Hace seis años, en espera del gobierno de Andrés López, había entre la comunidad cultural altas y exaltadas esperanzas sobre las políticas culturales que experimentaría el país. Quizá esto se sintetizó en una declaración que fue más bien un exabrupto de una figura del espectáculo —daba por hecho abundantes fondos para las artes que contrastarían con el pasado— suceso que ahora se ve como flagrante ingenuidad. Hace doce años, recuerdo, también había comentarios ilusionados, algunos ensalzando la experiencia de quien se convertiría en el primer secretario de cultura: “Ese señor sí sabe de cultura”, recuerdo haberle oído a alguien dedicado a escenarios que enfrentan butacas poco frecuentadas. En todo esto se han conjugado confusiones que, por la viabilidad de las artes, conviene tratar de contrarrestar.
El ambiente de este otoñal 2024 parece muy distinto. La designación de Claudia Curiel de Icaza (1979, Ciudad de México) como secretaria de cultura a partir del 1 de octubre ha despertado comentarios, pero tras un sexenio de desatención a las artes, y ante el continuismo previsible, no es abundante el entusiasmo entre los artistas; lo que significa un triunfo de desmovilización para el régimen del nuevo autoritarismo y su proyecto de concentración de poder. Fuera de quienes apoyan al actual gobierno y su continuación —parcialmente, sin restricción o que vislumbran grandes negocios rentistas—, hay quienes desde el espíritu burocrático quieren ver “frescura” en el nombramiento, lo que es más cercano a la retórica que a algún criterio de evaluación. Curiosamente, en un foro del partido Morena —para elaborar el “Proyecto de Nación en Arte y Cultura para profundizar la Transformación: 2024-2030”— hubo un destacado burócrata cultural que afirmó: “Tenemos que tener una discusión alrededor de desaparecer la Secretaría de Cultura porque eso era un sueño de Tovar y de Teresa para pertenecer a una élite política, pero en la práctica no funciona. Está la administración central y con la burocracia que se tiene es imposible tener una relación sana con la comunidad cultural”. Además de las razones explícitas, no pude evitar suponer que el dicho era hábil justificación adelantada para un venidero desmantelamiento de la secretaría de cultura ante la insuficiencia de fondos que padecerá el gobierno de la próxima presidenta.
Desde antes de la creación del consejo y el ministerio dedicados al tema, una confusión importante es la del perfil del encargado burocrático de las artes, quien se cree habría de ser “gente de cultura”. Es un error suponer que la persona seleccionada tendría que ser un intelectual o que sería transubstanciado en tal por el puesto, como en el caso de Rafael Tovar. Evaluar las condiciones del país debe llevar a notar que es un desvarío atribuir grandes cualidades a los gobernantes mexicanos, como se hace al hablar con devoción sobre el “escritorio de Vasconcelos”; dejando de lado que la educación en México no pasó de estupenda a fracaso monumental. Esto es tangible, por ejemplo, en que el país nunca se ha convertido en uno de lectores, ¡ni los egresados universitarios promedio leen al nivel de otros países de lengua española! En cambio, algo que sucede en un medio arbitrario como el mexicano es que alcanzar ese tipo de posiciones implica entrar de lleno en la lucha por el poder burocrático o, como me dijo un joven crítico cinematográfico, si no son, se vuelven “políticos”.
En el caso de las artes, los aspirantes a la alta burocracia cultural aprenden a adherirse cuidadosa y vehemente a la cultura oficial, una contrahechura canónica: saben a quiénes hay que halagar, a quiénes procede denostar y particularmente a quiénes ni siquiera hay que reconocer —la vigencia de cualquier cultura oficial es razón fundamental que me lleva a cuestionar la existencia de los ministerios de cultura, pero esto es otro asunto. El comportamiento inducido y adoptado es una expresión de aquella frase —“el que se mueve no sale en la foto”— que se atribuye al sempiterno líder sindical del autoritarismo del siglo XX, Fidel Velázquez, quien supo permanecer tanto tiempo que la televisión lo subtitulaba en sus últimos años, por la dificultad para entender su habla. Los aspirantes “culturales” aplican su filosofía en condiciones que han vuelto a ser semejantes como en opinadores que trabajan arduamente —ellos sí— como intelectuales orgánicos del nuevo autoritarismo mexicano.
Aun concediendo que Tovar, primer secretario de cultura, fuera culto —yo jamás lo traté— eso no conllevaba que tuviera una concepción elaborada de qué es cultura. En realidad, desde la creación de Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en diciembre de 1988 se manejó institucionalmente una noción de cultura que no es abierta, sino tan ecléctica que ha sido estrambótica —otra confusión— y que ha marcado cualquier acción gubernamental desde ese consejo y posteriormente desde la secretaría. Tanto en instituciones —lo mismo zonas arqueológicas que galerías y premios literarios— como en cuanto a disciplinas con creadores de muy distinto carácter, el panorama es inabarcable, tarea de administradores, es decir burócratas. Además, para expresarlo de manera específica, tanto cantantes autodidactas de música popular como compositores de conservatorio son tratados como equivalentes y ambos se identifican como artistas merecedores de subvenciones gubernamentales (quienes aun obteniéndolas están lejos de gozar de privilegios que sean origen de los fracasos nacionales). Hasta ahora ningún gobierno —de cualquier partido político— se ha guiado por una idea sofisticada de qué es cultura, sino que han estado atrapados en un ecléctico alud de responsabilidades. Aquí me concentro, por supuesto, en las artes en su expresión más minoritaria por la exigencia estética que representan planteamientos rigurosos concretados en obras.
