de su permanencia. Pero, si recuperamos la visión tradicional del Estado, debemos entender un orden político que se rige por sus propias normas, que tiene una regularidad institucional y que, en ese sentido, está por encima de los intereses parciales.
Pienso que no entramos en el proceso de la transición democrática con ese Estado al que nos habían descrito como tan poderoso; la evidencia de ello son la ilegalidad (que ha sido tradición en el país), la impunidad y la corrupción. Sobre esta última, tras la aparición del pluralismo tuvo incluso menos diques de contención: podía haber tenido ciertos mecanismos de disciplina no legal sino política, pero se perdieron. Los instrumentos de pacificación, igualmente no jurídica sino política, se disgregaron de tal manera que vemos esta proliferación, esta pulverización de los centros de violencia y de crimen en el país.
En ese sentido, las dos peores herencias del proceso de transición democrática que son la expansión de la violencia y de la corrupción, tienen que ver con esa ausencia de Estado.
AR: Sigamos con el piso. Usted recuerda a Tocqueville, y resalta la exuberancia de las asociaciones voluntarias, el cultivo de hábitos, de entornos, de valores, de deseos, por lo que la democracia, más que un régimen con reglas, es una forma de sociedad. En ese sentido, ¿qué ha ocurrido con ese piso social sobre el que se construyó la transición?
JSHM: Cambiaron cosas importantes. Hay señales alentadoras en el proceso social, político de los últimos lustros. Hemos visto la multiplicación de organizaciones de la sociedad civil en años recientes, ha habido nuevas organizaciones con un sentido de foco, concentradas en el medio ambiente, en el cambio en la reforma educativa, en la denuncia de la corrupción, en la promoción de las mujeres, en fin.
En eso es muy distinto el México que tenemos hoy al que teníamos hace 25 años, y es no sólo distinto sino mejor. Agrego que también hay una característica en estas organizaciones de la sociedad civil: han cambiado un poco de propósito, porque ya no son tanto peticionarias, que exigen al poder que haga algo, sino también para tomarle el pulso a la economía, para hacer propuestas de política pública, para involucrarse en procesos legislativos.
Esas son señales de un pluralismo que se vuelve más vital, más comprometido con el espacio público.
AR: En el libro también hay retratos críticos de los presidentes Vicente Fox, Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador. En un ámbito donde la democracia disminuyó el poder del presidencialismo y aumento el protagonismo del Congreso (incluso usted habla de la vetocracia) y de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ¿cuál fue el peso de estas figuras en la transición?
JSHM: Este es otro punto importante. Quizá en cierta oleada politológica reciente se nos decía que lo relevante era el arreglo de las instituciones, la configuración inteligente de los estímulos y los castigos de estos arreglos impersonales, y que si estos estaban bien el régimen funcionaría porque debería estar pensado para que lo hiciera aun con los peores políticos manejando la máquina.
Eso es un error. La crítica de la política no puede dejar de serlo de quienes la hacen desde los centros más importantes de decisión en un momento histórico. Creo que la ciencia política debe acercarse también a esa búsqueda, al retrato de quienes tienen responsabilidades adicionales.
Eso lo veían muy bien los pensadores más profundos de la política: está en Maquiavelo. No puede pensarse en la impersonalidad, en la abstracción de las reglas sino que, finalmente, tenemos que identificar qué personas, en qué momentos, ante qué circunstancias se actúa históricamente. Me parece que no hay momento que exija mayor talento de los liderazgos que los de transición, de cambio histórico, y no hay régimen que exija de líderes más competentes que la democracia.
Nos ha ido mal: no hemos tenido los liderazgos que necesitábamos para dar bien los primeros pasos bajo el régimen democrático. Accedimos al pluralismo con Vicente Fox (si queremos ubicar la fecha de la alternancia con un político), que no entendió en ningún momento lo que significaba la responsabilidad histórica de refundar un régimen. Fue un político frívolo que prácticamente al primer revés abdicó del empeño reformista y pretendió salir simplemente a flote durante sus seis años.
Felipe Calderón, quien en 2006 entró en condiciones muy complejas, quedó atado por una decisión inicial que tuvo consecuencias catastróficas para la civilidad en el país: su guerra contra el crimen organizado, que, en términos objetivos, no nos dio mayor seguridad sino, por el contrario, nos lanzó a un espacio de mucha mayor violencia, crueldad, barbarie, de lo que no íbamos a salir.
