El cuento “No despertéis a los muertos” fue publicado en Alemania en 1800 y su autoría ha sido atribuida tradicionalmente a Johann Ludwing Tieck; el texto forma parte de la antología de cuentos vampíricos que el Conde Jacobo Siruela hizo en 2010 bajo el título de Vampiros. El relato fue traducido al español por Francisco Torres Oliver para dicha edición, que es la que se utilizó para el presente trabajo.
Según Vicente Quirarte, el personaje del vampiro literario tal como lo conocemos en nuestros días, está inserto en la tradición del movimiento del romanticismo, en el que se cuestiona el racionalismo extremo de la ilustración y se empiezan a explorar las emociones humanas como el vehículo de la experiencia estética del arte (Quirarte, 2005: 137-138).
En este sentido, no podemos desvincular la idea del erotismo de la tradición romántica, y por lo tanto tampoco podemos desterrar el erotismo de los relatos de vampiros, por el contrario, dichas narraciones se encuentran fuertemente cargadas de este elemento, aunque esto pudiera ser contradictorio y me explico.
George Bataille, en su libro titulado El erotismo, establece un tratado profundo sobre la idea de lo erótico y la define como la condición de la actividad sexual humana que se aleja de lo animal y de los fines biológicos y reproductivos para convertirse en una experiencia interior y de contacto con lo divino y sagrado (Bataille, 2007: 20-27).
Ahora bien, el vampiro “tiene el estigma de ser un ángel caído” (Colón, 2013: 85). Es decir, es un ser maldito, alejado de Dios y habitante de las tinieblas. ¿Cómo, entonces, los vampiros pueden relacionarse con el erotismo, condición divina del sexo? La respuesta es inquietante, pero sencilla: el vampiro es un ser que afirma la existencia de la divinidad porque es su contraparte, no puede existir la idea del mal sin la del bien, esos polos opuestos que se atraen y luchan constantemente entre sí, no pueden ser sino la reafirmación del uno con el otro, sin embargo Dios y el diablo; los ángeles y los demonios, no están en igualdad de circunstancias en la pugna eterna entre bondad y maldad y los vampiros no pueden ser la excepción: “En cuanto al crucifijo y las espinas de la rosa, son los emblemas del único poder que el vampiro respeta, porque le teme” (Quirarte, 2005: 170). Una cruz, símbolo cristiano por excelencia, es suficiente arma para ahuyentar a los temibles vampiros.
Por otro lado, el erotismo está ligado con el concepto de seducción, que resulta ser otro elemento contrastante, pues la seducción, al contrario del erotismo, se relaciona con la maldad: “La seducción es siempre la del mal. O la del mundo. Es el artificio del mundo” (Baudrillard, 1981: 4). Y no solamente eso, sino que la seducción se relaciona con poderes mágicos y sobrenaturales, con habilidades que van más allá de la comprensión para ubicarla como una suerte de hechizo o encantamiento del que las víctimas no pueden escapar:
“La seducción vela siempre por destruir el orden de Dios, aun cuando este fuese el de la producción del deseo. Para todas las ortodoxias sigue siendo el maleficio y el artificio, una magia negra de desviación de todas las verdades, una conjuración de signos, una exaltación de los signos de uso maléfico” (Baudrillard, 1981: 3).
Aclarado lo anterior, el erotismo y la seducción están muy presentes en el cuento que aquí nos ocupa.
Una de las condiciones del erotismo, como ya se mencionó, es que los fines reproductivos de las relaciones sexuales pasen a segundo término, lo que queda demostrado por la falta de hijos en el matrimonio y posterior amorío de Walter con Brunhilda, contrario a lo que sucede en el segundo matrimonio de Walter, pues Swanhilda sí tiene hijos: la primera, un vampiro; la segunda, una mujer común; además de que en la narración no se hace referencia al placer sexual que el personaje principal experimenta con su segunda esposa a diferencia de la primera. Se podría afirmar que el amor de Walter por Brunhilda es un amor erótico y seductor, uno maligno y placentero, por el contrario, su relación con Swanhilda se reduce a la ternura, el compromiso y la costumbre.
Brunhilda y Walter, desde un inicio se amaron profundamente y se entregaron a los placeres sexuales, cuyo único fin era la entrega total de uno con el otro:
“…y estando igual de enamorados y prendados, se entregaron al goce de una pasión que los volvió indiferentes a cuanto los rodeaba, al tiempo que los sumía en un sueño fascinante. Su único temor era que algo los despertase de un delirio que rezaban por que durase eternamente” (Tieck, 2010: 52. A partir de aquí, cada que se cite el cuento de Tieck sólo se consignará el número de página entre paréntesis para evitar repeticiones).
