Si nos atenemos a los principios más elementales del ideal democrático, el del “diálogo en el espacio público”, es, probablemente, el más definitorio. El “diálogo en la Pólis” (se diría en la antigüedad clásica) supone, de todas las virtudes de ese conjunto de ideas, la más predestinada y la más necesaria. El espacio público enmarca, no desde la coyuntura sino desde su naturaleza misma, la posibilidad de la construcción de acuerdos encaminados a la búsqueda del bien común: es el hogar natural del diálogo. Y el diálogo supone para cada uno de sus participantes dos necesidades a priori sin las cuales más vale no abrir la boca: la de las ideas ajenas (es decir, la necesidad de escuchar y entender) y la de las ideas propias (es decir, la necesidad de decantar la realidad en un discurso propio, en un aporte propio al diálogo). Podrá parecer, para efectos de la actualidad democrática mexicana, una visión romántica y hasta ingenua de la política; pero, insisto, si nos atenemos a los más elementales principios del ideal democrático, esa es la única definición éticamente plausible de la idea de “hacer política”.
Sujetos de hacerla somos todos y todas (y tanto lo somos que, por ejemplo, a veces hay que ser hasta políticamente correctos). De equivocarnos en ese diálogo, también lo somos; de apasionarnos, de enarbolar prejuicios, de ofendernos, de intentar imponernos, de mentir o exagerar para demostrar nuestra razón. Ésos, los fallos en el diálogo, forman parte intrínseca de su naturaleza y no lo inhabilitan: la mayor parte del tiempo sólo lo postergan. Se disculpan sólo en la medida en la que se asumen como errores y en la medida en que intentan evitarse. Sin embargo, en las sociedades democráticas actuales -llenas como están de personas que hacen de la política una carrera- pareciera que el error en el diálogo es más un estilo, una forma de hacer política, y no lo que es: una forma de deshacerla.
No hay, probablemente, un escaparate más elocuente -y terrible en su elocuencia- para esta “política del error” que el de los medios de comunicación. Como reproductores a gran escala de ideas y discursos -y como reproductores del error, cuando lo son- su alcance no conoce límites. Hoy, incluso, hay quienes piensan (y no desde ningún argumento advenedizo, sino desde fundamentos heredados de Mc-Luhan o Sartori) que esa “reproducción del error” no es un accidente en la historia de los medios sino su razón fundamental de ser. Sin entusiasmarnos demasiado con ese diagnóstico -otro de los errores comunes en el diálogo es el de entusiasmarse con las ideas que nos dan la razón-, valdría apuntar que, como nunca antes, los medios de comunicación han convertido el “diálogo en la Pólis” en un interminable desfile de consignas, de apasionamientos apabullantes, de discursos y plataformas encapsuladas en 30 segundos (con la lógica y muy trágica consecuencia de que la equidad democrática se mida en cantidad de spots emitidos o, peor aún, en “tiempo de exposición en los medios”) y de esos intercambios anodinos que hoy, en la jerga de los lugares comunes, se llaman “guerras de declaraciones”. Más perversa aún es, probablemente, la noción de que no hay posibilidad de diálogo sin la intervención de los medios, lo que los dota no sólo del estatus de “juez y parte” sino de dueños del juzgado y de los que cierran al último la puerta.
Más allá del entusiasmo que produjo como hecho histórico el reconocimiento de las radios comunitarias en el reglamento del IFE, debería tener como primera lectura no el triunfo de un sector específico en el mapa de medios (los radiodifusores comunitarios) en la lucha por su reconocimiento sino, en primera instancia, el apuntalamiento de un sector de la población (las comunidades) como actor de su propio diálogo democrático. Ese apuntalamiento, cabe señalarlo, no viene de la mano del reglamento per se, sino de la posibilidad -todavía remota- de que a las comunidades se les reconozca de manera pertinente su derecho a instalar y administrar sus propios medios de comunicación en todas las legislaciones que haga falta; conste aquí que el reconocimiento no es otorgamiento: el derecho lo tienen ya, les acompaña intrínsecamente. Poco valen, sinceramente, los beneficios que ese apuntalamiento le aporte a la democracia medida en spots. Muy probablemente, incluso esa spot democracia le estorbe al diálogo democrático en las comunidades en todo lo que tiene de distante, de abstracta, de ilógica, de disfuncional.
