“Heed the mantra and never forget:
Women. Have. Nothing. To. Gain.
And. Everything. To. Lose.
By. Coming. Forward”.
Amber Tamblyn
Para Gerardo M, ángel guardián
A riesgo de parecer una idiota ante mis notables lectores, creo haber encontrado un aspecto positivo al escándalo de ocho columnas que ha colocado al magnate Harvey Weinstein en la palestra de la ignominia: a causa de la dimensión del escándalo, podrá escucharse a un volumen más alto y en una proporción cada vez más imperativa y relevante, el vergonzoso lastre de la violencia sexual.
Jodi Kantor y Megan Twohey, los últimos jedi del New York Times tuvieron el honor de destapar la caja de Pandora mejor guardada de la última década: Harvey Weinstein, fundador de Miramax, la productora de cine independiente más lucrativa y galardonada de las dos últimas décadas en la industria norteamericana, también porta la piel y credenciales de un incorregible depredador sexual. Las revelaciones de Kantor/Twohey describen minuciosamente múltiples denuncias de acoso sexual contra el otrora Harvey -todoloquetococonviertoenoro- Weinstein. En el curso de la investigación que les ha costado diez meses, ventilaron que al menos trece mujeres entre los años 90 y el 2015 fueron acosadas/agredidas sexualmente, alegaciones que han sido corroboradas por actrices de la talla de Ashley Judd, Angelina Jolie, Asia Argento, Gwyneth Paltrow, Rossana Arquette, Mira Sorvino, Rose Arianna McGowan, entre decenas de mujeres sin la fama de las anteriores, pero víctimas del mismo depredador. Lamentablemente para todos, los últimos reportes periodísticos nos alertan que la impecable investigación del Times se queda corta. Los crímenes sexuales de Weinstein son el sudario de Penélope.
El sistemático abuso de poder que Weinstein aprovechaba en Hollywood para acosar sexualmente a empleadas y actrices, es una realidad que padecemos millones de mujeres alrededor del mundo. No importa si aspiramos a un premio de la Academia o a completar para pagar a tiempo la renta del mes de noviembre. Leí una declaración del productor Ryan Murphy que calza perfecto en la espina dorsal de este texto: “En esta sociedad, la mayoría de las mujeres tienen un Harvey Weinstein en su vida. Siempre hay un campo minado que navegar cuando eres una mujer y pasar por el sistema de Hollywood”. Pero más allá del acoso sexual, es necesario hacer énfasis en exhibir el acoso silencioso más común y menos castigado de todos: aquel que ejerce un hombre que se sabe poderoso y que es capaz de ejercer todo su armamento de influencia para colocar a una mujer en el más vergonzosos de los dilemas: soportar estos abusos para sobrevivir. Cuando las dos agresiones vienen incluidas en el mismo coctel, el golpe asestado a la víctima es mortífera.
A título personal, puedo afirmar que al señor Murphy le asiste la razón absoluta. Yo padecí a mi propio Harvey durante cinco años. Me acostumbré a mirarle todos los días y aprendí a sortear mi día a día sin ser devorada. Pero también aprendí a huir y dejar herido de muerte al tiburón. Por el bien de las que no supieran nadar.