La cita anterior me recuerda al poema de Jaime Sabines, “Te quiero a las diez de la mañana”, en el que el sujeto lírico expresa ese amarse sin restricciones que desaparece todo aquello que rodea a la pareja y la traslada al paraíso: “Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios” (Sabines, 2006: 10). Así fueron los primeros días del matrimonio de Walter y Brunhilda, su amor traspasaba las barreras del tiempo y del espacio en el acto sexual y los llevaba a límites insospechados que construían un mundo exclusivo para ellos dos.
Siguiendo esta línea, el erotismo se relaciona también con la idea del deseo, un deseo que consiste en querer poseer a la persona que es objeto de nuestra atención. Sin embargo, los seres humanos, en nuestro carácter individual, no permitiremos que cualquiera nos posea, por ello, la tarea se torna complicada, para lograr la completa posesión de nuestro ser amado debemos recurrir a la difícil faena de la seducción. Ahora bien, los vampiros corren con ventaja en la tarea, y en especial las vampiras o vampiresas, como lo vimos, la seducción es un proceso que implica habilidades especiales, incluso paranormales o sobrenaturales:
“A pesar de su indudable poder de seducción, las vampiresas representan la fatalidad más tenebrosa, al encarnar la amenaza inminente de una muerte violenta; pero aún así todas las víctimas parecen caer rendidas ante el irresistible magnetismo de su hechizo sexual, haciéndonos olvidar por momentos que son muertos vivientes” (Siruela, 2010: 20).
Con lo anterior, nos damos cuenta que la seducción resulta particularmente ligada al personaje del vampiro, pues él, y en el caso del cuento de Tieck, ella, utilizan y engañan a sus víctimas para obtener un beneficio personal y perjudicar al otro. Además, los vampiros poseen una inexplicable fuerza que atrae a los humanos:
“Ellos y ellas tienen ese poder de atraer al ser humano y dejarlo indefenso ante la seducción que implica su presencia.
Tal parece que el ser humano cae en un trance hipnótico en donde se abandona a la voluntad del vampiro y sólo puede hacer lo que éste le ordena” (Colón, 2013: 80).
Esos poderes hipnóticos de seducción quedan de manifiesto en el texto, para no dejar lugar a dudas de que Brunhilda conseguirá lo que desea:
“Rara vez se apartaba Walter de Brunhilda: un hechizo desconocido parecía retenerle junto a ella; incluso el temor que sentía en su presencia y que le impedía tocarla se mezclaba con el placer” (59).
Naturalmente, al traer a Brunhilda desde los confines de la muerte, Walter no podría sino experimentar un gran temor, sin embargo, ese mismo miedo le resulta placentero, la atracción por el peligro es algo que ha caracterizado a los seres humanos desde siempre. Ya Freud, en su texto “Lo siniestro”, da cuenta de que aquello que en un momento fue familiar y doméstico puede tornarse angustiante y horroroso (Freud, 2014). Ese sentimiento de lo siniestro queda también expresado en la relación de los protagonistas de la historia, pues lo que para Walter resultaba en un pasado parte de su día a día, se transformó en el objeto de un cierto temor que traía consigo un gran placer, una incertidumbre propia de lo siniestro, pues lo conocido de pronto nos resulta contradictorio, lo familiar se torna angustioso, el miedo lo redefine y transforma, la percepción de la realidad tiende a ponerse en tela de juicio: “el vampiro es todo lo que no somos, y es esa otredad lo que nos atrae y nos seduce” (Quirarte, 2005: 184). Lo desconocido trae consigo esa irremediable curiosidad que nos resulta atractiva y fatal.
No cabe duda de que, como decía Aristóteles, “de la curiosidad nace el deseo”, que se complementa con el dicho popular, “la curiosidad mató al gato”, y es en esta curiosidad que Walter, inmerso en la hipnosis de Brunhilda, no puede ver que su amor y su deseo por ella lo llevarán irremediablemente a la muerte:
“Walter era el único que no se daba cuenta –o no hacía caso– de la desolación que le rodeaba; no percibía la muerte, sumergido como estaba en un encendido elíseo de amor […] Incluso parecía que Brunhilda sentía por él una pasión como jamás llegó a mostrar en la feliz época de recién casada” (65-66).
No hay oportunidad de escape, Walter se ahoga en el río del placer y la seducción de Brunhilda, el humano, desdichada víctima, no tiene alternativa más allá del disfrute y de la espera del castigo que le aguarda:
“¡Pobre Walter! Inmerso en el placer, no ves el abismo que se abre a tus pies; embriagado con el perfume voluptuoso de la flor que has arrancado, no imaginas cuán mortal es el veneno del que está llena, pues en breve, su poderosa fragancia conferirá nueva energía a todos tus sentimientos” (62).
