Fascinante y algo olvidada es la época helenística, llena de maravillas arquitectónicas y grandes guerreros, pero también de cínicos, escépticos, estoicos y epicúreos. Una etapa de numerosas coincidencias con este siglo XXI, el cual tiene mucho de finisecular y transitorio. Interesantísimos son sus personajes: pensadores, poetas, científicos y hasta los diadocos, los generales sucesores de Alejandro quienes, en buena medida, si no la inventaron ¡cómo perfeccionaron la práctica de hacer culto divino a la persona del gobernante absoluto! Fue también un período de desconcierto generalizado y cambio social, resultado del derrumbe de las ciudades-Estado de la Grecia clásica y de las conquistas de Alejandro. Vivieron los pueblos helenísticos una combinación de crisis sociopolítica con una notable vigorización de conocimientos y opiniones de toda índole. Los pueblos incorporados por la fuerza al ámbito helenístico pasaron, lentamente, a formar parte del acervo cultural del mundo griego. Todo esto produjo algunas consecuencias turbulentas en las bases tradicionales del pensamiento filosófico y político, poniendo en tela de juicio todos sus fundamentos, porque surgieron los conceptos de la relatividad universal del conocimiento y de la imposibilidad de establecer criterios universalmente válidos para todos los tiempos y lugares.
Uno de los filósofos más destacados de la brillante era helenística fue Pirrón de Elis (360-270 AC), padre de la escuela escéptica, quien inició su vida como pintor, pero pronto mudó a las especulaciones filosóficas. Fue uno de los pensadores favoritos de Alejandro. Recorrió extensamente el mundo como una especie de “filósofo residente” del imperio, siempre favorecido por el gran conquistador. Fue crítico conspicuo de la escuela filosófica dominante de su época, el dogmatismo, la cual estaba obstinada en la búsqueda de la “verdad absoluta”. Aunque es posible identificar rasgos escépticos entre los sofistas y en la escuela de Megara, fue Pirrón quien adoptó el escepticismo como postura definitiva. Los sofistas del periodo clásico ya habían postulado la relatividad del conocimiento en general, pero los escépticos establecieron una teoría sistemática sobre la relatividad gnoseológica y sus consecuencias sociopolíticas.
Llegó el sabio de Elis a una inapelable conclusión: si la filosofía se origina en la búsqueda, el dogmático la aniquila al considerar su verdad como absoluta. El escéptico opta por quedarse en la búsqueda y su única convicción es la imposibilidad de encontrar una verdad definitiva. Según él, todas nuestras percepciones son relativas porque solo nos retratan la realidad tal como aparecen filtradas por nuestros sentidos. Por ello no hay ninguna razón para certificar a un aserto como más el más verdadero o auténtico. La única postura coherente será suspender el juicio (epoché) y no decir nada (aphasía) para desembocar en el estadio superior: la Ataraxia. Este concepto, Ataraxia, es usado tanto por escépticos, como por epicúreos, y quiere expresar serenidad, tranquilidad de ánimo, imperturbabilidad o ausencia de inquietud. A este estado se arriba mediante la práctica (ascesis) y sólo el auténtico sabio logra adoptarla. Pirrón deriva a una ética de la imperturbabilidad: como nada sabemos con certeza, todo debe sernos indiferente, y ninguna opinión tiene por qué perturbar nuestro ánimo. Sólo se puede aspirar a la felicidad en tanto uno sea capaz de abstraerse de las angustias de la vida y de los tiempos.
El escepticismo pirroniano es uno de los primeros promotores intelectuales del “liberalismo”. Esto se ha olvidado y este descuido es, precisamente, una de las causas de la actual crisis del propio liberalismo, el cual se ha vuelto dogmático en muchos casos.

Pirrón fue indiscutible inspirador del gran pensador Karl Popper. Según Popper, el progreso en la sociedad y el crecimiento del conocimiento se basan en la libre discusión y una reforma paso a paso de la sociedad. Rechazó todo pensamiento político y filosófico que partiera de su propia infalibilidad, como lo es el marxismo. Siempre fue adversario de toda forma de dogmatismo y, por lo tanto, de afirmaciones absolutas como la “verdad” y la “certeza”. Para él, todas las tesis no son más que hipótesis, las cuales se mantienen firme mientras no sean contrarrestadas por una evidencia pugnaz. Por ello todas las personas convencidas de cualquier cosa “más allá de todas las dudas” son siempre sospechosas. Otro gran escéptico fue Michel de Montaigne, cuyos principios teóricos fueron la falta de criterios irrefutables en torno a lo verdadero y de las opiniones sobre la naturaleza de las cosas, así como la ambivalencia de todos nuestros conocimientos y pareceres.
Hoy pululan por doquier los fundamentalismos religiosos, los demagogos políticos y los presuntos portadores de la verdad absoluta. Por eso es primordial rescatar y difundir el legado de Pirrón y tratar de entender, de paso, las vicisitudes de la fantástica época helenística, la cual puede darnos una buena cantidad de claves de la llamada “posmodernidad”. El escepticismo clásico de la era helenística constituye el más interesante precursor del posmodernismo a causa de su inexorable relativismo. Los antiguos escépticos y los posmodernos contemporáneos tienen en común sentirse defraudados con las doctrinas revolucionarias y los sistemas filosóficos de supuesta validez universal. En la esfera política ello se traduce en aspirar a regirse por el mal menor (¿la democracia?). Por eso el escepticismo filosófico es instrumento fundamental frente a la demagogia y la posverdad.
A los escépticos nos fascina la metáfora de la verdad como un viaje donde lo relevante no es la meta sino la experiencia. La búsqueda se convierte en el único objetivo. En política, el escepticismo consiste en arruinar todas las certezas equívocas, en drenar el pensamiento de basura, en despreciar a las doctrinas “irrefutables”, en abrir vías para la reflexión, en ubicar a la verdad en el centro mismo de la esfera pública, en disciplinarnos para constatar, verificar y racionalizar toda la información recibida, en esforzarnos para reconocer los engaños y las trampas de los demagogos y para abatir la mentira y la simulación. Como se puede ver, el escepticismo es un magnífico antídoto contra las decepciones, pero demanda mucha diligencia, e incluso una sobredosis puede paralizarte. A estas alturas yo ya solo aspiro a levitar en la sublime ataraxia, pero si tú quieres seguir viviendo en este mundo demencial y tormentoso, si odias ser engañado por demagogos y politicastros, si no te conformas con ser mudo testigo del actual desfile de zafios gobernantes, delirantes mesiánicos y crueles dictadores, bueno pues deberás asumir riesgos y ponerte a trabajar muy duro en las labores de la crítica, la autocrítica, el razonamiento y la imperfecta e inacabada búsqueda de la verdad.