Nada más actual que vivir para satisfacer los deseos personales. Tan actual, por lo menos, como la imposibilidad de convertir la satisfacción personal en una experiencia cotidiana. Nada nuevo. Fausto integra el mejor símbolo de nuestra época, acaso de nuestra civilización. No me parece gratuito que de Dorián Gray a Eric Packer, el poderoso multimillonario insatisfecho que protagoniza Cosmopolis, la novela de Don DeLillo que David Cronenberg ha llevado a la pantalla grande, abundan los personajes de primera línea que poseen una intensa e indomesticable sustancia faústica. En la médula del sistema económico mundial radica la clave de la condena, sin embargo, la condena precede a ese sistema económico y seguro lo sobrevivirá, claro está, si es que hay un mundo que sobreviva a ese sistema económico.
La mercancía es un fetiche porque nace para alimentar el deseo, no para satisfacerlo. Y la economía florece porque las mercancías se multiplican frenéticamente, y con ellas se multiplican también los anhelos, que solo en apariencia se satisfacen. Para el capitalismo Fausto representa el mayor de los héroes, pues tras cada “satisfacción” demanda otra, sin conocer jamás la plenitud que lo llevaría a detener su carrera fanática hacia la nada. De los insaciables es el reino del capitalismo, y por ese motivo resulta curioso que muchos jóvenes y viejos que se jactan de su incapacidad para satisfacerse, demanden una alternativa radical al sistema económico.
Se explica que las vanguardias artísticas sean asimiladas por el mercado. En su corazón conspira un grito de insatisfacción que fácilmente puede venderse y comprarse. Con sorprendente rapidez el temple insaciable de los verdaderos endemoniados deviene pose, moda, fetiche. De la insatisfacción radical brota, no obstante, buena parte del arte que vale la pena. Antes que despedirse de Fausto resulta preciso conocerlo íntimamente. Pero la condena faústica no se elige; se padece. Y cuando se padece a fondo se comprende que las cosas marcharían mejor si no se padeciera. Sin embargo, es imposible abandonarla voluntariamente. Como toda condena digna de ese nombre, ésta prescinde de la libertad, se despliega como esclavitud secretamente orgullosa de sí misma. Solo el estremecimiento radical puede liberar al esclavo de la insatisfacción. Pero los estremecimientos radicales se han estandarizado y con espantosa frecuencia se viven como mera exterioridad.
De Carlos Marx a Slavoj Zizek se ha propuesto superar el fetichismo que arraiga a Fausto en su condenada avidez mediante una transformación social y revolucionaria. Enfrentarse al mundo para cambiarlo a fondo y obtener, juntos, una reconciliación histórica con nosotros mismos. Pero estos atractivos proyectos de salvación colectiva no reparan en un detalle que Goethe da por sentado: de tener lugar, la salvación de Fausto constituiría una faena individual. Por su propia naturaleza no se trata de una hazaña que pueda perpetrase en manada. En un concierto de rock, por ejemplo, uno puede sucumbir felizmente al entusiasmo de la banda, pero no puede divorciarse de la condena faústica. El conjunto de experiencias que implica este divorcio guarda relación con el misterio de las cosas, y a éste solo se accede individualmente. El acceso colectivo al misterio de las cosas resulta impracticable por lo mismo que somos criaturas singulares, pues en función de esa singularidad accedemos a él, si es que accedemos. Pero para pensadores como Marx o Zizek no hay misterio de las cosas. Lo conocen todo, o cuando menos lo abarcan. Por algo ambos toman como referente a Hegel. Y por lo mismo que descartan que exista algún misterio en las cosas, reducen la condena de Fausto a un dilema social. Acabemos con el capitalismo, con el fetichismo de la mercancía, y el mundo dejará de estar poblado por seres insatisfechos. Pero ocurre que el síndrome de Fausto es previo al capitalismo y seguro le sobrevivirá si, como ya he dicho, hay un mundo que sobreviva al capitalismo. La enfermedad faústica forma parte de la condición humana, y por esa razón seguiría presente en una utópica sociedad donde reinaran soberanas la libertad, la igualdad y la fraternidad. No digo que la insatisfacción eterna no pueda superarse. Digo que se necesita acceder al misterio de las cosas para superarse. Un acceso que por fuerza resulta engañoso, ajeno a cualquier verdad clara y distinta. Un acceso que quizá no sea más que una ilusión, pero una ilusión que a todas luces no posee el poder enajenante de la mercancía.