Para entender el debate sobre el Corredor Cultural Chapultepec (CCC) de la Ciudad de México hay que ver de qué se trata el proyecto, conocer las posturas sobre él y, finalmente, asumir una propia.
Cualquiera que haya visto la Avenida Chapultepec sabe que es una vía que uno usa o atraviesa sólo cuando no tiene escapatoria y, sin embargo, son decenas de miles de personas las que no tienen mayor remedio que pasar por ella.
El tramo sobre el que se plantea el CCC comienza en la Glorieta de los Insurgentes y, a tres cuadras, un peatón se topa con 10 carriles para cruzar de la Roma-Condesa a la Juárez.
Si va de automovilista, Chapultepec es una sucesión de cuellos de botella producto de una combinación amorfa de semáforos, camellones, acueducto y otros automovilistas que buscan dar vuelta desde la mitad de las vialidades hacia otros cuellos de botella.
Los usuarios del transporte público padecen, además de lo anterior, el paradero —eufemísticamente llamado Centro de Transferencia Modal que en nada ha cambiado en 15 años— colindante con la primera sección de Chapultepec que es inhóspito, caótico y peligroso para cualquiera.
Como ciclista el panorama no es más alentador. Autos, microbuses, peatones, comercio ambulante y patrullas invaden una cuadra sí, y otra también, la ciclovía confinada para usted, además de baches y coladeras sin tapa cubiertas por agua de la mayor insalubridad posible.
El gobierno del Distrito Federal quiere transformar ese caos en un parque lineal en el que, en paralelo, haya vialidades, áreas comerciales, culturales y verdes. Visto así, ¿cómo podría alguien negarse?
Pues resulta que bastante gente se opone. Esto se explica en parte por la desconfianza en la historia de las grandes obras de las administraciones pasadas, —basta ver los distribuidores viales, segundos pisos, supervías o la Línea 12 del Metro— en los que la transparencia, calidad y cumplimiento de tiempos de entrega brillaron por su ausencia y siguen pendientes.
En esta propuesta, el costo de la obra será asumido por las empresas y el GDF no pondrá recursos para ella; el esquema de asociaciones público-privadas tiene un gran potencial para crear o renovar infraestructura.
Pero para que tengan éxito se requiere de mucho más que un proyecto que suene bien, se deben transmitir los beneficios, comunicar las implicaciones y mantener permanentemente abiertos los canales de vinculación con la comunidad tanto en temas de transparencia como en la oferta y respuesta de acciones que aligeren la vida de quienes padecerán el tiempo de construcción.
La administración de Miguel Ángel Mancera ha hecho parcialmente bien su papel en el Corredor. Ha detectado la necesidad —innegable, me parece— de cambiar Chapultepec, encontró el mecanismo para evitar gastos y ha logrado revaluar la zona; sin embargo, no ha logrado comunicar los beneficios, los involucrados se quejan de la forma de consulta, pues se hizo hasta que se publicó en la Gaceta Oficial.
A pesar del permanente lema del gobierno, Decidiendo juntos, la consulta que ha planteado a los vecinos llega tarde y es señalada de sesgada en sus preguntas, dicen que parece un acto más de simulación que de genuino interés por escuchar las voces críticas.
Pero la oposición ha crecido, sobre todo en redes sociales, por una concepción errónea de lo que significa la consulta sobre este tipo de obras. Consultar, a pesar de lo que la corrección política indica, no es generar unanimidad; consultar no es, como lo han malentendido muchos, otorgar derecho de veto y todos debemos reconocer que hay grupos de ciudadanos que se han tornado intolerantes a cualquier cambio en el DF (que no sea impulsado por ellos mismos).
Este proyecto, al igual que los parquímetros, debiese ser un acto que resulte consecuencia de una política pública orientada al tipo de Ciudad que se quiere, no a ocurrencias o decisiones tomadas sobre las rodillas.
La transformación de la Avenida Chapultepec es indispensable; hoy no es segura, agradable o siquiera funcional para nadie.
Para lograrlo en aprovechamiento de las asociaciones público-privadas hay que comprender que las tres partes deben ganar algo; y que ninguna, el gobierno, las empresas y los vecinos puede ganarlo todo: todas tienen que contribuir al proyecto para que todas ganen.
Debemos aprender a distinguir entre quienes sí quieren cambio y los perpetuos opositores; los gobiernos están obligados a actuar y asumir los costos políticos de esas decisiones junto con su ejecución. Las empresas, a las que nadie les puede demandar obras de caridad, han de hacerse a la idea que invertir en infraestructura pública implica involucrase en proyectos de ganancia económica pero también de un rédito social. Y los vecinos, que su voz será escuchada pero que no será ni única ni la que asuma la política pública de la ciudad.
Chapultepec es una muy pequeña pieza de lo que hay que mejorar en la capital. Si el Corredor Cultural sale bien, será un ejemplo para el futuro; si no, puede condenarnos a vivir en la inmovilidad por otro largo rato.
Este artículo fue publicado en La Razón el 05 de Diciembre de 2015, agradecemos a Luciano Pascoe su autorización para publicarlo en nuestra página