En 1348 Italia fue devastada por la peste negra. Testigo de la tragedia, Giovanni Boccaccio señaló que el contagio había golpeado “distintas partes del Oriente, donde hizo perecer a muchísimos habitantes” y luego se extendió de país en país hasta llegar a Florencia, la desdichada ciudad donde él vivía.
En el siglo XIV, describió así una tragedia que ha vuelto a ser actual: “Contra ella fracasaron todos los esfuerzos de la previsión humana; ni los oficiales encargados de sanear la ciudad, ni la prohibición de que se permitiera la entrada a ningún apestado, ni las más prudentes precauciones, así como tampoco las más humildes plegarias dirigidas todos los días a Dios por las personas piadosas, fuera en las procesiones organizadas a tal fin o de otra manera cualquiera, pudieron impedir que en los primeros días del año comenzara a hacer los mayores daños”.
Boccaccio tiene entonces 35 años. Escritor autodidacta, domina la versificación sin ser auténtico poeta; además, el siglo le depara dos figuras inimitables: Dante y Petrarca. La mayor parte del tiempo se le va en conquistas amorosas. Hijo natural, fue enviado por su padre a Nápoles para que no incomodara a su madrastra. Acaso por ello, siguió la ruta de otros célebres donjuanes, buscando en un sinfín de mujeres a la que nunca conoció.
Ante los cadáveres en las calles y los cerdos que mueren por lamer sus vendas, decide ser fiel a su época. Repudia las rimas eruditas, siente la urgencia de ser comprendido y acude a la forma más alta de la expresión vulgar: la prosa. En 1353 concluye el Decamerón.
La trama se ubica en Florencia durante la peste. Siete mujeres, que oscilan entre los 18 y los 28 años, se reúnen en la iglesia de Santa María Novella. Llevan luto por la pérdida de sus familiares. Una de ellas sugiere que en vez de sumirse en el dolor o en vanos placeres, recuperen el gusto por la vida en un refugio campestre. Tres jóvenes entran a la iglesia y las chicas deciden invitarlos a la más productiva cuarentena de la literatura.
Durante diez días los convidados cuentan cien historias en las que triunfa el deseo. El macabro entorno es refutado por tramas de lúbrica comicidad, donde nadie se arrepiente y donde el pecado es una forma del ingenio. Frailes, marqueses, abadesas, presbíteros y mujeres casadas buscan una arriesgada y divertida felicidad erótica. En una era de cuerpos enfermos, Boccaccio exalta el organismo. No le importa que una boca estornude; le importa que bese.
Los personajes forman parte de una sociedad hipócrita: para ser sincero hay que hacer trampa. Una moral pudibunda obliga a que los amantes sean habilidosos transgresores. El autor no siempre toma partido por ellos: muestra la dicha del pícaro sin que deje de ser un pícaro.
Para Salvador Novo, las historias del Decamerón “pretenden imponer una conciencia moral fundada en la improcedencia de las inhibiciones”. Hijo ilegítimo, Boccaccio quiso normalizar relaciones estigmatizadas. Novo advirtió ahí “el deseo latente de hacer reconocer a todo el mundo la pureza del adulterio, del que fue producto lato, e instaurar el amor libre como prueba de que su presencia en el mundo no era espuria”.
Boccaccio dirige su libro a las mujeres; no pretende que imiten a sus personajes, sino que se diviertan con ellos, y minimiza la importancia de su libro diciendo que está destinado a los que no tienen nada mejor que hacer.
Católico practicante, conoció a la primera de sus musas en la iglesia, el mismo sitio donde Petrarca conoció a Laura. Al concluir el Decamerón, hizo algo que sus personajes jamás harían: se arrepintió y le pidió consejo a su admirado Petrarca. El poeta lo convenció de publicar los cuentos, aunque años después diría que era “un libro juvenil, escrito en prosa para uso del pueblo”.
A diferencia de Dante, Boccaccio hace que el Infierno y el Paraíso estén en la tierra. Juzga que la peste pueda ser una maldición divina, pero revela la desnuda condición humana en ausencia de Dios.
En 1348 diez personajes se reunieron en un jardín de Italia. Al mediodía buscaban la sombra para contar historias: cada palabra alargaba la vida.
Esa inspirada reclusión contribuiría a que los días de la peste negra llevaran otro nombre: Renacimiento.
Este artículo fue publicado en Reforma el 3 de abril de 2020, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.