A efectos literarios llamémoslo el pequeño Weinstein. Lo conocí en la empresa a la que le dediqué diez años de mi vida laboral. Era un hombre simpático, en términos generales. Era el prototipo del sueño mexicano: de obrero a virrey de una trasnacional. Arquitecto de su propio éxito y esfuerzo. Pero tampoco entendía el significado de un “no”. El abuso sexual y/o de poder nunca se presenta de una única forma. No es necesario que haya un arma ni que la víctima se resista, grite o diga “no” repetidas veces para que una acción cuente como una agresión. Salir a comer un par de veces no te obliga a mantener la tradición. Hasta la mayonesa caduca. ¿Por qué no habría de hacerlo la amistad consensuada? Vaya, ustedes no saben lo años luz de la realidad y de las reglas normales de consentimiento en donde se encuentran tantos hombres. Lamentablemente esta empatía es 99% femenina, la mayoría de los hombres no son conscientes de esta anomalía que mantiene infectados a una cantidad grosera de varones. Es alarmante toparte a lo largo de tu vida con una turba de neandertales que no comprenden que tú tienes la última palabra sobre lo que pasa con tu cuerpo, tu espacio, tu amabilidad, tus palmadas en la espalda. No importa si incluso dijiste que sí antes y luego cambiaste de parecer. Todos tenemos derecho a decir “basta” en cualquier momento, y la contraparte debe respetarlo.
En mi caso, después de que el pequeño Weinstein acumuló un puñado de negativas, arremetió con la presión de su poder sobre el microcosmos que nos rodeaba. Los primeros cuatro años pude sortearlos con elegancia y habilidad, gracias a que el que fue mi jefe esos años no estuvo bajo su orden de mando, sin embargo, todo comenzó a tornarse sofocante cuando ascendió al grado de Virrey. A pesar de que no ostentaba el cargo más alto dentro de la compañía en México, reportaba directamente a EU y sus copiosos éxitos en la región lo colocaron en un cubículo de privilegio cuyas paredes de cristal eran antibalas. En ese periodo tuve la fortuna de contar con una jefa con las suficientes agallas para enfrentar a mi lado los constantes atropellos a los que me comencé a ver envuelta. TODA acción realizada por mi podía ser objeto de cuestionamientos éticos o de desempeño. Incluso la composición textil de mis pantalones. Juro que la exageración no me acompaña mientras redacto estas líneas.
Elaboro: en aquellas épocas (circa 2011) aún no se había implementado el código de vestimenta que nos permitía a los empleados a portar mezclilla los días viernes. Eran los tiempos de Don Porfirio y la mezclilla estaba prohibida. Su persecución a mi persona acabo en un alegato explicativo y demostrativo entra la diferencia cuántica que existe entre un par de jeans y un canvas pants. Cronometraba mi arribo a las oficinas y detectaba cada segundo que demoraba en cruzar la aduana de vigilancia. Cada reporte de rendimiento sufría el mismo trato que sufrirá Rafael Márquez cada vez que desee atravesar el Río Bravo. Aún me culpo por haber permitido tantos atropellos en nombre del amor al trabajo, en nombre de un puesto por el que muchos matarían por lograr. Los compañeros de departamento que tuvieron la desdicha de acompañarme en los años oscuros llegaron a odiarme con furia viva gracias a que el pequeño Weinstein los perjudicó a todos en toda forma posible. Y no se diga de las vacaciones. Sabía que mis vacaciones tenían como destino Europa y que el poema de mis días gozaba de nacionalidad francesa, PROHIBIÓ las vacaciones de un rango mayor de 7 días ÚNICAMENTE en nuestro departamento. Calidad o Proyectos podían largarse a la Baja Sajonia o a Tokio un mes. Pero NADIE de importaciones/exportaciones podía viajar más allá de Ciudad Juárez, El Paso o Zacazonapan, Michoacán. Se implementó un filtro de aprobaciones y firmas que harían escandalizar a la secretaria del trabajo.
El último año y medio dentro de ese infierno fueron los más agrestes a causa del arribo del último jefe que padecí en tan entrañable compañía. Que no se confunda. Yo solía – aún lo hago– amar a mi ex trabajo. Tuve beneficios extraordinarios. Gocé de prestaciones que el 90% de la gente que conozco fuera de mi ex entorno laboral solamente han visto en películas danesas de ciencia ficción. Pero poco o nada puede hacerse cuando en contraparte, la cigüeña trae de París un jefe medroso e incoloro. Recuerdo que a los cuatro meses de haber tomado posesión del puesto fui requerida a su oficina para una muy incómoda entrevista:
– “Oye, América, la verdad no quisiera meterme en tu vida privada, pero… ¿qué le hiciste al Virrey?… ¿por qué está obsesionado contigo?”
