Había una vez un país de niños regañados
Un papá regañón no acepta consejos . Y cuando los niños no obedecen, el progenitor autoritario recuerda quién manda con el cinturón en la mano. Verdaderamente, la cultura política autoritaria tiene ramificaciones que llegan hasta la vida privada y es en el seno familiar donde se siembra la semilla que permite su reproducción.
Para que un sistema político sobreviva, resulta esencial que existan reglas y una autoridad que ejerza un poder capaz de hacerlas cumplir. Sin embargo, a medida que un sistema como el mexicano abandona –no sin resistencias e inercias– prácticas e iconos propios del autoritarismo, surgen dilemas nuevos no sólo para el gobierno, sino para las organizaciones en general.
Voy derecho y no me quito…
Antes de que Rudecindo Cantarell descubriera la mancha de aceite que brotó desde el fondo del mar en la Sonda de Campeche y diera nombre al célebre megayacimiento, Pemex expandió su capacidad de producción de crudo en Tabasco. Ahí no requirió de capacidades negociadoras. Quienes vivieron esos tiempos cuentan que una vez que los ingenieros geólogos detectaban la presencia potencial del oro negro en alguna propiedad privada, entraban con el Ejército y había dos opciones: aceptar la indemnización o la toma de las tierras por la fuerza. A la sociedad no se le veía como un interlocutor válido. Eran los tiempos de los monopolios públicos y privados, de la cerrazón comercial.
Del mismo modo, para expandir su poderío y sus utilidades, los grandes consorcios privados no requerían mayor cosa que tener interlocutores poderosos en la estructura gubernamental. Así obtenían privilegios, autorizaciones y exclusividades, en un marco de conveniencia y apoyos mutuos que permitían al sistema preservar el control político y a los negocios florecer.
Pluralismo: desafíos para la comunicación
Hoy vivimos en un país en transición. Se acabaron los tiempos de “te pago para que no me pegues”. Vivimos los tiempos de la sobreoferta de medios y mensajes y de una lucha encarnizada por obtener la atención del público, su dinero, o por el voto del ciudadano.
Recientemente, grandes corporaciones privadas han buscado a comunicadores con trayectoria pública para delinear sus estrategias de comunicación. Se han dado cuenta de que es necesario el vínculo con la sociedad y la mercadotecnia no basta.
Para vender –votos, bultos de cemento, paletas o aspirinas– ya no es suficiente anunciar las bondades de un producto, sino conocer profundamente a la sociedad y encontrar nichos de identificación con los individuos, con sus clientes potenciales, con sus necesidades, ambiciones… pero también con sus miedos, sus ansiedades o sus frustraciones.
Al mismo tiempo, las empresas han tenido que desarrollar relaciones con el intrincado mundo legislativo; lidiar con autoridades federales, estatales, municipales, así como con miembros de distintos partidos políticos.
Lo barato sale caro
No obstante, es sorprendente que grandes consorcios dedicados a la comunicación y al entretenimiento no cuenten con estrategias para analizar el mundo político y social que los rodea –aunque ellos mismos generen noticiarios–. Es la soberbia de los monopolios acostumbrados a la clientela cautiva.
Más aún, con la debacle de los mercados financieros, existen consorcios que están recortando inversión en comunicación con la sociedad, relación con medios e imagen pública. Craso error. Este mundo es de percepciones: la comunicación con la sociedad no es una materia para improvisados y es un activo que no se resuelve sólo con ofertas ni campañas publicitarias.
Muchos capítulos de esta historia que apenas comienza están por ser escritos. Pero ya no hay marcha atrás. Quien no voltee a la sociedad terminará sólo con la nostalgia de tiempos que no volverán.