Pero las comunidades sabrán sobrevivir a ese estorbo, queda claro, tanto como sobreviven a las campañas políticas o a la invasión consuetudinaria de basura electoral. Al nombrarlas, el IFE reconoce que las radios comunitarias forman uno más de todos los actores fundamentales de ese diálogo; no por obra y gracia de su naturaleza de medios de comunicación, sino por el carácter social de sus fines: por la garantía de “amplificación del diálogo comunitario” que supone y a la que las obliga su existencia, amén de las posibilidades de afectación positiva que en lo local (cercanía con candidatos y plataformas, debates, etcétera) puedan tener en las expresiones de la democracia electoral. Valdría la pena rescatar la idea de que a ese diálogo democrático no hay actores que le sobren, y que quienes afirmen lo contrario sólo pueden hacerlo desde el encono, desde la discriminación como forma de hacer política, desde el odio. La reacción de la parte más poderosa de la industria de la radio y la televisión no deja lugar a dudas: para ellos, las comunidades están de sobra en el diálogo democrático, no son necesarias; incluso, deberían desaparecer, si esto fuera posible (o, probablemente, sólo dedicarse a lo que de suyo las hace útiles: a consumir y a ser parte de la numeralia del rating).
Cuando las organizaciones de extrema derecha (o de extrema izquierda, para el caso es lo mismo) intentan convencer a las poblaciones depauperadas de focalizar su odio sobre un sector de la población, suelen recurrir a argumentos estigmatizadores y que generan desconfianza a priori; por ejemplo: “Son ilegales, quieren quedarse con tu trabajo, detienen el progreso y/o el desarrollo del país, no son de aquí, son de otro lado”. Resulta inconcebible (y, sinceramente, hasta un poco ridículo y ofensivo) que en su diálogo con el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, la Cámara de la Industria de la Radio y la Televisión y la Asociación Internacional de Radiodifusoresutilicen esa clase de argumentos para intentar dar marchaatrás al reconocimiento de los medios comunitarios en el Reglamento del IFE. Más allá del inconcebible atraso que eso significaría para la noción de pluralidad y diversidad en un espacio -el de las autoridades electorales- que se presupone proclive a su afirmación y no a su rechazo, el que cualquier autoridad en este país reaccione frente a argumentos de esa naturaleza nos colocaría en el último y menos deseable de todos los errores del diálogo democrático: el de que una argumentación más propia de muchedumbres enardecidas, proclives al odio y las hogueras, el que una argumentación propia del extremismo, sea la que marque el futuro de las comunidades y sus medios de comunicación.
Ya en la realidad más concreta, en ese “ejercer el derecho con todo en contra” que viven hoy todos los días las radios comunitarias en México y en una buena parte del mundo, la cotidianidad es la de la incertidumbre, la de la persecución, la de la depauperación sistemática; y sin embargo, si uno lo ve con entusiasmo, podría decirse que es uno de los pocos movimientos sociales que en nuestro país se ha dado la oportunidad de ser exitoso e incluso de ser referente para otros que buscan lo mismo en otros países. Las radios comunitarias en México, de la mano de no pocos aliados, y de la mano, particularmente, de un profundo sentido del propio derecho a existir, se han abierto camino. Desde la consecución de las primeras licencias al más reciente fallo favorable de la Suprema Corte de Justicia en el caso de La Voladora Radio contra la Secretaría de Salud (en materia de contratación de publicidad oficial) o al reconocimiento de su existencia y de sus diferencias en el Reglamento del IFE que aquí nos ocupa, la historia de las radios comunitarias en México -si se observa sin encono, sin el arbitrio del odio- representa uno de los avances más significativos de las décadas recientes para el mapa de medios en nuestro país, para el apuntalamiento de espacios dignos y suficientes para el ejercicio de la libertad de expresión (espacios no abstractos ni discursivos, sino existentes en la práctica y administrados por los propios ciudadanos), para la diversidad y para el diálogo democrático, para la educación en los medios, para el disfrute de la comunicación como un derecho. Si ese avance, si esa aportación innegable no puede leerse como una transformación para bien de eso que los poderosos de los medios llaman “la industria”, entonces estaremos, simplemente, frente a un portentoso caso de miopía. Y eso, sin duda alguna, significará siempre un declive para cualquier sector, se mire por donde se mire.
Al tiempo.