De niño me sorprendía mucho constatar que las estrellas que miramos ahora ya no son las mismas que fueron. La distancia que la luz recorrió, y el tiempo que tardó en ello, proyecta una luminosidad distinta a la que tenía e incluso varias de esas estrellas han muerto. Me llega el recuerdo mientras registro que, en el mundo del espectáculo, se le llama “estrellas” a los artistas destacados, en especial, dada la hechura de este diccionario sobre vedettes, a las mujeres depositarias de un cuerpo hermoso con las virtudes de la actuación, el canto y el baile.
Existen millones de estrellas en el Universo, tantas como granos de arena en las playas de la Tierra, según advirtió Carl Sagan. Las más prominentes y cercanas, vistas por el ser humano, tienen nombre; lo mismo sucede en teatros, centros nocturnos y cabarets de los años 60 y 70 del siglo pasado: las figuras estelares adquirieron significación propia. Fue así como desde mi adolescencia comprendí que Rossy Mendoza es una estrella y ahora, en la segunda década del siglo XXI, anoto que antes de serlo se llamó María del Rosario Mendoza y nació en Ixtlán del Río, Nayarit, el 6 de junio de 1950.
La biografía de María del Rosario advierte que parte de su infancia transcurrió en un colegio de monjas de Guadalajara y su pubertad en Ciudad Obregón, Sonora, donde cursó secundaria y preparatoria. A los 14 años presentaba artistas y, con esa actividad, acompañó cierta caravana encabezada por el actor Andrés Soler a la Ciudad de México. Ahí trabajó en el teatro Lírico, de gran tradición, nada menos en sus tablas estuvieron María Conesa, Lupe Velez además de Pedro Infante y Jorge Negrete, quienes ahí sostuvieron un mano a mano legendario. En ese recinto María se codeaba en 1964 con personajes de la talla de Germán Valdés “Tin Tan”, y Jesús Martínez “Palillo”.
El público y los productores admiraron a la nínfula Mendoza por su rostro indómito y su aspecto sinuoso. Por ello no extraña que, en 1970, El Capri, cabaret de gran prosapía incrustado en el mítico Hotel Regis, la integrara junto a la gran bailarina Yolanda Montes “Tongolele”, una Diana Cazadora de nombre Ana Luisa Peluffo y Zulma Faiad, vedette argentina que causaba furor,
María del Rosario, a los 18 años de edad, ya era Rossy Mendoza; la prensa sabía que había nacido una estrella. Por eso Bellezas de Cinelandia, Yo y Siempre la situaron en su portada majestuosa como el águila y opulenta como Talía tallada en caoba. La naturaleza no la proveyó del canto pero la juventud se impuso e incluso su atonía la mostró graciosa, impúdica, como si la beldad de pronto estornudara frente al asombro de los mortales. Lo mismo le sucedió con la danza. Fue sombra atolondrada de Adalberto Martínez “Resortes” cuando éste quiso enseñarla a bailar en los tiempos en que alternaron en la obra “El Tenorio Cómico” escenificada en el Teatro Blanquita, el escenario popular inaugurado por Margo Su en San Juan de Letrán de la ciudad de México, donde permaneció bastantes temporadas junto a Celia Cruz, Enrique Guzmán y Sonia López.
Rossy Mendoza tampoco tuvo dotes histriónicas, el cuerpo fue el que le abrió las compuertas del éxito. No fue artista sino adorno para incentivar audiencias envuelto en tarimas, sets o estudios de televisión, por ello acompañó al conductor de moda, Paco Malgesto y a Manuel “Loco” Valdéz, en los programas de variedades. Por cierto, aquel dispositivo sorprendente estaba reservado para los elegidos de la fama, por ello mirarla en el Blanquita o en cualquier centro nocturno implicó acercarse a la venus y ser testigo del milagro de su anatomía, el portento calipigio pintado por José Luis Cuevas y la breve cintura a la que Pérez Prado le compuso una canción.
La imagen de la joven fue resultado de una complicidad. No bailaba ni cantaba ni actuaba pero fingía hacerlo y el público, sin importarle, la aclamó llamándole “El cuerpo”. Ambos jugaron durante años a creer que ella era vedette –y porqué no, si para serlo nadie dijo que debía ser una fuera de serie. Así las cosas siguieron bien durante los primeros años 70 y principios de los 80.
Rossy incursionó en el cine de manera inconsistente: lo hizo junto a “Capulina”, un cómico anodino y bobo pero también con Mauricio Garcés, símbolo de la galanura y el humor, e incluso en 1972 logró ser parte del elenco de “Los Perros de Dios” donde alternó con Meche Carreño y dos años más tarde junto a Isela Vega en “El Festín de la loba”; desde luego, no podía faltar en las cintas de comedia erótica de aquellos años. Y mientras todo eso, se presentaba en “El Closet” compartiendo créditos nada menos que con Olga Breeskin, además de aparecer en fotonovelas, telenovelas, atreverse a grabar algunos discos y hacer teatro de comedia. Por si fuera poco, “El cuerpo” embelleció “La Caravana de la Corona” que recorrió el país con otros integrantes de la farándula como los Polivoces, Juan Gabriel y Amalia Mendoza, entre muchos otros.
Pero aquella complicidad se fue diluyendo paulatinamente pese a las resistencias de Rossy Mendoza. Tanto, que a los 43 años puso su nombre en la misma marquesina que anunció “La Sonora Matancera” y a los 50 fue parte del show “Las inolvidables de la noche”, junto a sus colegas de los viejos tiempos, Amira Cruzat, Wanda Seux, Grace Renat y Malú Reyez. “El cuerpo” no quiso saber que estaba siendo visto con nostalgia en el mejor de los casos porque la crueldad del público también la miró como a la Penélope que cierto día detuvo su reloj. El asunto quedó claro cuando en 2016, a los 66 años de edad, la escultura yaqui participa en el documental “Bellas de noche” junto a otras diosas del pasado.
A los 55 años de edad recuerdo que cuando fui niño me sorprendió mucho saber que la luz de la estrella que estoy viendo ahora fue proyectada hace miles de años, es más, que algunas de esas estrellas quizá ya cumplieron su ciclo. Irremediablemente pienso en Rossy Mendoza al escucharla decir, a los más de 70 años de edad, que espera ansiosa la grabación de su siguiente disco y la probable contratación para protagonizar algún espectáculo. Tiene el rostro deformado por las operaciones y el paso implacable del tiempo, pero sonríe mientras permanece el tick de su mano izquierda subiendo el bikini de lentejuelas azules.
La complicidad con el público hace muchos años desapareció pero doña María del Rosario lo ignora o finge. Ella es una estrella como aquellas que miramos ahora mismo en el firmamento.