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jueves 07 noviembre 2024

Usos y costumbres, una tragedia

por Alejandro Vázquez Cárdenas

En México, desde hace sexenios es frecuente escuchar hablar de “usos y costumbres” refriéndose a diversas  prácticas de grupos indígenas. Algunas pueden calificarse como meras curiosidades pero otras son reprobables y varias francamente criminales.

Para iniciar, revisemos que se quiere decir con “usos y costumbres”. Una costumbre es un modo habitual de obrar que se establece por la repetición de los mismos actos o por tradición. Se trata, por lo tanto, de un hábito. Lo común es que las leyes concuerden con las costumbres de la sociedad. Las costumbres, de hecho, pueden constituir una fuente del derecho, ya sea de aplicación previa o simultánea a la ley.

Desde el punto de vista de la sociología, las costumbres son componentes de la cultura que se transmiten de generación en generación y que, por lo tanto, están relacionadas con la adaptación del individuo al grupo social. Eso está bien, pero este concepto, así como el de tradición, se debe tomar con cuidado. En muchas ocasiones se le ha utilizado para justificar actitudes criminales e impedir que diferentes organismos puedan hacer algo para evitar tales actos, argumentando que no debemos interferir con sus costumbres.

Recordemos el asesinato de dos policías en Tláhuac, golpeados y torturados hasta la muerte por un grupo de habitantes de San Juan Ixtayopan ante la indolencia del entonces secretario de Seguridad Pública, Marcelo Ebrard. Queda para la posteridad la cínica respuesta del entonces Jefe de Gobierno del DF, López Obrador cuyo intelecto no le dio más que para decir “con las tradiciones del pueblo, con sus creencias, vale más no meterse”.

En México se conoce como sistema de usos y costumbres, a la forma de  autogobierno practicada por muchos municipios de población indígena para normar la vida de la comunidad. Si esto lo avala o no el artículo segundo de la Constitución no es el tema.

Se puede decir en palabras sencillas, que son normas que no están escritas pero se cumplen porque en el tiempo se han hecho costumbre cumplirlas; si son buenas, malas o pésimas es otro asunto.

Va un caso: la actualmente diputada federal Eufrosina Cruz Mendoza es una mujer indígena de Oaxaca, activista política que cobró notoriedad al triunfar en la elección a Presidenta municipal de Santa María Quiegolani en 2007. Su notoriedad llego a niveles internacionales cuando contrariando los denominados usos y costumbres que restringían el derecho a votar y ser votado exclusivamente a los varones, se postuló como candidata a la Presidencia Municipal y resultó triunfadora, pero la Asamblea Municipal, integrada únicamente por hombres, declaró nulos sus votos… por ser mujer, otorgando el triunfo a  un varón.

Otro aspecto de los “usos y costumbres” es la venta de niñas en diversos Estados del sur de México, donde existe una gran cantidad de población indígena, sobra decir que muy pobre y muy atrasada.

Lamentablemente, en México la venta de niñas por usos y costumbres ha ido en aumento en la última década de acuerdo con diversas organizaciones. En muchos municipios de Guerrero  hasta cuatro de cada 10 niñas son vendidas para casarse con hombres que les duplican o triplican la edad y que las utilizan tanto como esposas como para hacer trabajos domésticos o de campo. Pero no solo en Guerrero sucede esto, también en los estados de Oaxaca, Chiapas, Veracruz se continúa vendiendo a las hijas.

Infobae

Guerrero es la entidad con más venta de niñas, señaló la muy activa Asociación Española de Mujeres Profesionales de los Medios de Comunicación (AMECO). Sus estadísticas señalan que son más de 300 mil niñas que se han vendido en “La Montaña’’ de Guerrero, aunque esta cifra puede ser mayor ya que la mayoría de los matrimonios no se registran. Algunas niñas desde los 9 años de edad son vendidas por 40 mil y hasta 400 mil pesos según su edad, apariencia física y hasta virginidad, o se intercambian por ganado como parte de sus usos y costumbres.

En este contexto, las niñas que son vendidas y obligadas por sus padres a casarse, se convierten en madres a temprana edad. Algunas de ellas, a pesar de su corta edad tienen hasta cuatro hijos, datos del mismo INEGI.

Otra arista del mismo problema. Pocas cosas se oponen tan radicalmente a los avances de la civilización como la justicia colectiva por propia mano. Sin juicio formal, pues no hace falta ni se requiere que el acusado tenga un defensor o que cuente con oportunidad de ofrecer pruebas o ser escuchado. La turba, manipulable e idiota como todas las masas, decide si un individuo es culpable, no es requisito que se pruebe irrefutablemente la culpabilidad. Si es declarado culpable en el acto se castiga, en ocasiones brutalmente.

Se van al diablo, con este sistema, principios tan básicos como el principio de legalidad, la presunción de inocencia, el derecho a defenderse de una acusación, la proporcionalidad entre el delito y la pena, la prohibición de aplicar penas crueles o degradantes, etcétera.  Es irrelevante que la masa erigida como “jueces y jurados” esté integrada  solo por un puñado de ignorantes. En su distorsionada visión, ellos son el pueblo justiciero.

Queda una reflexión: ¿Hay culturas mejores que otras? Los científicos sociales dicen que no, pero la gente dice que sí; lo prueba la imparable emigración, de una sociedad pobre, disfuncional y corrupta a una mejor. Las culturas, como las especies, se confrontan entre sí y sin remedio sobrevive la mejor. Defender a las perdedoras es una tarea destinada al fracaso.

Es cuánto.

 

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