Después el gobierno de Enrique Peña Nieto es el de un político que básicamente es un muñeco que es movido por otros intereses que tienen claridad de qué es lo que debía hacer, y que dio licencia para robar.
La combinación de esos tres gobiernos fue desastrosa; la frivolidad, la violencia y la corrupción pavimentaron el terreno para la llegada de Andrés Manuel López Obrador, quien pudo construir un argumento muy persuasivo de que todo lo que había sucedido antes había sido desastroso.
AR: Usted menciona aquel ensayo clásico de Daniel Cosío Villegas, “La crisis de México”, en el que decía que los dirigentes revolucionarios habían estado muy por debajo de las expectativas. ¿También pasó eso con los demócratas?
JSHM: Esa fórmula de Cosío Villegas es perfectamente aplicable a nuestro tiempo. Decía algo así: “Todos los hombres de la revolución, sin exceptuar a ninguno, estuvieron muy por debajo de las exigencias de la historia”. No había ninguno que se salvara, a su juicio.
Yo preguntaría: ¿qué políticos en estos últimos 25 años, de quienes han estado en el Congreso, en el Ejecutivo, ha cubierto las expectativas? Creo que estamos también en presencia de estos liderazgos fallidos en el proceso democrático mexicano.
AR: Una de las grandes taras de la democratización es un problema mayúsculo que usted señala: la oligarquía liberal, los grandes grupos, especialmente económicos. ¿Cómo ha corrompido ese gran poder el proceso democrático?
JSHM: Eso lo hemos visto en México, que es otro caso en el que nos podemos ver en espejos de otros regímenes contemporáneos en los que hay, por una parte, una astucia y habilidad de los grandes grupos de poder económico para conocer cómo funcionan las perillas, las palancas de las decisiones en el pluralismo. Saben exponer y construir sus intereses individuales como si fueran los colectivos, y expresar la idea de que no hay alternativa, de que no hay en el momento que estamos viviendo opciones ante las fuerzas del mercado, la globalización, las tecnologías contemporáneas, de que no hay ninguna libertad para la acción política.
Lo que eso produce es una negación de lo político, de lo negociable, y una captura de estos órganos del poder por parte de intereses especiales.
AR: Otra parte especialmente dura del libro es la que traza el vínculo entre la violencia y la democratización. Dice usted: “El siglo XXI ha sido la transición a la barbarie”.
JSHM: Es terrible lo que hemos vivido en estos últimos 15 años en el país. Es terrible incluso que pensemos que eso es normal, que es habitual, que lo enterremos en página interiores de periódicos locales, que tratemos de cambiar la conversación, que estemos ya hastiados cuando sabemos que estas cosas están pasando en algún lugar en Acapulco, en una carretera de Guanajuato, en ciertas partes de Michoacán y en ciertos barrios de la Ciudad de México. Y, sin embargo, pensar como que la vida continúa como si nada.
Ese proceso de insensibilización colectiva me parece terrible, consecuencia de lo que hemos padecido en los últimos años, como también el hecho de que pensemos que esas estadísticas son nada más números, que nos desconectemos de lo que eso significa en términos de seres humanos, de personas, de niños, de huérfanos, de familias rotas.
No solamente hemos visto esta contabilidad de la violencia sino que hay una lógica bárbara: en México existe una comunicación a través de la sangre, se envían mensajes a través de la muerte.
Eso es terrible: no es simplemente (sintiéndome fatal por usar esta palabra) que se elimine a un competidor en el negocio criminal, sino que se usa el cuerpo de otros para proyectar un mensaje al enemigo, al barrio, a la ciudad, al Estado. Por eso me atrevo a preguntar si no hemos vivido nuestro holocausto, si no hemos compartido el espacio con estos ejecutores voluntarios que son reclutados jovencísimos, casi niños, y que pueden desprenderse a tal punto de la emoción afectiva que pueden matar por unos pesos.
AR: Entremos en el terreno de la demolición. Para referirse a las elecciones de 2006 menciona a Adam Michnik cuando hablaba de la “guerra civil fría”, más política que violenta. ¿Cómo afectó a la transición?
