A mi padre, José Luis Díaz de la Escosura y yo,en memoria de los abuelos, a quienes tanto amamos.
De Madrid al cielo y un agujerito para verlo
–D.P. madrileño
Ahí está, con sus ochenta kilos de equipaje, varado en el aeropuerto de Barajas, con un pasaje hacia ningún destino. Más inconsciente que inocentemente comete el error que, al fin, será la ruina de sus expectativas: guarda ese boleto de regreso que se había prometido no utilizar. Ese billete le permitirá tomarlo todo con la desidia propia de quien tiene segura la puerta de salida. Guarda el trozo de cartón y se olvida de él. Nosotros, entonces, no tenemos por qué andarlo recordando. Que se quede ahí, en la carpeta de documentos, más pesado que el absurdo talego en el que ha trasladado, de México a Madrid, los retazos de una existencia que pretende borrar, siempre cautelosamente, selectivamente, y con tan poco rigor que no habrá un solo instante en que su transcurso no tenga un pie del otro lado del mar y el otro pie en el tiempo, tembloroso, a veces en las proximidades de unas horas o días, a veces en hechos confusos, tamizados por una memoria desatenta, sucedidos ahí mismo, en Madrid, hace más de medio siglo. ¿Y en Madrid ningún pie? No, o sí, la cabeza, pues visto está que piensa con los pies, así que trae dos pies plantados en Barajas listos a aventurarse hacia los márgenes del Manzanares; los entuertos del casco antiguo, entre la Plaza Mayor y la Puerta del Sol; la espigada soberbia de La Castellana, desde el Reina Sofía hasta el culo norte ahogado entre Tetuán y Salamanca; los barrios atemporales de Lavapiés, Los Austrias, Chamberí. Sobre todo Chamberí.
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Calle de El Españoleto número 32. Agosto de 1936. Chamberí.Suena la alarma. El abuelo en un caza se enfrenta a los Nacionalistas. La abuela ha salido. El horror sin adjetivos de la guerra está en ella y en el fruto de su vientre. Ha salido. Bombas sobre las casas. Un caza derribado. La abuela rompe aguas en plena Castellana. Nace, de mala forma y mal talante, el hijo, su padre. Nunca recuperará el buen humor. Tampoco ella. El abuelo no muere, tampoco mata, ha pedido no matar más, crear una escuela de aviación y proveer a las FARE (Fuerzas Aéreas de la República Española) de aviones robados en Francia. No ha considerado necesario decírselo a nadie. Nunca más le parecerá excesivo informar a los demás sobre los riesgos verdaderos de estar completamente vivo. Nunca se podrá deshacer de su manía por meterse en situaciones peligrosas, divertidas, apasionantes, a las que vaya a la medida el calificativo de idealismo y que entrañen una dosis de aventura suficiente para dejar la guerra en el ámbito gris y medroso de lo usual.
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No lleva riesgo afirmar que ha pasado en Madrid su vida entera. No en este Madrid, ni en el de la guerra, ni en el de entreguerras, sino en un Madrid compuesto de expresiones aisladas y breves añoranzas. Tampoco, o ni siquiera. El Madrid del que es, donde ha vivido, es un punto en un mantel desechable de la cafetería del hospital psiquiátrico en el que visitaba a su madre los domingos. La niñez es de un modo o de otro, cada quien tiene la suya. La de él tuvo sus percances, como todas. En el mantel del Hospital Español de México había un mapa de la Península. De su padre sólo sabía que existía, que le impedían verlo. Su madre estaba internada entre otras mujeres más o menos desquiciadas, algunas sin remedio, otras porque es más cómodo estar loco que irse de cuerdo a procurar una vida buena en un mundo hostil. Loca de muchas cosas, la madre no pudo contenerse. Ante un mantel mostró que estaba loca, más que nada, de amor o de abandono. El dedo largo y hermoso, el que sostenía el pincel y golpeaba en la frontera exacta entre la suavidad y la fuerza el teclado del piano, apoyó la uña en el centro del mantel. Dijo a tres niños de entre cinco y siete años “aquí es Madrid, aquí nació su padre”. No dijo allá o ahí, dijo aquí. El tiempo se expande. Años después alguien, frente a otro mapa, acotaría aquí: Españoleto 32, Chamberí. La abuela se encargaría de puntualizar el asunto. Ahí vivían, pero rompió aguas en La Castellana. ¿Y el padre no dijo nada? No. Nunca dijo nada, ni de Madrid ni de nada. No, de la guerra tampoco, ni de las aventuras del abuelo. Aquí nació mi padre, dirá él. Lo dirá recorriendo Madrid, lo dirá ante el edificio que aún espera en El Españoleto 32, Chamberí.
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El abuelo era vasco y había muerto. Yo soy vasco, Bilbao es muy feo sólo si se le compara, San Sebastián la coña y ni qué decir de Irún. Entre Irún y Biárritz transcurrió la infancia del abuelo después de cuatro o cinco años en París, por eso hablaba francés mejor que nadie, cosa que le ayudó, junto con otras mañas, a salvar la vida cuando acabó la guerra. Hablaba francés como parisino. No hablaba euskera. Lo sabía pero no lo hablaba. Yo soy vasco, pero no separatista, que por el separatismo hemos perdido la guerra, todas las guerras; yo soy vasco, pero antes soy español y Madrid es la ciudad más bella de la Tierra. Su vida de aviador y aventurero lo llevó a todas partes. Amaba París, detestaba Nueva York, le gustaba San Francisco pero no toleraba a los maricones, le calaban de profundas emociones Santiago y Buenos Aires, lo mismo que el tango y la voz arrastrada de Gardel, no olvidaba el Darién panameño y costarricense. Ni hablarle de Londres o Berlín. Tampoco de Roma, de Viena, de Praga ni de Ámsterdam. Moscú y San Petersburgo eran la misma mierda. Acapulco y Cuernavaca, dos versiones de la inconmensurable belleza mexicana, con x, que se respeta al país que te ha salvado la vida. La Guadalajara de Jalisco su pasión en América. Sevilla el paraíso en el desierto; Barcelona es mejor sin catalanes; Bilbao me vio nacer, pero no es bello. La ciudad más hermosa del mundo es Lisboa. No señor, reclamaba la abuela. Verdad que no, corregía a regañadientes el que lo había visto todo. La ciudad más hermosa de la Tierra es Madrid. “De Madrid al cielo”.
“Y un agujerito para verlo.” La abuela anciana, en Cuernavaca, abandonada al sol y al olvido, sobre los endebles huesos la muerte del marido y del hijo en menos de un mes, iba olvidando día con día alguna cosa. Casi lo había olvidado todo, salvo que era madrileña, gatita, hija de madrileños, manola hasta los tuétanos, marquesa de Grimaldi a santo de dios sabe qué historias, flor de Chamberí, reina de Madrid. La niña consentida del Españoleto 32, la que nació dos días después de que asesinaron a su padre. La que se casó con una bestia bilbaína que en un lup admirable dejaba caer ramos de flores en el patio de su casa. La que le siguió en todas sus locuras, salvo dos: la de ser feliz a cualquier precio y la de morir antes de que llegara el abandono o empezara a despedirse la memoria.
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Y ahí está él, con sus ochenta kilos de equipaje, varado en el aeropuerto de Barajas, con un pasaje hacia ningún destino. No tiene cabida en Madrid ni la tenía en México. ¿Cómo podría tener un lugar en el mundo si ni siquiera se ha reservado un lugar en sí mismo; si ni siquiera sabe dónde es que nació, cuándo y en el transcurso de qué guerras perdidas y olvidadas?