La primera encuesta que enfrenté en mi vida estaba cargada con los dados de un fraude escandaloso; se trataba de elegir a “la más popular de la escuela”, una imbecilidad en sí misma que se acrecentaba por el hecho de que la fórmula para medir esta gracia se basaba en la venta de boletos lo que determinaba que una niña con el carisma de un pisapapeles pero con suficientes recursos resultara ganadora, como en efecto ocurrió.
En las pasadas elecciones un querido amigo, que además es oligarca me aseguró, basado en encuestas, que Peña ganaría por más de 15 puntos, le hice ver amablemente que estaba peor que idiota y que el dato era imposible. Toño, que tiene la obstinación de un galeote, decidió apostar de forma unilateral una botella de coñac que vale lo mismo que las cuatro llantas de mi auto. El desenlace de este sainete se produjo cuando llegó un ayudante de mi amigo pasadas las elecciones y me hizo entrega de una caja con la botella apostada (de forma unilateral) y que guardo como un seguro contra mi inminente vejez.
Somos un pueblo de memoria flaca y ello permite que cada cuatro años pensemos que México será campeón mundial, por lo que hordas de compatriotas toman por asalto una ciudad extranjera, se orinan en la llama eterna y le encasquetan un sombrero de charro a un señor que no tiene culpa de nada. Es la que permite también que desde hace veinte años los señores que se dedican al clima pronostiquen lluvias “atípicas” o que haya gente que en uso completo de sus facultades mentales vote por el Partido Verde. Esta misma falta de memoria es la fuente que alimenta la vida de las personas que se dedican a publicar encuestas y con ello se procuran un modo honesto de vivir.
Lo he dicho antes; un mecánico que no repara un coche, un arquitecto al que le queda el piso chueco o un bailarín sin sentido del ritmo están condenados a la extinción simple y llanamente porque no cumplen a cabalidad su trabajo y ello supone una sanción que se manifiesta en el hecho de que nadie los contrate más. Con las personas que se dedican a la demoscopia pasa exactamente lo contrario; vienen los procesos electorales, medios, partidos y el gobierno los contratan a través de sumas millonarias, los resultados son los mismos o muy similares a los que se obtendrían tirando una moneda al aire y entonces llegan los enojos. Recuerdo a Gómez Leyva en Milenio publicando encuestas diarias que resultaron tan certeras como el disparo de un borracho ciego. Recuerdo también su enojo y su declaratoria de que nunca más le entraría a ese jueguito. Sin embargo, las cosas pasan y han llegado de nuevo las mediciones de preferencias electorales con dos patrones que me parecen dignos de una mención.
El primero lo protagoniza Andrés Manuel López Obrador; hace poco dijo en una entrevista: “en las encuestas va ganando la maestra Delfina” (decir “maestra Delfina” es como decir “biólogo Fedro” pero en fin), cuando se le replicó que no en todas las encuestas repuso algo antologable: “las otras son mediáticas”. Es decir, las únicas encuestas legítimas son las que me favorecen y el resto son producto de la manipulación. Esta percepción hace muy peligrosa la publicación de estos ejercicios que son casi de azar. Es evidente que los votantes se verán influidos por lo que leen acerca de las tendencias en el sentido de los votos. Ello abre terreno a publicar encuestas amañadas con intereses particulares que agravan el ya de por sí poco confiable panorama de aquellos que se dedican a la demoscopia.
Cuando usted lea estas líneas seguramente la guerra de cifras entre Del Mazo y Delfina estará a todo lo que dé. Las partes interesadas harán uso de ellas, los medios las seguirán publicando y cuando descubran los márgenes de error mandarán mentar madres y se sentirán defraudados creando una vez más las situaciones de temporal tan características de este país que sobrevive a pesar de nosotros los mexicanos.