El economista liberal Ludwig von Mises (1881-1973) y sus ideas han causado y generan controversia. En México, hasta intelectuales que se declaran liberales se distancian públicamente de él. En librerías del país —en que suele haber alguna edición de El capital— es improbable encontrar La acción humana, la gran obra de Mises. En el contexto actual en que se miente flagrantemente, se usa un lenguaje político irresponsable y explícitamente se busca ideologizar a través de la educación pública, cabe verse en el espejo que ofrecen las memorias que Mises terminó de escribir en 1942 y se publicaron postumamente en 1978.
El libro cubre desde la juventud de Mises hasta el año de 1940, periodo que incluye las guerras mundiales. Mises fue escueto en revelar intimidades, tampoco relató muchas anécdotas, pero el lector descubre su personalidad. Mises contó que al ingresar a la Universidad de Viena —aunque fuera contrario a la filosofía de Marx— era completamente estatista. Mises encontró el predominio del historicismo. Al positivismo llegó a considerarlo una secta que había simplificado el conocimiento y cuestionaba su abuso de la estadística. Sería hasta su quinto semestre de licenciatura que dudaría del intervencionismo estatal, pero todavía pensaba que el liberalismo representaba “vestigios de una visión del mundo que ameritaba oposición tenaz”. Se le fue volviendo evidente que las mejoras en la vida de los trabajadores provenían del capitalismo, no de la legislación social que con frecuencia daba resultados contrarios a las intenciones manifestadas por los políticos. En 1909, escribió Mises, “reconocí que la corrupción es inevitablemente concomitante al intervencionismo”.
De los muchos asuntos que trata el libro, me referiré al lenguaje para debatir y al problema educativo. Describió sus constantes discusiones con distintos personajes. Mises partía de principios como: “aquél que sólo dice lo que otros quieren escuchar estaría mejor permaneciendo en silencio”. Lejos de la diplomacia, le interesaba la confrontación de ideas. Esto lo aplicaba también a sí mismo. Sobre su propio seminario —al que Mises se refería con orgullo— afirmaba que no le interesaba crear una escuela, ni una comunidad, mucho menos una secta. En cambio, pensaba: “A través de la contradicción más que del acuerdo es como nos apoyábamos los unos a los otros”. Mises aceptaba y celebraba las diferencias intelectuales.
Al evaluar el estado de la educación universitaria —que veía en decadencia, así como algunos percibimos hoy degradación por el avance de ideologías relativistas e irracionales— a Mises le preocupaban las consecuencias que tendría el bajo nivel intelectual de los profesores. Esto le provocaba desesperanza sobre qué sucedería con quienes eran educados por ellos. Abundaba en la podredumbre en que había caído la Universidad de Viena: “muchos profesores difícilmente pueden ser calificados como hombres educados. Un espíritu ajeno a la cultura y la ciencia presiden sobre los claustros profesorales”. Esto llevaba a que incluso doctorantes “no pudieran pensar y evitaran, con todo cuidado, los libros serios”.
Al escribir sobre estas memorias, Hayek anotó que Mises sentía el mayor desprecio por quienes —desde su perspectiva— no hacían sino fingir que enseñaban teoría económica. También agregó que, a pesar de sus exquisitos modales, Mises no lograba evitar estallidos ocasionales ni tampoco sabía disimular ese desprecio. A Hayek, el libro le resultaba, en parte, un registro de esos exabruptos. Hayek buscó comprender tales estallidos anotando que Mises escribió sus memorias en “el tiempo de su mayor amargura y desesperanza”, cuando llegó a Estados Unidos, antes del reconocimiento que obtuvo después.
Hayek escribió que, en ocasiones, Mises expresaba “perspectivas impopulares” de una manera que no era plenamente convincente —aunque sus ideas pudiesen ser acertadas— pues no las compartía mediante argumentos plenamente desarrollados. Mises tuvo un desplante de petulante escepticismo con Hayek: al conocerlo leyó una carta de recomendación que describía a Hayek como “economista joven altamente prometedor”, la reacción de Mises fue mirarlo y decirle que nunca lo había visto en las clases que él impartía. De ese ambiente universitario, Mises también escribió que la academia “atraía poderosamente a los imbéciles” y que la mayoría de los profesores “podrían ser clasificados como intelectualmente limitados”. Lo anterior estaba basado en su convicción de que: “en cada campo hay muy pocos que pueden hacer una verdadera contribución al bagaje intelectual” y que si obtener una plaza académica dependiese de contribuciones al saber, “habría escasamente una docena de profesores alrededor del mundo”. Esto ilustra la crítica de Hayek: Mises podía tener razón pero —en sus memorias— enunciados como estos son provocaciones que no llegan a sustanciarse.
El propio Mises se asomaba a la virulencia de su lenguaje: “a veces se me acusaba de presentar mi punto de vista de una manera demasiado abrupta e intransigente”. Agregaba: “mi único arrepentimiento es mi disposición a los términos medios, no mi intransigencia”. O, en otro momento, describía como “duro” su propio juicio, pero Mises aseguraba que “la mayoría de los libros y los artículos carecen completamente de valor”. Aun así, tenía clara la necesidad de persuadir. Al escribir sobre estatismo en sus memorias, Mises expone que alrededor de 1900 —en los países de habla alemana— predominaba la suposición de que “el futuro le pertenece al estado” y se acusaba al capitalismo de todos los males. Por ejemplo: el “alcoholismo era causado por el libre mercado del licor y el libre mercado de armas era culpable de la guerra”. También notaba que el “odio al capital de gran escala y la especulación estaban profundamente enraizados” en la opinión pública. Más adelante en su vida —explicó Mises— llegó a pensar que había factores emocionales que explicaban la popularidad de políticas anticapitalistas y aseguraba que para evitar el fracaso del capitalismo habría que lograr que fuese tolerado psicológicamente.
El economista encontraba un problema en la academia e identificaba el reto de persuadir. Más importante: Mises sabía falso que las ideas correctas venzan al resto e identificaba, en cambio, que la educación puede usarse para reproducir ideas equivocadas. Refería —probablemente horrorizado— el ejemplo del dominio de la socialdemocracia en Viena y cómo un alcalde confiaba en que la permanencia de su partido e ideología estaban asegurados tanto por el indoctrinamiento, como porque los vieneses nacían, vivían y morían en la socialdemocracia. Así, puede arguirse que el caso de Mises apunta a que la arrogancia, los términos medios y la manipulación ideológica no son vías de convencimiento legítimo y efectivo. También abre preguntas para el presente: cuál es la forma de difundir las propias ideas sin atentar contra la libertad de los demás y cuál es la estrategia de lenguaje adecuada en medio de confrontaciones cultivadas por los populistas.