Con la conducción de Alejandra Frausto la secretaría de cultura dio prioridad, según su propio reconocimiento, a lo que llamaron “cultura comunitaria” y no a las artes como acabo de delimitarlas (la evaluación de este enfoque es, también, otro asunto). De años coincidentes, el bibliófilo y gestor cultural Arturo Saucedo afirmó sobre Curiel como secretaria de cultura en la Ciudad de México entre 2022 y 2024: “ha confundido el espectáculo con la cultura […] ha dejado la política cultural de la capital en manos del monopolio de OCESA”, una empresa privada dedicada a la organización de conciertos y festivales de música. En efecto, un reporte del periódico El Universal registra durante la gestión de Curiel una erogación de 156.4 millones de pesos en conciertos propagandísticamente anunciados como gratuitos. Fueran quienes fueran los involucrados —antes, ahora y en el futuro— es clara la pertinencia de fiscalización independiente —que está a punto de eliminarse en este nuevo autoritarismo— sobre gastos hechos al amparo del declarado cumplimiento de derechos culturales.
Me referí a propaganda y la mención de la “relación sana con la comunidad cultural”, que en buena medida es el vínculo gubernamental con los intelectuales y se acerca a un punto problemático de la existencia de una secretaría de cultura y, por tanto, de políticas culturales que contribuyen a consolidar una cultura oficial. Estamos en un plano ideológico, que en el caso del nuevo autoritarismo aplica a las artes la errada simplificación según la cual hay una oligarquía —los artistas, quienes serían privilegiados abusivos, aunque en la práctica suelan estar en situaciones endebles— y el pueblo, al que se atendería con las acciones de “cultura comunitaria”. En el campo ideológico el primer desempeño de la burócrata Curiel —quien sin duda podría ser directora de OCESA— ofrece múltiples ventanas a problemas potenciales porque dio un discurso enfático y revelador.
El jueves 18 de julio, la virtual presidenta electa Sheinbaum designó a Curiel como secretaria de cultura y ésta dio un breve discurso del que conviene analizar algunos puntos. Fuera de saludos formales, una cuestión central es, ¿a quién decidió hablar Curiel en su oportunidad de dirigirse a los medios y al menos esbozar su programa para la secretaría? No habló a los artistas, como los he descrito, ni siquiera a la comunidad cultural, sino al grupo gobernante. A Curiel le importó alinearse públicamente con la presidenta, perdiendo la oportunidad comunicativa; aunque le queda el ejercicio de su puesto para demostrar más que filiación partidista. Sin embargo, por ahora, se adhirió a la simplificación de la lucha que ocurriría en México: “A mí me tocó, como a muchos, crecer en un país donde no había pluralidad ni democracia, donde mandaban los de arriba y se sacrificaban los de abajo”. Y agregó que por eso siente “orgullo” de “ser parte de este movimiento que invierte el orden de las cosas”, aunque esto sea falso. Claro que había pluralidad en las décadas en que Curiel creció, pero los grupos políticos opositores no eran competitivos ni tenían un marco legal que les permitiese aspirar a ganar sino hasta 1997, cuando por fin hubo prácticas democráticas en México —que ahora vuelven a estar en riesgo. El diagnóstico impreciso es agudizado por la caricatura que polariza, pues la exactitud es irrelevante para declararse parte de un “movimiento” que no es tal, sino que es gobierno y seguirá siendo un gobierno imputable de sus acciones y sus resultados.