JSHM: Puso el tono de la polarización en el que seguimos metidos. Reventó aquello que celebramos en el 2000, que fue la idea de que tenemos un arreglo común en el que hay elecciones en las que unos ganan y tienen la responsabilidad, mientras que otros pierden, lo reconocen y hacen sus cálculos para apoyar o para resistir. En esa elección del 2006 eso se rompió y hay la idea de que no tiene sentido hablar con el que está enfrente, de que nadie puede darle el saludo al presidente de la República, de que no es digno de estar dentro de ese movimiento quien se atreve a hablar con él o llamarlo presidente, etcétera.
Eso inauguró parte de este espacio de polarización tan terrible en el que nos hemos metido nuevamente.
AR: Por momentos pareciera que estamos vivificando las ideas de Carl Schmitt. En una conversación que tuvimos hace algunos años acerca de su libro La idiotez de lo perfecto hablamos de la idea de ese jurista acerca de la relación entre el derecho, la justicia y el hombre fuerte, que es quien establece qué es lo justo y lo legítimo incluso al margen de lo legal. Ahora recupera la reivindicación del populismo que hizo Ernesto Laclau a partir de ideas de Schmitt, y también destaca la dialéctica clásica del amigo-enemigo, la idea de la política como guerra que blande López Obrador. Esto no parece ser muy funcional para la democracia.
JSHM: A mí me parece muy interesante porque en efecto encuentro muy llamativo el hecho de que este pensador, al que se describió como el abogado del nazismo, sea ahora inspiración de ciertas izquierdas populistas en el sentido de que reenciende la pasión política, entiende la necesidad de construir identidades y valora el conflicto, aunque no cualquiera, debo subrayar, sino el que se piensa como uno dramático, sin conciliación posible, que es el que está dibujado como una guerra, como está en el esquema de lo político de Schmitt. Está en la retórica de todo populismo contemporáneo: nosotros contra ustedes no simplemente como una oposición que pudiéramos decir numérica o electoral, sino como una oposición existencial que es, en el fondo, moral, transhistórica. Así, son todos los conservadores en toda la historia de México en contra de todos los liberales de todos los siglos de México encarnados hoy por su gran líder Andrés Manuel López Obrador, en donde no hay ninguna posibilidad, ninguna lógica de conciliación, de conversación, de moderación, porque acercarse al otro es ya traicionarse, hablar con él es arriesgarse a ser contaminado por su inmoralidad.
Esa manera de comprender la historia y la política, y de ubicar el sitio de las instituciones me parece que está más vigente que nunca.
AR: En la primera y la segunda transiciones que usted menciona ha habido argumentos morales. ¿Cuál puede ser hoy el papel de la moral en la política?
JSHM: Me parece que el vocabulario moral es indispensable en la vida pública; no creo que debamos contentarnos exclusivamente con el lenguaje jurídico, como dicen algunos. Creo que sí debemos atender a una reflexión ética constantemente.
Recuerdo a Tony Judt, el gran historiador inglés, que decía en su crítica a la nueva hegemonía neoliberal que en los últimos años hemos pensado la política siempre en términos económicos: si esto es rentable, si esto es productivo, si esto nos hace más competitivos, si esto es útil. Así hemos dejado de hacernos la pregunta de si esto es equitativo, si es justo, si reconoce la dignidad de todas las personas, si se puede incorporar a la libertad de cada uno de los sujetos para escoger su propio camino de realización personal, etcétera.
El vocabulario ético se tiene que recuperar, pero no puede hacerse a partir de la idea de que quien no concuerde con mis ideas está podrido moralmente, como creo que es la forma que se hace desde esta idea de la exclusividad de la moral que hay en ese discurso.
AR: Usted también le reconoce éxitos a la primera transición: el pluralismo, la crítica, la dispersión del poder. La segunda transición, la de López Obrador, de la que algunos dicen que sí es la democracia verdadera, busca demoler aquellos logros. ¿A cambio de qué?
JSHM: Este proyecto parte de una acusación bien fundada porque sí hay enormes razones para denunciar el uso del poder para ciertos grupos, la impunidad, la corrupción, la violencia, sus resultados mediocres en términos de promoción de la prosperidad. Pero eso no quiere decir que este gobierno o este proyecto se base en un buen diagnóstico, porque este es moral: el problema es que el neoliberalismo era envidioso, individualista, ajeno a nuestra historia, corrupto, etcétera.
