Recordemos que a partir de la segunda mitad del siglo XX y hasta nuestros días, la práctica política acude por definición a una de las formas más claras de la ideología neoliberal, sin menoscabo de pretendidas izquierdas o derechas, conservadurismos o progresismos: la del carrerismo político,1 el arribismo como definición de la vocación política misma. Esto es: no hay un límite para los espacios en el escalafón que un político quiera o pretenda ocupar; por el contrario, un límite en esa conceptualización del “futuro” político de una persona abocada a ello solo podría ser considerado producto del apocamiento, la mediocridad, la falta de energía volitiva.
Un político de carrera solo conoce el límite de su propia mortalidad en términos de la extensión que puede alcanzar su poder acumulado (y si miramos los ejemplos de algunos dictadores deschavetados como Franco o Stalin, o de algunos héroes políticamente correctos no menos deschavetados, entenderemos que aún esa mortalidad es semánticamente cuestionada con la celebración del propio legado o de la propia muerte con tumbas absurdas, virtudes revolucionarias por antonomasia y legiones de partidarios que, ante la sola mención del nombre, no dejan de gritar “vivas” o “presentes” o “tu muerte será vengada” de la manera más patética posible).
Como sea, esta forma moderna del político y de la política sería impensable sin la cultura de masas y, por supuesto, sin lo que la cultura análoga define en ella. La reprografía en sus múltiples formas dotó a las maquinarias políticas (tanto las estatales como las que aspiran a convertirse en el Estado) de herramientas discursivas y metodológicas increíblemente poderosas y casi arbitrariamente accesibles para la difusión de sus ideas. Por supuesto, pensar únicamente en “lo propagandístico” a la manera de la maquinaria publicitaria de los gobiernos totalitarios estilo “soviet”, o en “la propaganda” a la manera de esa basura que nos cae encima cada vez que hay un proceso electoral, sería pecar de ingenuos. De hecho, esas son sus formas menores y más obvias, acaso las menos importantes. En realidad, la modernidad definió al quehacer político y al poder del Estado en algo que ya antes hemos definido aquí como “el control del relato”.
Ese relato no es únicamente el del mensaje explícito que el Estado y la política tienen para el gobernado/votante/cliente, sino que rebasa incluso los intereses de la clase política y se mezcla con los de otros poderes fácticos y económicos (cuando acaso no sean ambos lo mismo), afectando la formación de nociones implícitas mucho más abstractas y peligrosas: seguridad, progreso, inclusión, participación, legalidad, bienestar, y una larguísima lista de otras abstracciones cuyo valor semántico solo existe en la subjetividad o como parte de un discurso fraudulento exprofeso.
Esto no significa que quien se pone fuera de esta estructura de significado realmente lo esté. En realidad, las guerras semánticas solo existen en la medida en que hay una tensión entre los discursos preeminentes y aquellos individuos o colectividades que, por su propia subjetividad, se sienten fuera o afectados negativamente por ellos; de la misma forma en la que un discurso preeminente solo lo es si existen individuos y colectividades que, mayoritariamente, se sienten incluidos y cómodos con ellos. Resulta difícil imaginar la preeminencia de un discurso sin que existan víctimas de esa preeminencia, tanto como una de las pocas partes brillantes del discurso psicoanalítico nos regaló la idea de que no existe cultura sin malestar. Aunque una idea no contenga necesariamente a la otra, lo cierto es que en la noción de confrontación perenne entre los flujos culturales no solo existe una definición sine qua non de la naturaleza humana sino, irónicamente y si se quiere, una de las nociones más claras de cierta esperanza y continuidad en su futuro.
En medio de esta confrontación, probablemente dos de las consecuencias más claras del triunfo de la cultura análoga hayan sido la idea de competencia entre los discursos y la idea de la remezcla semántica. Ambas son consecuencias de actos volitivos del individuo frente a la cultura y probablemente ambos sean modernos también, si bien no necesariamente como nociones, sí en las formas que adoptaron frente al objeto análogo.
La primera está basada en la inherente capacidad de segregación, discriminación, elección y simpatía que conlleva el acto humano de elegir; tal vez también en las reglas más básicas y fundacionales de las economías de mercado: frente al objeto cultural análogo hubo pronto que escoger y desarrollar afinidad, ya fuera por un mero proceso de identificación frente a flujos culturales cada vez más variados, ya fuera porque el objeto análogo respondía a los cánones de la industrialización y, en ese sentido, representaba en principio un intercambio económico y comercial con dinero de por medio. Los flujos culturales pronto aprendieron, a fuerza de triunfar o de fracasar estruendosamente, que los discursos son también una forma de mercancía y que necesitan responder a ciertos intereses y necesidades presentes en los consumidores o a la más perversa -o noble, según quién la diga y cómo la diga- idea de crear necesidades para volverse “competitiva”; es decir, para sobrevivir al empuje de otros flujos culturales que se le parecen o se le oponen.
Si nos alejamos un segundo de este cuadro veremos que no importa, nuevamente, si el razonamiento viene de la perversa derecha o de la generosa y bien pensante izquierda: lo cierto es que todo flujo cultural que haya devenido desde la segunda mitad del siglo veinte hasta nuestros días ha tenido que integrarse de una manera o de otra a las leyes del mercado para intentar influir en el imaginario o, ya quitados de la vergüenza, para intentar imponerse y reclamar el mundo como suyo.
La segunda idea está también basada en una capacidad inherente a los seres humanos pero más confusa, oscura si se quiere, y desde luego fascinante: la idea de retomar los signos para jugar con ellos, ya sea en la contradicción, en la deformación, en la degradación o en cualquiera otra de las formas de lo experimental -en el sentido vasto de esta palabra como “basado en la experiencia y en la observación”. Me detengo aquí para aventurar una conjetura: no hay otra forma de acoger los significados ni de abrigar los signos si no es a través del acto experimental de otorgarles un significado propio; y éste no es sino nuestra mente mezclando y remezclando necesidades, anhelos y conocimientos previos con el “nuevo” signo adquirido. La forma en la que este nuevo signo es adquirido puede ser vivencial y violenta o pasiva y académica o poética y simbólica o qué se yo; lo cierto es que no hay integración de un nuevo signo que no atraviese ese momento experimental, ese momento de recorte, decantación, deconstrucción y apropiación al que podemos llamar “comprensión” como lo podríamos llamar “epifanía”.
Por confuso que parezca esto, constituye una de las fenomenologías más analizadas en el siglo XX y ha definido, por mucho, incluso la conformación moderna de ideas tan culturalmente relevantes como el método científico o los métodos documentales o los diseños pedagógicos. Por supuesto, también ha estado presente en la forma en la que los Estados modernos diseñan el relato que controlan y que, como veremos, no resulta tampoco difícil que se les escape de las manos.
Nota
Utilizo un anglicismo arbitrario, “carrerismo”, trasladando la sema inglesa “careerism” que, literalmente, quiere decir “arribismo” per se pero que, en los límites de lo que discurro, se adapta mejor a la idea de avance escalonado que forma parte ineludible de la idea de carrera política.