febrero 23, 2025

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El domingo 28 de junio de 1709 se llevó a cabo uno de los enfrentamientos más sangrientos de la historia mundial. La batalla de Poltava entre rusos y suecos fue la culminación de una larga y brutal guerra de nueve años por el control del norte de Europa, la cual dejó más de 65 mil muertos en combate. El triunfo de Pedro el Grande consolidó al imperio ruso y dio inició a su largo domino sobre la región báltica, la cual duró hasta el final de la Guerra Fría. Hoy Vladimir Putin sueña con resucitar al imperio bajo el pretexto de hacer respetar una “natural zona de influencia para Rusia” y se niega a reconocer que ya no estamos en el siglo XVII, en el XIX, o el XX. El presidente ruso descalifica a sus vecinos con una retórica agresiva. Para él las naciones que pertenecieron al Imperio ruso y a la URSS no existen y menos tienen derecho a crear Estados plenamente independientes y soberanos. Blandiendo esa falaz idea inició su cruenta y absurda guerra en Ucrania.

Hace unos días, el dictador ruso hizo un anuncio insólito: declaró prófuga de la justicia a la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas, a su ministro de Exteriores, al ministro de Cultura de Lituania, y a varios ministros y diputados de Letonia acusándolos de “profanación y destrucción de la memoria histórica rusa”, ello porque desde hace tiempo, sobre todo con el inicio de la invasión a Ucrania, los gobiernos de las tres repúblicas bálticas han decretado (en elemental uso de su soberanía) retirar de los espacios públicos monumentos erigidos en la era soviética. Y esto, advierte Putin, “es solo el comienzo”. Kallas, una de las mujeres gobernantes más admiradas del planeta por su buena gestión ante la pandemia, le resulta particularmente antipática al presidente ruso. Ha sido la voz más decidida en el rechazo al ataque a Ucrania y se ha posicionado contra cualquier negociación con Moscú y a favor de mantener un apoyo incondicional a Kiev. También ha liderado un proceso político en la UE para que los bienes rusos sean utilizados para pagar parte de las pérdidas materiales de Ucrania en la guerra.

En verano del 2022, Kallas anunció que Estonia, país independiente desde 1991 tras la desintegración de la URSS, se iban a retirar del espacio público entre 300 y 400 monumentos y obeliscos heredados de la era soviética, entre ellos un feo altar al tanque T-34 ubicado en la ciudad de Narva. Por su parte, Letonia demolió en Riga, su capital, el monumento a los Soldados-Libertadores, erigido en 1985 para conmemorar el aniversario de la reconquista soviética de Riga durante la Segunda Guerra Mundial, y en Lituania se retiró en un monumento a soldados soviéticos en el cementerio de Antakalnis, en la capital, Vilna.

Putin se siente fuerte y anda desatado. Tras dos años de guerra en Ucrania el precio a pagar no ha sido tan duro como se esperaba. A pesar de que al menos cien mil soldados rusos han perdido la vida en el frente no han surgido, hasta la fecha, grandes movimientos de protesta. El líder ruso se siente menos aislado que hace unos meses, ganará prácticamente sin oposición las elecciones presidenciales de marzo y, en el campo económico, ha virado a Asia para eludir las sanciones occidentales a su petróleo. El presupuesto de defensa ha aumentado un 70 porciento y la compra de material bélico a Irán y Corea del Norte garantiza un abastecimiento suficiente para las fuerzas armadas. Además, se ha visto favorecido, política y mediáticamente, por la guerra de Gaza, que parece ahora la prioridad occidental. Y ahora, como cereza en el pastel, llegan las alucinantes declaraciones de Donald Trump con las que anima a Rusia a hacer “lo que demonios quiera” con cualquier país de la OTAN que no gaste lo suficiente en defensa. Una declaración en las que muchos ven solo una provocación barata y un mero recurso electoral, pero que no deja de tener graves repercusiones negativas. Responde a la irresponsable estrategia electorera de explotar la retórica de campaña que sus electores esperan pero, de hecho, ante el mundo tan delirante intención socava significativamente las bases de la defensa colectiva de la OTAN, que son la confianza y la credibilidad. La revista The Economist es más contundente: “Trump no es el primer presidente que se queja públicamente de los miembros de la OTAN morosos. Pero está convirtiendo una alianza democrática en una estafa mafiosa: sin dinero, no hay protección estadounidense”.

Putin incrementa sus ataques contra los Estados bálticos, creando el escenario para posibles futuras escaladas con los miembros orientales de la OTAN. Estos episodios son una expresión más de la incapacidad mostrada tanto por el antiguo imperio ruso como por Occidente de encontrar una fórmula nueva y adecuada para encauzar su relación. Y esa incapacidad mutua ha tenido como principal consecuencia crear en la Rusia vencida en la guerra fría un terrible sentimiento de frustración y hasta de humillación. Los países bálticos tiemblan ante la posibilidad de ser reintegrados por la fuerza al antiguo imperio y Rusia está obsesionada por la idea que los Estados bálticos constituyen la punta de lanza de la dominación que Occidente querría ejercer sobre el conjunto del continente europeo. Y aunque, aparentemente, es muy difícil que Rusia emprenda una invasión a los bálticos (tres países miembros de la OTAN y de la UE), si tiene muchas otras maneras de crear tensiones con los recursos de la denominada “guerra híbrida”: ciberataques, desinformación, desestabilización económica, política e institucional, presiones demográficas. En un mundo globalizado y de interdependencia hay múltiples maneras de hacer daño a un Estado, incluso de manera violenta, sin una guerra con medios militares.

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