En ese sentido, lo único que hacía falta es que llegara un hombre moralmente digno para purificar a la nación. Entonces, si necesitábamos un buen chicotazo democrático que reactivara el impulso democrático del régimen, lo pudo haber dado un proyecto desde la izquierda, pero en realidad lo que se trató de hacer es desconocer esos avances en pluralismo, los controles, la autonomía de las organizaciones civiles, de los poderes constitucionales, etcétera, para edificar un bloque mayoritario y hegemónico que resolviera todo.
Sí hay una buena denuncia en el populismo mexicano de los problemas de la transición, pero hay un mal diagnóstico y, por lo tanto, un muy mal recetario.
AR: Usted dice que la democracia es frágil. ¿Cómo estamos hoy ante este ataque? ¿Las instituciones, la costumbre democrática pueden resistir el asalto del populismo?
JSHM: No puede pensarse que la batalla esté concluida. No creo que podamos describir al régimen mexicano contemporáneo como una dictadura: no lo es. Hay decisiones, medidas, resoluciones que son contrarias al orden pluralista y liberal del país que son muy amenazantes, y que hay una personalidad abiertamente autoritaria en quien ejerce el poder, además de un proceso de personalización de la política y de centralización del poder que me parecen muy inquietantes.
En este momento podemos ver por la mañana señales de perseverancia institucional, resoluciones de jueces que ponen un límite a ciertas decisiones de la mayoría o del gobierno; a mediodía podemos ver la sumisión del Congreso a los dictados del presidente sin tomarse la molestia de abrirse a la discusión de las ideas, y por la tarde expresiones de un órgano autónomo que se muestra independiente de lo que quiere de ellos el poder presidencial.
En ese sentido, tenemos una batalla en curso, y creo que el desafío que tenemos enfrente es extraordinario. De pronto uno puede sentirse muy pesimista, pero, por ejemplo, ha habido gestos importantes de autonomía y decoro del Instituto Nacional Electoral, resoluciones de la Suprema Corte de Justicia que rechazan la prisión preventiva como el centro de la política pública de seguridad y de combate a la delincuencia.
Pienso que estamos en este juego de la cuerda en donde de pronto va a un lado y después regresa al lado contrario.
AR: Al final del libro ubica el problema de México más allá del asunto de la democracia: a 200 años de la Independencia estamos ante una nación incumplida, una no-nación. Menos ambicioso que Paz, usted pide que los mexicanos seamos contemporáneos de nosotros mismos. ¿Cómo construir esa nación?
JSHM: Pienso que esta comunidad imaginaria que es la nación, esta imaginación de que formamos y tenemos un destino común, depende, entre otras cosas, de que estemos vinculados físicamente; es decir, que haya mecanismos de comunicación, espacios para entrar en contacto. En ese sentido las naciones son producto de la ingeniería, de quienes hacen puentes, carreteras, obras hidráulicas.
Al mismo tiempo la nación es obra de quienes son capaces de construir políticas públicas que generan experiencias de comunidad en donde puede haber un destino común. Me parece que si lo que tenemos son pistas de experiencia vital que no tienen comunicación la una con la otra porque una pertenece a una colonia que está a unos metros de la otra, eso no es constitutivo de una nación.
En lo más ambicioso, el proyecto democrático (que son todos esos asuntos contradictorios de los que quiero hablar al principio del libro) es aquello que veía Tocqueville: una sociedad de semejantes. No de uniformados: de semejantes. Esto quiere decir: que tengamos, efectivamente, la sensación de que, en las buenas y en las malas, estamos en el mismo barco.
Considero que esa es la promesa incumplida de la nación y de la democracia.
AR: Para finalizar: algo que llama la atención en el libro es la utilización de la poesía, pero no solamente de ella sino también, por ejemplo, de las artes plásticas. ¿Cómo nos permiten esas disciplinas leer y expresar la política?
JSHM: Hay que reinsertar la política en el espacio al que pertenece: el de la cultura, de las experiencias del ser humano, del vivir en sociedad y de buscarle sentido a lo que hacemos juntos. En algún momento se pensó que había que aislar lo político de aquello que no lo era propiamente, pero creo que hemos perdido mucho con eso.
De la misma manera en que nos vemos reflejados en expresiones de la arquitectura, de la pintura, del teatro, también nos vemos reflejados en modos de asociarnos, de cooperar, de pelearnos, de tomar decisiones, etcétera.
Para eso, quizá puede ser provechoso este oportunismo metodológico de usar lo que sirva para ilustrar el significado de lo que tiene uno enfrente.