Por otro lado, Brunhilda, que ya conoce los inexplorados caminos de la muerte, tiene un único deseo, y es la sangre, pues al beber hasta la última gota del rojo líquido de sus víctimas, experimenta un gran placer. Vicente Quirarte, en su “Sintaxis del vampiro”, expone en una larga cita del relato Vampiro. El baile de las máscaras, de Mark Rein, que el placer del acto sexual queda opacado para los vampiros por el gran e indescriptible placer que experimentan al tomar la sangre de sus víctimas (Quirarte, 2005: 179-180). Podría decirse, entonces, que Brunhilda, la mujer vampiro, también tenía un deseo erótico por Walter, pero uno que iba aún más allá del acto sexual, uno que le proporcionaba una mayor satisfacción, y que le permitía seguir viviendo y seguir matando: la sangre.
Sería bueno comentar entonces que el erotismo presente en el cuento de Tieck, es parte de la condición vampírica de la seducción, una que lleva a los humanos a perderse y morir, es el erotismo como seducción mortal lo que vemos en “No despertéis a los muertos”, que en el mismo título nos hace una invitación sugerente a los lectores, pues: “Todos estamos obsesionados por límites entre la vida y la muerte. Sólo el vampiro los explora, los transgrede y los modifica sin importar los medios” (Quirarte, 2005: 185).
La muerte es un umbral que no tiene regreso, traspasarlo significa dejar de existir en este mundo, pero si cabe la posibilidad de una excepción, si por alguna razón alguien vuelve de la muerte, no puede ser sino la ruptura de un equilibrio natural, y ese quiebre, seguramente, traerá nefastas consecuencias para los involucrados, nadie que rompa las reglas de la vida y la muerte quedará sin castigo, lo que queda demostrado en los terribles finales, tanto de Brunhilda como de Walter. Su amor era fuerte y profundo, pero hay límites, hay fronteras que no deben ser traspasadas, terminar el horror sólo puede ser posible con la destrucción de ambos personajes:
“–¡Horrible, horrible!– balbuceó Walter temblando; y apartando la cara, hundió la daga en el pecho en el pecho de ella a la vez que exclamaba: –¡Yo te maldigo para siempre!– y brotó fría la sangre, manchándole la mano. Brunhilda abrió los ojos una vez más; lanzó una mirada de indecible horror a su esposo y, con voz cavernosa y agónica, dijo:
–Tú también estás condenado a la perdición” (74).
Ellos, al violar las leyes del mundo que conocían, acrecentaron el sentimiento erótico que los unía, lo volvieron terrible y siniestro, se hizo más seductor. Los poderes de la oscuridad que se mantenían ocultos quedaron manifestados, su amor se volvió total y fatal; el erotismo divino y la seducción infernal se conjuran para hacer un hechizo inescapable; Brunhilda y Walter son la encarnación misma de la seducción y el poder transformador del erotismo, llevado hasta las últimas consecuencias.
Se puede llegar a la conclusión de que Brunhilda, la vampira, símbolo de la seducción mortal, es también artífice de un erotismo muy particular, uno que, como bien lo aclara su definición, no tiene fines reproductivos y que lleva a los participantes a la trascendencia, aunque no a una trascendencia paradisíaca, sino una condena eterna. El sentido sagrado del erotismo se convierte, entonces, en el castigo de la divinidad. Con el triunfo del bien y la destrucción del pecado, la seducción queda castigada con la muerte y el erotismo malversado se revindica en su naturaleza bendita.
Bibliografía
Bataille, George. El erotismo. Madrid: Tusquets, 2007.
Baudrillard, Jean. De la seducción. Madrid: Cátedra, 1981.
Colón, Cecilia. “Ligeia: ¿vampiresa o mujer fatal?” en De libros y otras obsesiones. México: Universidad Autónoma Metropolitana- Azcapotzalco, 2013.
Quirarte, Vicente. “Sintaxis del vampiro” en Del monstruo considerado como una de las bellas artes. México: Paidós, 2005.
Sabines, Jaime. Recordando a Sabines. Antología poética. México: Palabra Virtual, 2006.
Siruela, Jacobo. “Prólogo” en Vampiros. Girona: Atalanta, 2010.
Tieck, Johann Ludwing. “No despertéis a los muertos” en Siruela,
Jacobo (editor). Vampiros, Girona: Atalanta, 2010.
Internet
Freud, Sigmund. “Lo siniestro”, 2014, disponible en: <https://www. ucm.es/data/cont/docs/119-2014-02-23-Freud.LoSiniestro.pdf>
(Consultado en enero de 2016).