– ¿Perdón? –contesté absolutamente indignada.
– ¿Acaso no he demostrado ser una persona profesional y enfocada a mis responsabilidades este tiempo? Esa pregunta deberías de hacérsela a él, no a mí. Estoy cansada de semejante acoso sistemático.
Su respuesta desarmó la última esperanza de un mundo mejor: “¿Por qué no lo denuncias a Recursos Humanos?
La decisión de denunciar al pequeño Weinstein estaba lo suficientemente cronometrada. Sabía que no podía dar un solo paso en falso. Lo indignante del caso es que me supiera completamente sola y armada con una miserable resortera contra el poderío bélico del Virrey. Los dos anteriores jefes habían tenido la mala costumbre a cerrar filas para protegerme de injustas tropelías. No todos los torrentes sanguíneos tienen el privilegio de contar con líquido rojo entre sus canales de distribución.
Salí de la oficina dispuesta a ejecutar un plan que no incluyera a mi superior, aunque su testimonio hubiera evitado vergonzosos e innecesarios enfrentamientos. La cultura de la complicidad impera de manera alarmante. En términos de denuncias laborales por acoso, la justicia se aplica estrictamente por la propia mano de la víctima. Sad but true.
Gracias a una simpatía obtenida a fuerza de haber ganado el primer lugar en un concurso literario, pude granjearme la simpatía de uno de los Vicepresidentes de la compañía. Redacté un correo solicitando ayuda a sabiendas que, en el mejor de los casos, acabaría en la bandeja de mensajes no leídos. El correo explicaba a groso modo la situación que estaba enfrentando y una solicitud: pedía su intervención para conseguir una entrevista con la VP de recursos humanos que, para fortuna de este corazón, es mujer. Dos horas después de la primera de muchas taquicardias a causa de la legendaria denuncia, llegó la respuesta que toda mujer en el mismo aprieto desea obtener: sí, por supuesto, tienes todo mi apoyo.
Una semana más tarde me encontré frente a la Vicepresidenta de Recursos Humanos explicando un acoso sintomático perpetrado por uno de los pilares de la organización. Pocas veces me he sentido tan estúpida al ser bombardeada por la pregunta madre de todos los careos: “¿por qué tardaste tanto tiempo en denunciar?”. Claro, la mente recurre a una cantidad escandalosa de subterfugios para justificar el no hacerlo. Lo cual, acaba por contaminarte de culpa y desprecio. Desprecio a tu propia cobardía. Los depredadores recurren al siempre efectivo arte de proporcionarte algún beneficio o deferencia que sirva de pago de culpa por haberte molestado de alguna manera. TODOS en nuestra área sabían de su odio-amor a mi persona. Lo habían visto gritonear a mantenimiento para que cerraran ipso facto todas las ventilas cercanas a mi oficina e incluso cambiar de ubicación la misma con tal de no ser molestada por mi archienemigo número uno: el aire acondicionado. Y verle sonreír al verme atravesar el comedor, o voltear el cuello en modo exorcista-on con tal de verme desfilar con la última de mis faldas cortas. Sí, siempre acabamos rendidas pensando que de alguna manera nosotras tuvimos la culpa. El sentimiento de culpa y pequeñez es una dolorosa embestida en la auto estima. Cada salida consensuada termina por restar credibilidad a tu alegato, incluso si te acostaste con ellos la primera vez, o mil veces. Es el caso de Asia Argento. Ella declaró haber sido asaltada sexualmente y sentirse obligada a someterse a los deseos sexuales de Harvey Weinstein porque impulsó su carrera. Porque le pagó niñeras. Por que la convirtió en un rostro block buster, porque podía destruirla con el sencillo deseo de querer hacerlo. Por su omnipresente poder.
