A veces los sueños son tan difusos y absurdos que no sabemos si son recuerdos en realidad. Eso fue lo primero que dije para mis adentros cuando recordé lo soñé, no sé, a una mujer alta y de cabello corto rociado por el sol. Los ojos taciturnos contrastaban con los labios que bordeaban su dentadura luminosa. Bailaba y cantaba esta frase en un foro de la televisión italiana:
“Para hacer bien el amor hay que venir al sur…”
La rutina es alucinante. Una guitarra flamenca y millones de miradas lascivas siguen a la bayadera de Bolonia. Entallada en látex rojo gira la cabeza repetidas veces reloj de péndulo; el pelo la acompaña en el vaivén al tiempo que lanza sus puños golpeando prejuicios. Sus piernas firmes están abiertas como un compás que dibuja círculos en el piso. Están unidas por un cinturón de castidad a punto de abrirse: “Todos dicen que el amor es amigo de la locura pero a mí que ya estoy loca es lo único que me cura”, entona en una de esas tablas de finales de los años 70, llena de luces y movimientos de cadera.
La construcción musical es sencilla. El continuo tarareo apela a consumidores al tiempo que amplifica la piel blanca, delgada y correosa de su intérprete, como si la reverberación de cada traslado cubriera los huecos del vacío hasta que aspiremos su emoción y su olor. Huele a cerezos de San Pellegrino, por cierto. (Los aplausos grabados no reflejan al público que es mucho más entusiasta). Ahora brilla su nombre con la nitidez de los sueños que están a punto de terminar: Rafaella Carrá. Se trata de una de las primeras vedettes surgidas de la televisión, pionera de la libertad femenina y blasón del movimiento LGBT.
¿Quién no ha tenido un sueño reiterado durante su vida, aún con leves variantes como las del guión que sigue a la claqueta cinematográfica? Lo mismo pasa con los recuerdos aunque a éstos solemos añadirle arbitrariamente diálogos y ambientes. (Se entiende: no somos dueños de los sueños pero sí de los recuerdos). El caso es que recuerdo como si fuera un sueño algo que pasó hace 45 años en la televisión mexicana.
Fue el cierre de un programa dominical mexicano que incluyó dos canciones. Una aludió a un pueblo español sin esperanzas ni ambición, razón por la cual la cantora anunció que iría a América, pidiéndole a mamá 100 pesetas para el viaje. Otra narra la experiencia de la misma cantora que, en Argentina, encontró a un guía que se convirtió en su amante:
Yo paseaba sola por las calles
Sacando fotos a los monumentos
La típica extranjera con un aire extraño
Que recorre entera toda la ciudad
De pronto y a la vuelta de una esquina
Me llama suavemente un muchachito
Con cara de inocente y aire formalito
Se ofrece como guía para la ciudad
Pedro, Pedro, Pedro, ¡Pe!
El mejor de toda Santa Fe
Pedro, Pedro, Pedro, ¡Pe!
Es, otra vez, Rafaella Carrá. Surgida como un sueño entre hielo seco, con sus ojos grandes y el rostro ligeramente agostado. Da la impresión de que la sonrisa permanente le hubiera marcado surcos y estos le encorvaron la mirada. Sus mallas son redes estrafalarias de añejas calendas y su ombligo (¡ah, su ombligo!) había recuperado el anonimato que, en 1971, la Iglesia Católica le arrebató cuando el Papa Paulo VI condenó que lo mostrara en un baile que creyó perturbador. Ahí está parada. 39 años le soportan su pasado, la aventura en el cine, en Hollywood y Europa, tanto como su denuedo antifascista cuando aún era Rafaella María Roberta Pelloni y no Carrá, apellido que tendría desde mediados de los 60 en homenaje a Carlo, el milanés pintor futurista.
El baile ya no era radiante. Esta vez parecía un soldado manipulando el rifle. Al pecho y a los lados. En un movimiento sin combate, dando siempre la misma pisada sin sendero. El cabello estaba impregnado de humo de tabaco a la orden de media cajetilla diaria. La vedette había dejado la eterna juventud por lo que, entre árboles grises de cartón y foquitos indolentes que decían “Siempre en Domingo”, estaba claro que el ocaso se cernía en ella. Tenía, pese a todo, un valor que la televisión potenció como nunca antes lo había hecho ningún otro dispositivo. El valor de la fama y éste, junto a su talento, le alcanzaría para seguir el paso marcial veinte años más. Por ello Rafaella Carrá reinventó viejas glorias y, al mismo tiempo, se creó como una de las más relevantes conductoras de la televisión italiana y española. En la tarde logró más de 14 millones de espectadores y luego en la noche duplicó la cifra.
Hasta donde sé no fue posible el mano a mano que un empresario impulsó para situar a Rafaella Carrá frente a Olga Breeskin, quien entonces rondaba los 29 años y empuñaba el cetro de la mejor vedette del país. Lo cierto es que mientras, a principios de los años 90, la violinista iniciaba su declive absoluto, el soldado reverdeció a los 50 años con el Soca Dance, su variante de la lambada que había catapultado una joven llamada Loalwa Braz. Su variante bailable plena de ardor, añado, porque la base del ritmo carioca es el carimbó y la guitarrada en tanto que el Soca mezcla calipso y soul. (Ese tipo de glosas, por cierto, fueron recursos asiduos de Carrá quien, en 1977, en plena época Disco, había lanzado “Fiesta”, cuyos acordes remiten a “Don’t let me be” de Santa Esmeralda que, meses atrás, había comenzado a circular como remix de la canción original, interpretada por The Animals en 1964.)
En los 90, Loalwa Braz y Rafaella Carrá fueron parte del molde candente y colorido que humedecieron las tangas en las salas de baile. Braz murió a los 67 años, calcinada en 2017, al resistirse a un asalto en su domicilio al norte de Río de Janeiro. Carrá murió en 2021, a los 78 años, víctima del cáncer pulmonar, en Roma. No escuchó la mezcla de los DJ alemanes Jaxomy & Agatino que, en la primavera de 2024, se hizo viral en las pistas digitales junto a Ginger, una mapache hembra ucraniana que baila (lo que es un decir porque solamente levanta los brazos), la frase anodina “Pedro, Pedro, Pedro, Pé…” para regocijo de millones en el mundo. La canción original generó más de 286 mil videos en distintas plataformas y en Spotify ha tenido más de 420 millones de reproducciones.
“Pedro” volvió a ser una fiesta juvenil, esta vez de proporciones colosales, a la que asistieron los hijos adoptados de Rafaella Carrá y sus nietos. La tonada llegó sin ideología ni invitación feminista, como sí lo fue en los años 70. Si en esta era no hay motivos para estar contentos, los jóvenes prefirieron volverse público y asumir métricas que los alegren aunque no haya razón para ello (ya sus ancestros sufrieron muchas decepciones como para aceptar ese destino). El público ya no necesita símbolos, no al menos a una mujer gritando ser la dueña de su cuerpo. En su lugar fue más vital un mamífero con antifaz estirando sus deditos en señal de estar bailando. Otra forma de decir esto es que, aún muerta, la actriz italiana puso a bailar al mundo, incluyendo a una mapache lunática.
Después de frasear esto, acepto que mis añejos recuerdos son tan difusos que a veces creo que fueron sueños.