Existe un personaje de Manuel Falcón que me encanta: el “acanémico anónimo”. El genial monero lo dibuja como un sujeto que ya echó raíces en la silla de una cafetería y que opina de cualquier cosa desde el cómodo espacio de la teoría sin práctica.
Algo similar sucede cuando se exige a la opinión pública posiciones de suma cero, de todo o nada: ese ha sido el error garrafal del clan woke en Estados Unidos y que lo ha hecho altamente repulsivo para los votantes de centro, los switchers que son mayoría en el país de Nixon y Johnson. Aunque les parezca sorprendente a los fundamentalistas de izquierda, no todo el mundo odia a Trump y tiene apoyos entre grupos que no responden al estereotipo del blanco rural de clase baja que simplonamente trazan en el Partido Demócrata.
El problema es que la proclama radical, al estilo Ocasio-Cortez, resulta contraproducente no sólo para los centristas, también le repugna a los votantes arrepentidos. La supuesta superioridad moral de “los buenitos” es el mejor antídoto para cualquier tipo de remordimiento por decisiones electorales pasadas.
Pues bien, el pedestalito moral tampoco es adecuado para los opositores del régimen lopista que padecemos en México, sobre todo si viene acompañado de insultos o agravios a la opinión pública, es decir, a los ciudadanos que tienen en sus manos el sufragio que puede sacar a la cuarta regresión del poder… o confirmarla en sus curules.
Para empezar, exigir a la gente radicalismos contra el régimen es un poco incoherente, ya que es tan mesiánico como lo que hace el caudillo tropical: ¿se acuerdan de “pero como eres tibio, es decir, ni frío ni caliente, voy a vomitarte”? Pues eso: los críticos del poder estamos para orientar al público, no para sentirnos el ángel de la iglesia de Laodicea ni el de Gaulle de la colonia Echegaray.
Y debo reiterar, amable lector, que opino que los críticos deben ser duros con el poder, no con sus destinatarios: hace unas semanas, en este mismo espacio escribí que “la cancelación usa la estridencia y los liberales han cometido el error de combatirla con un tono mesurado. La falla se encuentra en que, en una sociedad democrática, la deliberación implica que se puedan escuchar todas las voces, pero los canceladores juegan a silenciar con sus gritos a toda opinión disidente. Al que grita no se le combate con silencio. El pluralismo y la tolerancia son valores fundamentales de la democracia. Dado que la corrección política y la cancelación fungen como avatares del pensamiento único, son posiciones antidemocráticas y corresponde a los liberales combatirlas frontalmente: la tolerancia a los intolerantes es una traición a la democracia”. También señalé que “más que criticar la cancelación, a los liberales les toca enfrentarla y vencerla: levantando más la voz que los inquisidores y dándoles el talión que ellos han negado a sus víctimas”.
Precisamente por esta posición, debo decir que tan mala es la crítica blandengue de Gerardo Esquivel contra el gobierno, como la renuncia a destiempo de Carlos Urzúa. Nada de que el secretario expió su culpa: al igual que Jiménez Espriú, su dimisión fue resultado de una actitud calculadora. En el momento en que el economista sintió que su prestigio profesional se iba ir al sumidero, que dejaría de ser “el Paul Krugman mexicano” —les juro que así le dicen— buscó una salida y, cuando tuvo su mano en la nueva rama, saltó del árbol. Resulta delicioso ser opositor desde el cobijo institucional de la iniciativa privada: es el equivalente blanco del último socialista en un cubículo de universidad pública al que hacía referencia Octavio Paz.
Si en verdad queremos que las mayorías saquen al tirano de Palacio, debemos dejar de lado la lógica luciferina: la celebración del disenso debe ser del mismo tamaño del desacuerdo, nadie tiene que ir al abismo para que su rebeldía sea valorada. Quizá Esquivel se merece un aplauso chiquito o un “ah, mira”, pero no imagino al CEO de Pepsi ofendiendo a los consumidores de Coca-Cola porque prefieren una Coca Vainilla, “que sabe parecido a su refresco”.
En lo personal, opino que los liberales moderados suelen decepcionar: ahí está Comonfort con su autogolpe de Estado como prueba de ello. Pero tampoco creo en las intifadas de living room, que exigen radicalismos a las personas para que no sean calificadas como ingenuas o tontas: la dureza debe ser contra la autoridad y sus propagandistas a sueldo, no contra el público, que en muchos casos ya carga con la piedra de molino de haber votado por un loco…