No creo (ni quiero) que la victoria de Andrés Manuel López Obrador sea segura, los procesos electorales implican dinámicas complejas como para adelantar un resultado de ese calibre; el político tabasqueño lleva más o menos 18 años en campaña, y es el único candidato no formal a la Presidencia en estos momentos (por lo cual es comprensible que sea el puntero en las encuestas que, por cierto, solo retratan las expectativas ciudadanas en el momento en que se hizo el ejercicio demoscópico).
En la democracia nunca nadie gana ni pierde de antemano. Y aunque nuestra democracia es frágil, hay contiendas políticas que reflejan la heterogeneidad social y no la lucha del pueblo, al que se le entiende como un monolito, contra un grupo de mafiosos; la pluralidad en el país implica el rejuego de diferentes opciones partidarias e incluso perfiles independientes de los partidos mismos. Esa fragilidad de la democracia, por cierto, provoca una desconfianza bien merecida por la falta de eficacia y de ética de los actores políticos y por ello, es un signo de esa crisis el surgimiento de personajes contrapuestos a los partidos, por eso aunque sea uno de esos partidos, Morena pretende asumirse como un Movimiento de Regeneración Nacional aunque en realidad también sea un partido.

La democracia es dinámica y el elitismo es estático, advirtió Norberto Bobio. Coincido con él: los grupos políticos pueden perfilar el escenario de la confrontación y sus resultados, pero es en el intercambio público donde los ciudadanos definen el sentido de su voto; hemos asistido en varias ocasiones, en México y el mundo, a disputas entre las élites que tienen resultados inesperados al momento de los comicios y que son, claro, desembocaduras de procesos que no siempre son muy claros, por ejemplo: la constitución de un frente amplio entre el PAN y el PRD junto con otros partidos es una variable que podría ser fundamental si consideramos los puntos negativos del político tabasqueño además de sus errores, cada vez más notorios en mi opinión (y que no afectan a su voto duro –los fanáticos no cambian de opinión– sino a los que pudieran considerar favorecerlo con el voto).
Desde luego que un aspecto clave en favor de López Obrador es la espiral de adhesiones de políticos y empresarios que intentan sumarse al vendaval de un (para ellos, para mí no) triunfo irremediable y, por ello, desde ahora cuidan que sus intereses no se trastoquen; y así el máximo dirigente de Morena tiene menos adversarios que en competencias anteriores (por citar un aspecto central, las dos principales televisoras del país).
El gobierno federal tiene bien merecido su descrédito, y las fuerzas políticas también, por eso López Obrador tiene mejores niveles de aceptación: su critica implacable (y no pocas veces cierta) a la corrupción lo convierten en un referente inevitable, nos guste o no, y a mi no me gusta: él tiene razón al anotar las corruptelas y la ineficacia. Pero desde mi punto de vista su error sustancial es que esa crítica no la traduce en propuestas viables sino en demagogia y su huevo programático lo llena con cincelar su imagen personal como la solución de nuestros males. Comparten tal expectativa providencial millones de mexicanos pero simultáneamente esa es una oportunidad para discutir y dirimir en el intercambio público: el país no necesita ni puede existir un personaje que resuelva los problemas sin más programa que el deseo; más aún los discursos del candidato a la presidencia de la República serán buena ocasión para el contraste, incluso entre lo que él mismo ha sostenido: el menosprecio de la transparencia, o en general la afirmación de que la corrupción se acaba sólo cuando él asuma el cargo (en el imaginario esto es aun más grotesco cuando vemos que se incorporan en sus filias gente de la talla de Dolores Padierna o René Bejarano).
No adelantemos vísperas, sugiero, al menos yo no lo hago. Y aunque muchos de nosotros no coincidamos con el actual gobierno ni las otras fuerzas partidistas, sí entendemos los riesgos de que un personaje antisistema, es decir, antidemocrático asuma como Presidente porque eso coronaría la crisis de la democracia mexicana en el riesgo de una involución autoritaria; aun falta tiempo, insisto. Pero desde ahora mi definición es clara, incluso tomando en cuenta los cuestionamientos insidiosos cuando no los ataques groseros que recibo cotidianamente: voy a cuestionar al candidato presidencial de Morena una vez y otra también para aportar mi granito de arena dentro del intercambio público, aunque incluso ahora se vea su triunfo como inevitable y aunque muchos medios de comunicación ya se estén sumando al líder de Macuspana para no ser sujetos de su revancha cuando este llegue al poder, si llega. Ese pragmatismo no es lo mío, nunca he buscado acomodo para recibir premios o evitar castigos.
No exagero: Andrés Manuel López Obrador representa el riesgo de una involución autoritaria en México y eso es lo que se va a dirimir dentro de unos meses, en 2018.