Es comprensible que al hablar en público quienes son parte del poder burocrático intenten expresarse con frases pegajosas que sean recordadas por cualquiera o retomadas por los reporteros. Curiel afirmó: “estoy convencida que la cultura es el lenguaje de las identidades”, lo que se hace pasar por complejo, pero es elemental y no solventa los problemas de conceptualización de la cultura que he mencionado antes. Por el contrario, los reproduce pues lleva a la cuestión de que un ministerio de cultura habría de atender la diversidad de las culturas que suceden en la nación mexicana. Esto es de improbable realización por lo que se utilizan artificios como la etiqueta de “cultura comunitaria” que en la práctica reduce el universo de las culturas. Según la propia secretaría, el “énfasis” está sobre “aquellas [comunidades] que han quedado al margen de las políticas culturales”. Así, en el discurso y a la hora de las políticas públicas el régimen actual conserva parámetros del viejo autoritarismo, como sucede con su indigenismo de conveniencia. En un estilo que fue registrado por la prensa —y seguramente por sus afines— Curiel aludió al mundo prehispánico en esa forma de hablar que pretende establecer una nueva convención: “Somos hijas, hijos, hijes de una cultura prodigiosa”. Pero fue un uso para declarar su alianza —nuevamente— con el credo morenista, pues el objetivo era marcar oposición entre un supuesto pasado neoliberal y la orientación adjudicada a la frágil abstracción llamada pueblo: “Entre las muchas cosas que nuestros ancestros nos heredaron está la idea de que las cosas son en comunidad o no son […] este sentido de colectividad y solidaridad es necesario más que nunca en una sociedad que se vio afectada por el individualismo”. Aunque la interpretación anticapitalista lo afirme —trasponiendo fenómenos de otros países— en México en las últimas décadas no se experimentó ni favoreció el individualismo entre varias razones, sin ser la principal, porque hubo presidentes contradictoriamente pragmáticos no radicalmente comprometidos. Se trata de otro diagnóstico a modo para llevar adelante la declaración de fe morenista. Así en el “todos” del gobierno actual algunos son más “todos” que otros, aunque Curiel dijera: “seremos plurales, incluyentes y propositivos; seremos tradicionales y contemporáneos”. Continuando con la demagogia cultural estándar cito a Sor Juana y remató como cualquier autoritario del siglo pasado profesando “la grandeza cultural de México”. Llama la atención la pretensión de unir contarios —tan revolucionaria e institucional— y es evidente que no se atenderá un espectro completo, ni siquiera amplio, de las culturas, que incluiría también la cultura del crimen organizado y la de fresas o mirreyes, por dar un par de ejemplos. El elogio a la comunidad da identidad al grupo gobernante, pero para el nuevo autoritarismo las comunidades no coinciden con las existentes, sino que se restringen a las de su conveniencia electoral.
Todavía más significativo fue cuando Curiel describió a “la cultura como un lugar de arraigo, de reconocimiento, descubrimiento y encuentro, de especial promoción de lo colectivo, que abre espacios y brinda la posibilidad a las voces singulares que conforman este país tan maravilloso”. Hay otros populistas —en países como España— que también reivindican la confusión de abrazar el nacionalismo como una posibilidad de la izquierda. Esto no los libra de lindar, a través de señalamientos implícitos como el desarraigo, con el nacionalismo étnico, profundamente reaccionario y en oposición al nacionalismo cívico, basado en el ejercicio individual de la ciudadanía. Es desde un nacionalismo demasiado cercano a la fantasía étnica que se hacen reclamos que incitan sentimientos de revancha que sólo son sostenibles desde la historia de bronce que impulsó el viejo autoritarismo.
Si hasta los gobiernos democráticos con ministerios de cultura obstaculizan la cultura libre —porque su vocación es consolidar una cultura oficial— en un régimen autoritario es normal, como hizo la próxima secretaria de cultura afirmar que “la cultura también es una herramienta de transformación”. Esto puede significar que las artes estén al servicio de aquello a que Curiel manifestó adhesión, el “humanismo mexicano, como ha acuñado nuestro presidente Andrés Manuel López Obrador, es historia, es cultura, es política, porque nada humano nos puede ser ajeno”. Antes buscó elogiar a Sheinbaum describiéndola —entre otros calificativos— como “científica humanista” asentando, desde el plural, “que todos los días nos inspira con su compromiso por la igualdad y la justicia social”. Curiel concluyó que desde esa entelequia de ideas y políticas públicas “construiremos el segundo piso de la transformación”. Así, al referirse al “humanismo mexicano”, Curiel se unió a quienes pretenden dar sustancia por cualquier medio a algo que no es filosofía política, sino estupenda demagogia.
El escenario es claro: no hay lugar para la esperanza de cambio de parte del gobierno hacia los artistas, porque ni siquiera hay una promesa en ese sentido: para la próxima ministra de cultura ellos no son sus interlocutores primordiales. La meta del gobierno es —cuando se recurra a ellas— instrumentalizar las artes, usarlas como herramienta, una forma de su degradación. ¿Qué hizo Claudia Curiel en vez de interpelar a los artistas en el crucial momento de su presentación ante la ciudadanía? El acto que sus palabras llevaron a cabo fue la consolidación de su lazo personal con la burocracia gobernante, ese pareció su horizonte. Además, evidenció compartir nebulosas nociones de cultura arraigadas en el viejo y el nuevo autoritarismo. Para quienes hacemos y amamos las artes, lo peor sería guardar silencio por miedo a no resultar beneficiarios de recursos transferidos a la secretaría de cultura y sus brazos operadores: no son generosa gracia de burócratas. No corresponde sentirnos forzados a rendir pleitesía, diciendo de ellos: “¡Cuánto ha hecho por la cultura!”. Es hora de poner en su lugar a la burocracia cultural, el de la rendición de cuentas, el de ser objeto de crítica —exigiéndole al máximo mientras continúe existiendo— y, principalmente, es tiempo de encontrar nuevas formas de hacer viables las artes, más allá de la cultura oficial.