Comenzó la investigación de mi caso. Haber saltado todos los obstáculos que llevan a un reporte en el escritorio de la vicepresidencia de RH marcó la diferencia. La directora de Recursos Humanos local (y a quien tuvo que ser dirigida mi denuncia) era íntima amiga del pequeño Harvey, yo sabía que necesitaba brincarme ese obstáculo que pudo haber sepultado cualquier esfuerzo por lograr ser siquiera escuchada. El escandalo comenzó a rugir en los pasillos. Los testigos que remití en la entrevista con la VP fueron puntualmente llamados a rendir declaratoria de hechos. Co workers y ex jefes apoyaron mi versión. Fui requerida aproximadamente un mes después para conocer el resultado de la investigación interna que fue positiva a mi favor. Me preguntaron si deseaba una disculpa del agresor o si deseaba ser reubicada en alguna otra área, incluso en alguna de las otras oficinas del imperio. Me negué. Argumenté que todo lo que quería lograr con el ejercicio de denuncia se había cumplido. Sabía que no lo iban a correr y así lo expresé. Les dije que confiaba en que ellos tomarían las medidas necesarias para que casos como el mío no tuvieran lugar una vez más.
Soy una mujer sobradamente afortunada. Lo digo sin la menor vergüenza y lo que me resta de vida no será suficiente para agradecerlo. No lo digo únicamente por todos los hechos afortunados que tuvieron que sincronizarse para conseguir ser escuchada y reconocida como víctima. También lo digo porque tuve la fortuna de ser reclutada en la empresa que hoy es mi casa justo durante el proceso de denuncia. Ustedes no saben la dosis de tranquilidad que ello aportó a mi saldo amigo de valentía. Cuando di portazo a diez años de servicio y amor a tan entrañable compañía, no imaginé lo que vendría a mi salida. La denuncia al pequeño Weinstein no quedó en el olvido ni fue anotada con tinta invisible en su expediente. Cayeron denuncias como maná en el desierto. Las denuncias llegaron a oídos de los altos mandos de EU, mismos que exigieron que el mandato del Virrey tendría que ser revocado. ¡El virrey ha muerto, que viva el Virrey! Ojalá todo hubiera acabado ahí. Después de que el pequeño Harvey fue sacado de la que fue su casa durante casi treinta años en cajas destempladas, fue boletinado con los distribuidores de la marca. El señor ya había sido contratado por uno de ellos. Y fue despedido nuevamente. Quizás el karma no existe. O sí.
Nadie sabrá nunca cuántas mujeres soportan, 5, 6, 20 años o quizás, 10 minutos del infierno del acoso o que no viven lo suficiente para contarlo. Por todas y cada una de ellas brindo esta noche mientras concluyo este texto que tardó tres años en ver la luz. Estuvo atorado, casi momificado. Mi editor sabía de su existencia y hace un año quiso asomarse a respirar bocanadas de oxígeno. Hablé con él y le prometí que llegaría el momento. Ese momento es hoy, camaradas.
Me despido con la declaración que realizó Barack Obama en relación al escándalo Weinstein: “Cualquier hombre que degrada y degrada a las mujeres de tal manera debe ser condenado y responsabilizado, independientemente de la riqueza o el estatus”. “Debemos celebrar el valor de las mujeres que se han acercado para contar estas historias dolorosas”
Aunque no dijo nada si devolverá los 600K dólares que Harvey Weinstein donó para la causa demócrata las elecciones pasadas. Porque es muy fácil horrorizarse y gritar y acusar al viento. Se requieren cartuchos especiales para firmar ante una audiencia ante la que no cuentas con credibilidad alguna. Se requiere saberse aventar al abismo sin paracaídas desprovista de temor a ser tragada por el sistema. Se requiere sangre de Lázaro. O de Lestat. O de Gokú.
#NiUnaMás.