En esa ocasión el secretario apostó todo y perdió. La casa siempre gana. Cuando menos así se lo hizo saber a aquel aspirante a candidato que puso todas sus fichas en un solo juego, retadas a un solo número, apiladas una sobre otra como en una cadena de concesiones que buscaba los favores de la suerte.
Pero la suerte lo traicionó y el secretario dejó de serlo y el aspirante a candidato, quedó en eso, en una aspiración. Aunque para entonces ya habían pasado muchas cosas, las televisoras consiguieron abolir el 12.5% de tiempos del Estado, TV Azteca usurpó la señal de Canal 40 -primero infructuosamente gracias a una resolución judicial, después con éxito ante la complacencia del gobierno-, y algunas iniciativas valiosas de reforma a la ley de radio y televisión se diluyeron sin el apoyo del secretario que días antes de abandonar su cargo firmó los permisos para que Televisa operara 130 casas de juego.
Las aspiraciones del secretario eran altas: anhelaba convertirse en el candidato presidencial de su partido y deseaba, también, ser el predilecto en la simpatía del gran consorcio. Y casi lo consiguió.
Pero la suerte es veleidosa y la casa, el gran consorcio, también. Alguien lo traicionó la noche del 9 de junio de 2005, cuando en varios medios se repartió una copia de los permisos para operar casas de juego que con prontitud se habrían firmado por instrucciones del secretario. Otra cosa fue cuando nosotros, aquí, exhibimos el contubernio un mes antes.
La avalancha de críticas se hizo venir y el silencio del consorcio también, que discreto supo deslindarse: tenía los permisos, lo demás era cuestión de tiempo. El otrora secretario perdió las elecciones internas y fracasó en su intento por competir por la Presidencia de la República, y así no tuvo más que retirarse hasta que su partido lo volvió a convocar para formar parte de los candidatos a un puesto del Senado.
Ya en ese momento, el partido, pragmático que es, había acordado ceder a las presiones y apoyar un plan de negocios para convertirlo en una ley y ceder, con graciosa aquiescencia, ante el mismo gran consorcio que utilizó y desechó al ex secretario quien después consiguió convertirse en senador.
En pocos párrafos la historia fue así. Porque harían falta muchos capítulos y líneas para contar aquellos días aciagos en los que el silencio fue abundante y ominoso.
Y quizá fue toda esta historia la que movió al ex secretario, aspirante a candidato y ahora senador, a decir lo evidente: que la ley había sido una imposición. Olvidó todas las oportunidades anteriores que desperdició para frenar el poder impune del gran consorcio -y de otros menores pero de igual o peor ralea- y decidió aprovechar ésta para hacer en un mea culpa, aunque velado.
Tal vez el senador despertó un día cansado de pensar en la fatalidad que es saber que la casa siempre gana, hasta el grado de proclamarse dueña de la suerte. Tal vez sintió un prurito extraño, mitad conciencia, mitad entusiasmo, que lo convenció de que es posible que haya más suertes, más juegos, más jugadores y otras reglas. Tal vez es que el senador tiene nuevas fichas dispuestas todas a jugarlas en una ronda que acaba de comenzar. Tal vez ahora su apuesta es al olvido de los demás sobre su apuesta de antes. Y con algunos, hay que decir, casi lo logra cuando escucha que fue Santiago, desde el gobierno anterior sometido a los poderes fácticos, el último en darse cuenta del poder del consorcio pero el primero en admitirlo. En esa constelación, tal vez sea una estrella más en el canal de las fuerzas contra el duopolio.
Tal vez.
Y tal vez la contrición del senador Santiago Creel sea sólo un tímido consuelo que nos haga pensar en que más vale tarde que nunca. O probablemente, sea un viso esperanzador para creer que esta vez, la casa puede perder. Sea cual sea el caso, de cualquier modo, el jugador perdió.